Sonríe la luna: Notas en torno a la incertidumbre

Por Juan Pablo Torres Muñiz

Afuera, el cielo gris parece anclado — en hora incierta, como si las copas de los árboles, un rebaño que se extiende hasta los bordes del parque, corrieran al sudeste, peinadas por el viento.

Adentro, el perfume del desinfectante asciende suavemente, acorde a la cantidad mezclada con agua, un poco, apenas. Al borde del lavabo de la cocina, la franela usada. En el salón, las estatuillas brillan como no, desde hace tiempo, tanto en la mesilla como en los anaqueles, hasta lo alto; el piso, ni se diga: se puede ver reflejada en él la estantería mayor, repleta de libros (a salvo de toda humedad, desempolvados, apenas).

De fondo, canciones de una lista en orden aleatorio, entre las que se cuelan algunas sugerencias de la plataforma, a partir del curioso gusto de quien limpia, siempre disconforme con el dictado de los algoritmos, dada su función tendenciosa. Entonces, de repente, los primeros acordes de un tema famoso hace décadas. No lo escuchaba desde hacía mucho, y es que, en la vida de uno, más de treinta años superan la mitad.

Chirría, de repente, una alusión, de tan elocuente — gatillada fácilmente, imposible de olvidar: la magdalena de Proust. Pero esto es horas después, secas las lágrimas, como para tomarse menos en serio aún la referencia. Ni Proust ni nada más, de momento, que un niño — su imagen vívida, y la pregunta: ¿qué hiciste de él? ¿De qué forma pretendiste darle solución a su angustia, y qué has hecho de él hasta hoy? ¿Cómo fue posible que lo olvidaras… a él como ser, concentrado nada más en lo que debía de hacer — para sobrevivir a la incertidumbre? No cabía la exclusión. Y aunque fue lo mejor que pudiste entonces, ese fue otro tiempo, y merced de la edad —y la bondad de MiV.—, corresponde ahora algo distinto: el rescate, — una apertura nueva.

Suena la canción.

Una a una, las cuentas de mi rosario —

Serenidad.

 

Fueron, y son, todavía, buenas noticias.

Pero la rueda continúa su marcha. Surgen aquí y allá problemas producto de la desorganización de los empeñosos líderes a los que gusta hablar de liderazgo y se declaran continuamente decepcionados del resto, pobrecillos… Líos y más líos brotan como flores de pantano, exigentes de atención urgente cada cual, todo clamor, antes de marchitarse y heder infectando el entorno; — de modo que toca, más a menudo de lo habitual, aplicar eso de «lo fundamental por sobre lo urgente», procurando el mayor rango posible de acción simultánea, eso sí. Y con prudencia. Lo que vaya que cansa.

«Vida adulta», dicen. Pero quienes lo hacen buscan así quitar fuelle a situaciones que, sin embargo, no cabe reducir solamente a cuestión actitudinal, por más que, en efecto, todos debamos enfrentarnos a los tiempos como toca y no como quisiéramos. La expresión ha venido a disimular, como otras, el fiasco en el que nos hallamos metidos de aquí a los márgenes más remotos de la anglosfera, cortesía del idealismo imperante, la extrema subjetivización y la complacencia mercantil.

Merced de una distancia transparente, drenada, tanto de gruesas como de sutiles culpas, es posible abordar más efectivamente la realidad. Es de advertir, sin embargo, que ello implica, en principio, un primer contacto de notable crudeza.

 

 

Salen del edificio él y el practicante, necesitados de aire fresco, no sólo literalmente. El verdor circundante cumple ahora, ya no como disfraz, que lo fue a la entrada, sino como bálsamo, a la salida, casi un escape.

—Vaya trabajo… Si su producto no gozara de la demanda actual, sobre todo exterior, lo pasarían mucho peor.

—Qué desagradable…

—Pero, ahora sí, continúe, por favor: decía algo de la libertad.

—De la libertad como aplicación de la facultad de normar la propia vida. De acuerdo… Mientras uno puede decidir las normas que han de regir para sí mismo y su entorno es libre. Aceptar una normativa que permite justamente este ejercicio a unos y otros, en general, corresponde también a un buen margen de ella.

—Así que cuando uno mismo no puede normar su vida, sino que debe acatar normas ajenas, deja de ser libre.

—Efectivamente. La situación es crítica cuando ni siquiera impera para uno la menor razonabilidad, cuando los actos no derivan en consecuencias lógicas, cuando depende del capricho de quien se le impone (a menudo, desesperado por hacer valer su autoridad).

—Por eso decía que el malestar en el trabajo proviene, en gran medida, de la pérdida de libertad para desempeñarse en él.

—Así es. Todo puesto de trabajo ha de contar con un determinado grado de autonomía. Quien ocupa un puesto debe contar con la libertad de decisión, y consecuente acción, suficientes para conseguir los objetivos que le corresponden. Y, dado que los puestos son diseñados como parte de una organización, exigen cada uno un perfil específico; no pueden ser ocupados de buenas a primeras por quien tiene ganas de hacerlo, quien «se siente comprometido» con la empresa o, peor, ama trabajar. Una vez seleccionada la persona para el puesto, se debe confiar, entre otras cosas, como mínimo, en que pueda gestionar sus emociones por sí mismo (por supuesto, dentro de un marco de garantías del ambiente, razonable). Lo que cunde hoy, más que nunca, es harto diferente: Fijarse directamente en los individuos, inmiscuirse en su vida afectiva y dizque trabajar en su gestión emocional, animarlos, motivarlos a través de terapias de grupo e individuales, no sólo es de por sí contraproducente, sino en extremo irrespetuoso. Se exige de mucha gente una «actitud positiva», como la llaman, o peor, un alto grado de «compromiso» con la empresa, como si fuera todo asunto de sentimientos. De esa manera se obvian los conocimientos previos del trabajador, tal como se deja de lado, también, lo que habría que enseñarle para que desarrolle bien su trabajo en el equipo del que pasa a formar parte. Sin embargo, lo más grave es que de esta manera, convirtiendo todo en rollo de sensibilidades —más bien, susceptibilidades—, se estropea por completo la comunicación al interior del equipo, tanto en el plano horizontal como, sobre todo, vertical: Nadie puede abordar problemas de responsabilidad, pues ahora se trata, más bien, de líos de culpas; es imposible abordar conflictos de funciones, en general, y de labores, en particular, dado que de uno u otro modo se acaba juzgando a las personas concretas, reduciendo su enorme complejidad a las coordenadas que pone de manifiesto la rutina, entre el tedio y las urgencias: los nervios a la intemperie, y muy poco de las sonrisas que supuestamente se buscan.

—Maltrato…

—E incurren en él, sobre todo, quienes accedieron a puestos de dirección sin que se constatara su capacidad ad hoc y que, por tanto, tienden a considerar que sus cualidades individuales, al margen de las específicas para conducir equipos y desarrollar procesos complejos, les bastan. Por eso brotan tan pronto actitudes adolescentes, en los más jóvenes, así como otras, paternales y maternales, más bien de abuelitos, en los mayores, en todo caso, manifestaciones de expresa arbitrariedad. De esa forma se imponen estilos, no como cabe, en el plano de la libertad que otorga un puesto de mando, sino relativizando la de los demás. Es tan común ver a directores que, o «se lavan las manos» o creen que deben hacerlo todo por sí mismos, en lugar de sus subalternos, por lo que los recriminan sin parar.

—Recuerdo que dijo, en otra asesoría, que la desmedida importancia que le daban a su trabajo, no sólo ciertos directivos, sino también el grueso de empleados, acababa estropeando la dinámica laboral, además de sus vidas.

—Es que, si alguien cree que su vida consiste sólo en trabajar, que vive para ello, y no que su trabajo constituye apenas un medio, aunque importante, para ganar dinero con el cual poder vivir; si se cree la cantinela de que, si le apasiona su trabajo, vivirá contento con él y será feliz (ignorando que toda pasión, por definición, hace presa de uno, y no dura más que lo que el pozo de su ingenuidad en secarse); si se cree eso, o asume que es mejor vivir sepultado de trabajo todo el día, nada más que para mantenerse ocupado, evitando pensar por sí mismo, entonces no puede ser sino miserable.

—Hay quienes disfrutan de lo que hacen…

—Desde luego, pero la confusión al respecto es fácil de despejar. Desde el momento en que uno hace algo, no ya por lo que significa la obra, sino por los beneficios que trae consigo, ha empezado a trabajar. Curiosamente, a partir de entonces tratará de hacer para sí más de lo primero, sin dinero por horizonte, mas con el respaldo de lo ganado con el resto de su producción. Queda claro, en todo caso, que no son una y la misma cosa.

—Entonces, quien se esmera en su trabajo y procura para sí algún disfrute inmediato en él, si le encuentra la gracia…, entonces, actúa inteligentemente.

—Claro…

—Quienes gustan de mandar…

—No tendría por qué extrañar a nadie que quienes ejercen mal su dirección, lo hacen porque no saben en concreto adónde ir con su equipo, ni mucho menos cómo hacerlo marchar; no tienen idea de qué es la gestión estratégica, para empezar, y asumen que, acaso, cuentan con alguna suerte de práctica vital… En realidad, sueñan despiertos con un ideal de prosperidad para todo el mundo, aunque consigo mismos como «humildes» protagonistas; pretenden contagiar su visión y mostrarse como ejemplos de pasión por ella, pregonando además que debiera apasionar a todos, pero, como es lógico, acaban renegando de que esto no baste, de que los demás no actúen como ellos… Si, además, cual suele ser el caso, carecen de la capacidad de proyectarse a futuro con objetivos claros ni pueden determinar metas precisas y, luego de ello, establecer las etapas a cumplir para lograrlas (un buen plan), por medio de una organización apropiada, con la ejecución de acciones concretas, en evaluación permanente; en suma, si no saben del ciclo de gestión, se convencen a sí mismos de que basta con prestar mucha, pero que mucha atención a cada detalle inmediato, fiscalizando paso a paso lo que hacen los demás, prestos a exhibirse implacables al menor fallo: dizque, perfeccionistas; en realidad, sólo cortos de miras y de entendederas, ansiosos porque cada paso salga, no como debiera ser conforme un plan, sino, dado que se tienen a sí mismos como modelos, a su gusto.

—Esta empresa se las trae, eh… Son profesionales, por lo menos formalmente, pero se los ve atrapados en enredos que parecen de escuela.

—Es así. Atruenan acusaciones y burlas. Efectivamente, la estadística es elocuente y demuestra que a quienes se suele llamar millenials les hacen falta capacidades que, por fuerza, desarrollaron sus padres, pero no por ello es posible obviar que se enfrentan a un escenario pervertido con anterioridad. Sus padres se resisten a abandonar su romántica idea de un mundo mejor al estilo de las canciones de Lennon. Porque son ellos, los llamados boomers quienes, con la misma frecuencia que hablan de trabajo duro y ahorro, claman que abunda el talento y que basta desear con fuerza algo para que se haga realidad; de ellos surgió esa idea, no de sus hijos. De hecho, fíjate en que son mayores quienes manejan la próspera industria que gestiona la adolescentización. Y ahora resulta que no pueden detener lo que iniciaron…, y muchos, claro, no quieren.

—Doctor, ¿recuerda la vez que fuimos a N y, cuando, tras la primera reunión, se hizo evidente que la jefa de personal, una señora de unos sesenta, tenía problemas de control de ira, nos contó aparte eso que llamó «su trauma»?

—Sí. Atroz… ¿Qué clase de gente expone algo así de buenas a primeras, un maltrato que sufrió de niña como primer recurso apenas resulta obvio que carece de las características necesarias para el puesto que ejerce, una excusa inmediata, fácil, y para colmo, con tintes de rebeldía justificada, de bronca por la condena con la que, pobrecilla, dice lidiar desde pequeña?

—La misma clase de gente que tenía a todos justificándose ante ella con historias similares. Recuerdo que el rumor entre los suyos no paraba, todo era dicen que dicen que dijeron y quizá digan… El primero en quejarse ganaba, la otra parte ni siquiera era escuchada… La señora reaccionaba de inmediato clamando la falta de decencia ajena.

—Tan concentrados andaban allí como aquí en actitudes, dimes, diretes y supuestas fidelidades. Todo tienden a suponerlo y arman una auténtica feria de falsas agudezas, puro invento y mala leche pintados de perspicacia. Drama.

—Entiendo que, si no tienen una vida de veras qué vivir, por decirlo de algún modo, conviertan su trabajo en su todo y, puesto que ahí impera la subjetividad y el idealismo, acaben de veras implicados hasta el tuétano.

—Se les hace dudar sistemáticamente de su capacidad de trabajo. Se les niegan criterios razonables en relación a su función. Su labor se encuentra sometida a un grado de incertidumbre bastante mayor del que cabría esperar con una organización elemental; dependen del ánimo con que andan uno y otro de sus jefes, para colmo, enfrentados entre sí. Se les ha sido dicho abiertamente que lo que más se valora de ellos es su «buena disposición» y, dizque, la calidad de su trabajo, pero para que éste sea considerado bueno debe encajar con la imaginación del superior, que además calla y prodiga muecas de escepticismo, mientras anda atentísimo a todo chisme y raje, jugando a anticipárseles.

—Todo, dice, es entonces como una puesta en escena.

—Hipocresía. Sistemáticamente desarrollada. Y, dado que no hay afirmación alguna que los lleve hacia adelante, manda entre ellos la prohibición e impera, en consecuencia, el miedo. «Cuanto digan, hagan, digan que han dicho y parezca que han hecho podrá y será efectivamente usado en su contra.»

—¿Qué haremos por ellos?

—Nada. No volveremos. Hemos cumplido con advertirles de la situación. Hay, felizmente, otros sitios con personas responsables, no culpabilizadores ni soplones ni reveceros.

 

 

Sonrisa

Ha pasado ya la hora de dormir.

Creí que acaso no podría recordarlo,

Pero heme aquí, contigo —

de cara a la luz, de vuelta del olvido.

 

Al abrigo del manto secreto de la luna

bajo su sonrisa, cuando

me era imposible reconocer, aún,

la señal aparentemente fría

de lo perecedero.

 

Y gracias.

Que ahora al cerrar los ojos,

Sonríe todavía, acaso del envés

que se me ofrece (en ti) —

más, mucho más que

como un simple recuerdo.