Un supuesto pasado mejor: Sobre la nostalgia política y el actual negocio del primitivismo

Por Juan Pablo Torres Muñiz

En los últimos años, la nostalgia ha dejado de ser considerada solo una emoción estrictamente personal, cuanto más comunitaria, para convertirse en una herramienta estratégica de construcción de imaginarios políticos masivos. Movimientos de diversa índole —desde el nacionalismo conservador hasta los sectores identitarios de las izquierdas indefinidas— han incorporado discursos que exaltan un «pasado mejor», presentándolo como contrapeso a una modernidad percibida como deshumanizada, globalista o decadente. Este recurso no es casual ni espontáneo: responde a estrategias comunicativas diseñadas para activar identidades colectivas, generar vínculos emocionales profundos y legitimar agendas políticas bajo la apelación a lo «tradicional» o «auténtico», además de justificar programas de ajuste económico que, de otro modo, no serían acatados con tanta mansedumbre.

Partimos del concepto de la «comunicación reactiva» —es decir, aquella que se opone a los procesos de modernización cultural, tecnológica y social, sin ofrecer alternativas positivas, sino basándose en la crítica moral, el resentimiento y la idealización de épocas pasadas— para exponer la nostalgia política no solo como recurso retórico, sino como lo que es, a menudo, ahora: una técnica de gobernanza emocional que busca neutralizar el cambio y mantener la lealtad de ciertas audiencias mediante la evocación de un tiempo mítico donde todo funcionaba «mejor», en beneficio de la acumulación exclusiva de recursos económicos, especial, pero no únicamente en un sistema globalista.

 

[En principio…]

La nostalgia política no es una reminiscencia histórica objetiva, sino una construcción simbólica que selecciona y distorsiona elementos del pasado para proyectar una visión idealizada. Como señala Svetlana Boym (2001), existen dos tipos de nostalgia: la restitutiva, que busca reconstruir el pasado perdido, y la irónica, que lo recuerda con distancia crítica. En la arena política, predomina claramente la primera: se trata de una nostalgia restitutiva y reactiva, que pretende devolver al grupo una identidad supuestamente amenazada.

Así, expresiones como: «antes sí había valores», «era mejor cuando todo era más sencillo» y «ahora ya nada es como antes», aunque suenen inofensivas, operan como dispositivos de sentido que legitiman agendas de aparente restauración. La nostalgia actúa aquí como un antídoto emocional frente a la incertidumbre del presente y como un catalizador de movimientos que prometen recuperar una identidad o estructura social perdida.

 

[Nostalgia y movimiento político]

Por estos lares, como en la mayoría, impera aún la obsoleta partición entre «derechas» e «izquierdas».

Movimientos como el Partido Republicano en Estados Unidos, VOX en España, La Ligue du Nord en Italia, o el Bharatiya Janata Party en India, han utilizado con éxito la nostalgia como herramienta de propaganda. Sus discursos apelan a un orden moral, religioso o cultural supuestamente erosionado por el progresismo, la inmigración o la globalización.

Por ejemplo, en EE.UU., Donald Trump construyó gran parte de su campaña electoral en torno al lema «Make America Great Again» (MAGA). Este mensaje, según el Pew Research Center (2017), resonó especialmente en grupos demográficos blancos, rurales y con menor nivel educativo, que asociaban la «gran época» con tiempos de mayor estabilidad laboral, seguridad racial y jerarquía social tradicional.

De forma similar, VOX en España ha insistido en la idea de una España «perdida», dominada por una élite progresista y una administración descentralizada que habría debilitado la unidad nacional. Esta narrativa tiene una fuerte carga emocional y simbólica, orientada a movilizar votantes a través del dolor de lo perdido y la esperanza de recuperarlo.

Pero es que, si bien la nostalgia política suele asociarse mayormente a la derecha, el caso de las izquierdas indefinidas es algo más llamativo, especialmente entre aquellos que buscan revitalizar modelos económicos o sociales del siglo XX, cuando no ensalzar una supuesta sabiduría ancestral nativa universal y otras ficciones maniqueas. Por ejemplo, movimientos que exaltan el Estado benefactor de los años 60 y 70, o que defienden una visión idealizada de comunidades autogestionarias o luchas obreras previas a la globalización. Ya ni qué decir de las utopías comunistas y el ideal identitario de «una sola humanidad plena de libertad, fraternidad e igualdad…»

¿Casos representativos, aparte las fantasías de colectivismo nativo? El chavismo en Venezuela, que durante sus primeras fases utilizó imágenes del líder carismático Hugo Chávez junto a referencias a un modelo económico estatista y antiimperialista como solución a la crisis de los años 90. De forma parecida, algunos sectores de las izquierdas «latinoamericanas» han reivindicado figuras como Fidel Castro o Salvador Allende como símbolos de una utopía interrumpida, ignorando o minimizando los costos humanos y autoritarios de sus regímenes.

 

[Mecanismos de construcción]

El mito del «pasado mejor» no surge espontáneamente. Se construye mediante técnicas precisas de comunicación, que incluyen:

  • Narrativas audiovisuales: Las plataformas de entretenimiento y redes sociales son terreno fértil para la difusión de estas ideas. Series como The Crown, documentales revisionistas o películas que glorifican períodos pasados ayudan a normalizar visiones nostálgicas. Incluso videos virales en TikTok o YouTube compilan imágenes de décadas pasadas con música emotiva, generando una sensación de pérdida compartida.
  • Memes y contenido digital afectivo: El uso de memes nostálgicos —por ejemplo, comparaciones entre «antes y ahora» de hábitos sociales, educación o familia— se ha convertido en una herramienta poderosa de propaganda política. Estos contenidos, generalmente breves y cargados de ironía o melancolía, son altamente compartibles y capaces de transmitir ideología sin necesidad de discurso explícito.
  • Algoritmos de personalización: Plataformas como Facebook o YouTube favorecen la repetición de contenidos que generan respuesta emocional intensa. Esto lleva a la creación de burbujas nostálgicas, donde los usuarios reciben constantemente información que refuerza su percepción de que el mundo está peor ahora que antes. Según un estudio de la Universidad de Oxford (2020), este fenómeno contribuye a la radicalización blanda de usuarios que consumen contenido histórico reinterpretado desde una óptica emocional y conspirativa.

La nostalgia política constituye una forma de inmovilismo emocional, parálisis de la capacidad crítica y transformadora de los ciudadanos, que opera en tres niveles:

– Deslegitimación del presente: se presenta el momento actual como caótico, decadente, corrupto.

– Idealización del pasado: se construye una versión ficticia de una época dorada que nunca existió tal cual.

– Promesa de restauración: se ofrece una solución simple —volver atrás— como respuesta a problemas complejos.

Este proceso niega la pluralidad del tiempo y la historia, reduce la política a una dicotomía entre bueno-malo o antes-ahora, y elimina la posibilidad de plantear futuros alternativos. En lugar de pensar en cómo mejorar el presente, se prioriza el retorno a un modelo simplificado del pasado. Puro idealismo como trampa demagógica: fetichización del pasado, que lo convierte en dogma.

 

[Occidente y Oriente]

Según el Pew Research Center (2019), el 58% de los estadounidenses mayores de 50 años cree que el país estaba mejor hace 50 años. En España, el CIS (2021) registró que el 47% de los votantes de VOX cree que «España perdió su esencia tras la entrada en la Unión Europea». En Hispanoamérica, encuestas de Latinobarómetro (2020) indican que el 63% de los adultos en Argentina, Brasil y México piensa que «las cosas eran mejores en los gobiernos anteriores».

¿Pasa lo mismo en Oriente? En China, el Partido Comunista utiliza frecuentemente una narrativa nostálgica que exalta el legado de Mao Zedong como base moral de la nación, pese a las críticas internacionales por los costos humanos de su régimen. Sin embargo, se trata de una potencia que no parece precisamente de ojos cerrados ni al presente ni mucho menos al futuro.

Mientras que la nostalgia conservadora se centra en recuperar un orden moral o social supuestamente perdido (como la familia tradicional, la nación homogénea o los valores religiosos), existe otra forma de nostalgia que, paradójicamente, se presenta como «progresista»: aquella que idealiza el nativismo, la sabiduría ancestral, el supuesto comunismo primitivo o incluso la tribalización como modelos alternativos a la modernidad capitalista y estatal. Esta visión, aunque se disfraza de crítica social y ambiental, termina reproduciendo una lógica reactiva y nostálgica que, lejos de liberar, mitifica el pasado para deslegitimar el tiempo actual, que requiere plena atención, aunque con un claro conocimiento histórico.

 

[Romanticismo tribal]

El término nativismo suele asociarse a movimientos de resistencia cultural frente a la expansión de la cultura occidental globalizada. Sin embargo, en ciertos círculos progresistas, ha adquirido una nueva dimensión: la de reivindicar como modelo superior las formas de vida anteriores a la conquista y virreinato español, colonización europea, presentándolas como más justas, sostenibles y comunitarias.

Este discurso tiene un fuerte arraigo en sectores de la así denominada «izquierda latinoamericana», donde figuras como Evo Morales en Bolivia o movimientos indigenistas en Ecuador han utilizado esta narrativa para legitimar políticas identitarias y descentralizadoras. Pero detrás de esta idealización hay un problema fundamental: confunde la Historia con la ficción nostálgica: memoria histórica, la llaman en su afán de pretendido rigor teórico.

 

[Tribalización Vs. Estado-nación]

Una consecuencia directa de esta visión es la deslegitimación del Estado-nación como forma de organización política. Algunos movimientos radicales, incluso dentro de corrientes ecologistas o anarquistas, promueven una mayor o menor tribalización como alternativa a la estructura estatal moderna, considerando que el poder debe descentralizarse hasta el nivel local, e incluso familiar. Algo absurdo, pues se ignora que muchas de estas comunidades tribales tenían sistemas de control autoritario, prácticas de exclusión étnica, rituales violentos y relaciones de sexo muy poco emancipadoras.

Karl Marx, en sus escritos etnológicos tardíos, se interesó por lo que llamaba «comunismo gentilicio», inspirado en las obras de Lewis Henry Morgan sobre las sociedades clánicas. Según Marx, en ciertas formaciones sociales precapitalistas existía una forma de propiedad colectiva y de organización sin clases que podría servir como base para una futura sociedad comunista. Sin embargo, este concepto fue reinterpretado durante el siglo XX por autores como Bloch o Althusser, convirtiéndose en una especie de mito fundacional de la izquierda radical: la idea de que alguna vez hubo un tiempo en que todos compartían, nadie dominaba y la naturaleza era sagrada. El Edén.

En la actualidad, esta idea resurge en discursos que defienden comunidades autónomas, territorios indígenas o cooperativas como modelos de futuro. Pero estas comunidades no son proyectos políticos emancipadores, sino reminiscencias culturales que carecen de proyecto histórico propio. Un alegre anacronismo.

Además, este discurso entra en contradicción con otros supuestos principios progresistas: al defender una visión estática del pasado, se niega la posibilidad de cambio social real. La nostalgia reactiva encubierta busca escapar del presente en lugar de transformarlo. Evasión adolescente.

 

[Sabiduría Vs. conocimiento]

Uno de los pilares del discurso nostálgico progresista es la idea de que los pueblos ancestrales poseían una sabiduría ecológica, médica y espiritual superior a la nuestra. Este argumento se repite constantemente en conferencias, documentales y redes sociales, presentando a chamanes, curanderos y ancianos como portadores de verdades universales. Aunque es obvio que no toda tradición es sabiduría, y no toda práctica ancestral es científica, ni mucho menos.

Este discurso es muy bien aprovechado por empresas y gobiernos para construir imágenes de marca o legitimar políticas públicas. Por ejemplo, campañas publicitarias venden productos «inspirados en la medicina ancestral», mientras que regímenes autoritarios invocan «la cosmovisión de nuestros ancestros» para justificar decisiones arbitrarias.

Menuda paradoja: cuanto más se exalta la sabiduría ancestral, más se vacía de contenido y se convierte en mercancía simbólica dispuesta al globalismo.

 

[Tribalización afectiva]

Otra consecuencia de este discurso nostálgico es la crítica a la familia nuclear como institución burguesa y patriarcal, reemplazándola por modelos de crianza colectiva o vínculos afectivos horizontales basados en la comunidad tribal.

Este planteamiento, aunque puede ser válido en algunos pocos contextos, entraña en general enormes riesgos: ignora la diversidad de modelos familiares, reduce la complejidad de las relaciones humanas y, en muchos casos, reproduce dinámicas de control comunitario que limitan la libertad individual.

Cuando se prioriza el clan, la tribu o la comunidad sobre el individuo, se corre el riesgo de recrear estructuras de poder locales que replican la opresión que se pretendía combatir. En nombre de la «unidad ancestral», se reprime la disidencia, se castiga la autonomía y se legitima la intervención de líderes carismáticos sobre la vida privada de sus seguidores.

 

[Echarse abajo al Estado]

Un aspecto clave de esta nostalgia progresista es la crítica al Estado-nación como instrumento del capitalismo global. Movimientos antiimperialistas y eco-socialistas han denunciado cómo los Estados actuales operan bajo los dictados del mercado internacional, ignorando las necesidades reales de sus poblaciones.

Pero es que criticar el Estado es bien distinto de querer destruirlo. Si bien hay que hacerlo lo más transparente posible, pretender eliminarlo o, peor, reemplazarlo por el feudalismo tecnológico, cual parece ser la intención de los mayores bloques económicos occidentales, sin ninguna otra alternativa funcional, equivale a abrir la puerta al caos y a nuevas formas de control informal.

Este fenómeno, como queda claro, excede, y por mucho, clasificaciones vetustas como izquierdas Vs. derecha. En efecto, buena parte de los sectores de la supuesta izquierda apoyan la desaparición de los Estados nacionales en nombre de una gobernanza global supranacional, sin considerar que esto puede llevar a una pérdida de soberanía y a una concentración aún mayor del poder en manos de élites globales.

 

[Estética de la pobreza]

Como aparente respuesta, más bien como contrapartida, incluso complemento de la oferta de un estilo de vida opulento, de consumo desenfrenado, la idealización de la pobreza ha venido ganando terreno en medios corporativos y espacios culturales vinculados a organizaciones globales. Se trata de una opción por demás redituable para quienes pretenden la acumulación de capital. La popularización de un estilo de vida deseable, incluso como modelo moral superior, una alternativa al consumismo desenfrenado, al capitalismo especulativo o al estilo de vida urbano-industrial, conlleva pronto a un alto grado de control pleno de la población, aunque parezca lo contrario.

Esta vertiente expresiva de la nostalgia política, materializados en ancestralismo y tribalismo, convierte lo que históricamente fue carencia material en símbolo de autenticidad, pureza ecológica y resistencia cultural. No propone soluciones racionales ni modelos transformadores, sino que se opone a la modernidad ofreciendo una visión nostálgica y emocional del pasado. No se trata solo de recuperar una identidad perdida, sino de mitificar la ausencia de propiedad privada, la precariedad económica y la vida comunitaria ancestral como valores intrínsecos. Todo ello, claro, en beneficio de quien de veras controla los recursos de mayor valor.

Así, opera una suerte de reconstrucción conceptual. De hecho, históricamente, la pobreza era entendida como una condición socioeconómica negativa, resultado de desigualdades estructurales, exclusiones laborales o crisis sistémicas. Sin embargo, al modo de Francisco de Asís, aunque más bien al margen del catolicismo escolástico, la pobreza viene siendo reinterpretada como una forma de vida virtuosa, incluso como actitud ética frente al abuso del planeta y la acumulación individualista.

Nada de casualidades. Medios de comunicación transnacionales, ONGs financiadas por fondos globales, plataformas digitales y marcas comerciales con agenda de soft power, construyen una narrativa en la que la vida rural, sin tecnología avanzada, es presentada como más «auténtica»; las comunidades indígenas, muchas veces marginadas y sin acceso a servicios básicos, son exaltadas como modelos de equilibrio natural; y el consumo minimalista, aunque puede ser una elección personal legítima, se transforma en mensaje político universalizable.

Bajo esta lógica, la vida humilde se convierte en antídoto emocional frente a la incertidumbre del presente. Pero no solo eso, se la dota de una carga simbólica moral que la eleva por encima de otras formas de vivir.

Grandes conglomerados mediáticos, como BBC, Netflix, Vice Media o National Geographic (financiados por los mismos viejos conocidos a los que nos venimos refiriendo aquí, como en otros ensayos), han producido documentales, series y reportajes que retratan comunidades en condiciones de extrema pobreza como si fueran espacios de sabiduría ancestral, conexión con la naturaleza y felicidad pura.

¿El resultado? Despolitización de la pobreza, reduciéndola a una elección estética. Eso, y la justificación de políticas de ajuste económico, dado que, si la pobreza es «vivible», entonces no hace falta invertir en infraestructura, empleo o redistribución.

 

[Pura contradicción]

Lo más preocupante de esta narrativa es que, mientras se ensalza la vida humilde, millones de personas viven en condiciones de pobreza real, sin acceso a agua potable, educación, salud ni empleo digno. La diferencia es que, para ellos, la pobreza no es una opción, sino una imposición estructural.

Cuando los medios y las corporaciones globalistas presentan la pobreza como virtud, se corre el riesgo de justificar el abandono estatal, de normalizar la precariedad y de vaciar de sentido la lucha por la justicia social.

Aunque el discurso público suele presentar la pobreza como algo superable mediante actitud positiva o conexión con la naturaleza, los datos verificados muestran algo muy distinto, la realidad:

– Según Naciones Unidas (2022), más de 700 millones de personas viven en condiciones de pobreza extrema, subsistiendo con menos de 2.15 dólares al día.

– El Banco Mundial (2021) indica que el 45% de la población iberoamericana vive en situación de pobreza moderada, sin acceso a servicios básicos ni oportunidades educativas.

– En África Subsahariana, más del 60% de la población carece de electricidad, y casi el 40% no tiene acceso a agua potable (UNICEF, 2023).

 

[Retraso y miseria]

La idealización del pasado, el primitivismo y, con éste, de la pobreza bajo la apariencia de vida sencilla, humilde o franciscana no es un fenómeno espontáneo. Es parte de una estrategia comunicativa diseñada para neutralizar el cambio social, promover modelos de vida reactivos y desviar la atención de las causas estructurales de la desigualdad.

Este fenómeno puede entenderse como una variante de la comunicación reactiva; es decir, aquel tipo de discurso que se opone a la modernidad cultural, tecnológica y social sin ofrecer alternativas racionales o viables, sino basándose en la idealización emocional de épocas pasadas.

La verdadera justicia social no pasa por glorificar ni el pasado ni mucho menos la pobreza, sino por garantizar que, en lo posible, nadie tenga que revivir o experimentar por primera vez tragedias atroces.

 

 

Referencias bibliográficas

– Banco Mundial. (2021). Indicadores de desarrollo mundial.

– Boym, S. (2001). The Future of Nostalgia. Basic Books.

– Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). (2021). Barómetro Político.

– Latinobarómetro. (2020). Informe Anual.

– Marx, K. (1882). Extracts from the Notes of Lewis H. Morgan.

– Naciones Unidas. (2022). Informe sobre pobreza global.

– Oxford Internet Institute. (2020). Digital News Report.

– Pew Research Center. (2017). The Politics of American Identity.

– Pew Research Center. (2019). Percepción de la pobreza en América Latina.

– Théberge, P., Devine, K., & Rodríguez, E. (Eds.). (2019). Living the MIDI Life: Digital Media and the Transformation of Musical Practice. Oxford University Press.

– University of Oxford. Reuters Institute. (2020). Digital News Report.

– UNICEF. (2023). Acceso a agua y saneamiento en África.