Es verdad que, cada cierto tiempo, la obra de James Purdy es reivindicada, pero también que a continuación y casi de inmediato, se la echa de vuelta al olvido. Esto se debe quizá a que su carácter, la visión que refleja en ella, obliga al lector –como ante una gresca inevitable– a tomar partido, cuestionando su época, cualquiera sea esta, pero más todavía a sí mismo, cualquiera sea su edad y experiencia.
Certeros puñetazos, más que empujones o tirones de la camisa: el lenguaje de Purdy, áspero, denso, es enormemente efectivo; conecta y sacude de inmediato lo más delicado, esa fragilidad tras el punto que, además, pareciese elegir con especial malicia. Asesta, en permanente movimiento, frases y oraciones; de ello que, en lugar de un matón agresivo, nos veamos ante un ligero púgil, de gran maña y sangre fría.
Su obra representa el desafío de la cruda calle, desnuda de pronto, sorprendente, dolorosa, si anduvimos demasiado tiempo haciéndonos de la vista gorda: es la luz sobre la sombra, que siempre pudimos encender, por la que alguien ha venido por fin a preguntarnos.
Comienza Cabot Wright es un buen ejemplo de todas estas cualidades.
La salida más fácil para salir del paso en defensa de ideas aventuradas, carentes de sustento a propósito de un tema complejo, es apelar a la supuesta inexistencia de acuerdo sobre definiciones al respecto, inclusive a su imposibilidad, relativizarlo todo.
El afán de hacer pasar por válidas posiciones improvisadas nos ha conducido a situaciones cuanto menos curiosas, no obstante, muy aprovechables para quienes saben de qué forma se orientan tanto el consumo de productos como el de servicios, quienes además saben lo fácil que es intervenir en favor de la industrialización de diversas actividades a través de la educación y los medios de comunicación. El arte es, quizá, el mejor ejemplo posible: un gran negocio.
Hacer crítica implica ofrecer el sistema de ideas que justifica el juicio propio a nueva crítica. ¿Qué espacio requiere esta forma de comunicación? ¿Qué tiempo, también? Hacer crítica implica necesariamente la exposición del sistema de ideas del que surge el juicio de valor que se enuncia, finalmente, respecto del objeto de crítica; por lo tanto, el asunto de la extensión de la crítica es sin duda importante, sobre todo en relación al que se le ofrece, digamos, en medios. Sea que se desarrolla en una situación comunicativa con personas en vivo, en un texto escrito, sonoro o audiovisual, la crítica requiere –permítaseme la figura–, merced de su profundidad, de mucho más espacio/tiempo que un simple comentario o una reseña; ninguno de estos requiere más que la exposición de una causa inmediata, apenas razonable y cuya validez se ofrece, en el mejor de los casos, como materia de discusión sólo al margen.
La misma Joni Mitchell declaró, en su momento: Siempre he pensado en mí misma como una pintora desviada por las circunstancias…
A propósito, caben ciertas notas: ¿cuánto se desvió en realidad, de la realidad? ¿Es posible que la propuesta original de un artista de su talla, pueda extraviarse significativamente al paso de una a otra forma de expresión, siendo el caso que domina ambas –salvando, desde luego, las distancias entre una y otra– con probada solvencia?
¿En qué medida una misma forma de sensibilidad específica, principal, al caso, la visual, pervive nítidamente por una u otra vía?
Joni comentó también, en otra ocasión, que un admirador le dijo pintas imágenes en mi cabeza, lo que para ella significó un elogio especialmente significativo.
Ideal en lugar de realidad. El cambio, drástico, impregna el pensamiento de la masa. Es común, ya, que la comunicación en redes sociales se dé precisamente en estos términos. Anda muy en boga el verbo visualizar, que significa imaginar, hacer imagen, generar rasgos para una realidad que no está efectivamente ante uno. Ver un ideal. Antes, en medios como YouTube, se hablaba aún de vistas, ya no, ahora son supuestas visualizaciones. Más que un mero error, se trata de un trocamiento intencional.
Es importante saber visualizar, toda planificación se lleva a cabo por medio de esta operación. Pero muchos han llegado por preferirla al punto de obviar la vista en cuanto observación objetiva que, por cierto, nos obliga a asumir cuanto de contrario al ideal tiene lo que vemos. Millones de personas desconfían, de hecho, de lo que efectivamente tienen ante sí, de la realidad material, trituradora de ideales. Así, hoy, abundan ciegos o visionarios, pero pocos ven de veras.
Sobran motivos válidos de reclamo al actual gobierno. Razones de fuerza que requieren planteamientos de solución razonables y luego, por supuesto, acción coherente, en suma, una gestión responsable. ¿Qué tanto de esta razonabilidad vemos entre la confusión que cunde? ¿Qué se dice dotado de sentido y se presta de veras al diálogo y a la discusión?
De entre los partícipes en las marchas por calles y mítines en plazas, habría que suponer que, además de los dirigentes de cada agrupación, al menos los estudiantes universitarios tendrían que poder explicar qué persiguen, admitiendo que el grueso las masas que claman arengas nada más expresan su insatisfacción y rechazo a tal o cual medida concreta o incluso a una política, en tanto son capaces de identificarla, no más. Pero resulta que los representantes de las organizaciones en marcha insisten en el mismo rechazo, redundan en su carácter indeterminado, y, es más, fomentan en sus declaraciones una confusión mayor: tienen claro a quién detestan, pero no más que por un supuesto sostenido en indefiniciones; es decir, detectan por ejemplo corrupción o malos manejos, pero si no es en su flagrancia, apenas desde un espectro ideológico confuso, sin criterios claros y apelando a una colección de términos a cual más dudoso, todos los cuales asumen ciertos para todo mundo, cuando en realidad son incapaces de explicar que significan ni, mucho menos, cómo han de ser interpretados en determinados contextos ni cómo es que cabría operar en una administración estatal en pro de uno u otro con un mínimo grado de certeza.
Cunde la confusión. Abundan testimonios en los más diversos medios de comunicación de una u otra tendencia, así como en los más pretendidamente objetivos, suficientes para afirmar que, en general, grandes masas siguen sin más, corrientes de opinión, toman partido asimilando expresiones de un discurso cuyos términos y definiciones les son imposibles de definir, y otras tantas, pasan además a la acción. En este último caso, los integrantes de las masas son en su amplia mayoría incapaces de responder por sí mismos, razonablemente, a por qué hacen lo que hacen; eso sí, apelan de inmediato a emociones, a pena, amargura y bronca, aunque apelando a palabras como indignación, justicia, castigo y demás, para dar paso, como ya fue dicho, a un despliegue de lugares comunes en el fondo incomprensibles para ellos mismos. Hay también mucha gente que simplemente se pregunta adónde vamos, con ese plural mayestático que, dadas las circunstancias, redunda señalando su grado de extravío.
Hablar de políticas educativas en nuestro medio implica, al parecer, asumir la tara de su mayor o menor fracaso como justificante de otros múltiples males, poco más. No es un secreto que según distintas evaluaciones internacionales, nuestro país anda en la cola, como tampoco lo es que, con frecuencia creciente, asistimos a bochornosos espectáculos por parte de nuestras autoridades, que ponen sobre la mesa la cuestión de si completaron o no aceptablemente la primaria escolar... ellos y buena parte de los votantes. Ciertamente, el impacto de una gestión educativa deficiente es difícil de calibrar en cada ámbito del estado, a ello responde el brochazo gordo de la calificación de desastre. Sin embargo, poco o nada se dice públicamente respecto de cómo es que las políticas educativas, por ser precisamente tales, debieran atender siempre los intereses de un estado, tanto en relación con otros como más allá de éstos y, con frecuencia, contra otros tantos.
Quienes se enfrentan al arte se enfrentan a una ficción, pero a consciencia de la naturaleza del duelo. La ficción se presenta al lector, al oyente, al público en general, como tal: una representación parcial, producto del intelecto, de la aplicación de una serie de criterios y una interpretación de la realidad que la inspira. Cuando consta una advertencia de que tal o cual obra se basa en hechos reales, incluso cuando vemos que ésta refleja una porción de realidad de forma enormemente realística, debemos notar que, debido al lenguaje de la obra, a la técnica que emplea, resulta más claro aún que una reproducción completa de la realidad es imposible; ante nosotros luce una selección de elementos representados fielmente, lo que constituye de por sí una forma de planteamiento ficticio e implica una abstracción.
La guerra es una realidad, una de la que se dice mucho, de la que se habla fácilmente. Repudiable hoy para casi todo mundo, pinta de fenómeno injustificable, salvo cuando se supone legítima defensa; es decir, del lado de las víctimas, contra algún opresor, como reacción a la agresión inicial del otro, como continuación inevitable, nunca por iniciativa propia, en definitiva. Pero ¿es, acaso, tan simple la realidad?