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Cientos, miles de vídeos cortos en pantalla, uno tras otro. La sed de mensajes positivos, esperanzadores, idealistas, complacientes: insaciable. La potencia del estímulo audiovisual es clave, pero no en el sentido que cree quien ve los cortos y espera mejorar algo o, de plano, cambiar su vida. Su brevedad, también. Por otra parte, quienes desean vivir de veras, según dicen, una transformación, desconfiados de su voluntad y capacidad propias, prefieren dejar la pantallita y acudir en vivo a cursos y seminarios de supuestos gurúes e investigadores, ninguno con tan siquiera un trabajo validado por la menor asociación científica, pero con el crédito de miles de pulgares arriba en redes sociales.
Es verdad que, cada cierto tiempo, la obra de James Purdy es reivindicada, pero también que a continuación y casi de inmediato, se la echa de vuelta al olvido. Esto se debe quizá a que su carácter, la visión que refleja en ella, obliga al lector –como ante una gresca inevitable– a tomar partido, cuestionando su época, cualquiera sea esta, pero más todavía a sí mismo, cualquiera sea su edad y experiencia.
Certeros puñetazos, más que empujones o tirones de la camisa: el lenguaje de Purdy, áspero, denso, es enormemente efectivo; conecta y sacude de inmediato lo más delicado, esa fragilidad tras el punto que, además, pareciese elegir con especial malicia. Asesta, en permanente movimiento, frases y oraciones; de ello que, en lugar de un matón agresivo, nos veamos ante un ligero púgil, de gran maña y sangre fría.
Su obra representa el desafío de la cruda calle, desnuda de pronto, sorprendente, dolorosa, si anduvimos demasiado tiempo haciéndonos de la vista gorda: es la luz sobre la sombra, que siempre pudimos encender, por la que alguien ha venido por fin a preguntarnos.
Comienza Cabot Wright es un buen ejemplo de todas estas cualidades.
La salida más fácil para salir del paso en defensa de ideas aventuradas, carentes de sustento a propósito de un tema complejo, es apelar a la supuesta inexistencia de acuerdo sobre definiciones al respecto, inclusive a su imposibilidad, relativizarlo todo.
El afán de hacer pasar por válidas posiciones improvisadas nos ha conducido a situaciones cuanto menos curiosas, no obstante, muy aprovechables para quienes saben de qué forma se orientan tanto el consumo de productos como el de servicios, quienes además saben lo fácil que es intervenir en favor de la industrialización de diversas actividades a través de la educación y los medios de comunicación. El arte es, quizá, el mejor ejemplo posible: un gran negocio.