Silencios: Sobre «Las solidaridades misteriosas», novela de Pascal Quignard
Por Juan Pablo Torres Muñiz
La vida, en su despliegue más íntimo, excede por mucho un hecho biológico y cualquier secuencia de acontecimientos institucionalizados; es, en gran medida, un tejido complejo de afectos, recuerdos, ausencias y anhelos que trascienden lo funcional. El hombre se constituye como persona a través de su inserción en sistemas simbólicos, normativos y críticos que van más allá de la subjetividad inmediata: la familia, el lenguaje, la ley, el arte, la memoria; sin embargo, Pascal Quignard, en Solidaridades misteriosas, explora precisamente los bordes de esa institucionalidad, esos intersticios donde el individuo se desliga del orden establecido para confrontarse con lo que permanece indecible, irreductible a categorías. La novela no niega la institucionalidad —al contrario, la presupone—, pero muestra cómo desde ella emergen grietas por donde irrumpe lo que las estructuras racionales apenas pueden contener: el cuerpo que envejece, el deseo que persiste sin objeto, la memoria que se desvanece, el afán de trascendencia que no encuentra nombre. Es en ese margen donde nace la obra literaria, no como reflejo del orden, sino como cuestionamiento silencioso de sus límites.
El texto narra la transformación de Claire, quien a los cuarenta y seis años abandona su vida itinerante como traductora en ciudades como Shanghái, Estocolmo y Londres, vendiendo su casa en Versalles para retirarse a Bretaña. Allí adopta una existencia minimalista, sin libros, discos ni periódicos, dedicada a caminar y estar en contacto con la naturaleza. También evoca encuentros emotivos, como el silencioso abrazo entre Claire y Simon, y reflexiones sobre lo misterioso, la oración y la conexión con lo natural, representada en la hermana de Paul, que parece dialogar con las olas del mar. Las imágenes no aspiran a ser representativas; son señales de una existencia que se desliza sin dejar rastro claro. La narración no organiza, no integra, no consuela. Se limita a constatar. Cada párrafo es una unidad autónoma, un estrato de experiencia depositado sin jerarquía, como si la memoria no fuera un archivo ordenado, sino un campo de resonancias dispersas.
Narrativamente, la obra se construye como una constelación de momentos fragmentarios, sin una línea causal estricta ni un protagonista único definido. Se acumulan escenas, impresiones, evocaciones, que se articulan por resonancia emocional más que por coherencia cronológica. El tiempo se repliega sobre sí mismo, se superpone, se confunde. Los recuerdos de Claire, su pasado como traductora itinerante, sus relaciones fugaces, sus lecturas, sus caminatas solitarias, se entrelazan con imágenes del presente en Bretaña, con apariciones breves de otros personajes —Simon, Paul, su hermana— que irrumpen como figuras de un sueño compartido. Esta estructura, lejos de ser caótica, brilla rigurosamente calculada: imita el funcionamiento de la memoria afectiva, donde lo significativo no es lo que ocurrió, sino lo que persiste. La narración fluye como un estado de conciencia dilatado, donde los detalles mínimos —una ola, un gesto, un olor— adquieren densidad. Cada episodio funciona como una célula autónoma que, al mismo tiempo, contribuye a una atmósfera general de melancolía, de despedida sostenida.
Los personajes no son construidos según la lógica psicológica del realismo decimonónico, sino como presencias que encarnan estados del espíritu o modos de relación con el mundo. Claire es la figura central como encarnación de una radical decisión de retirada: vende su casa, abandona su profesión, renuncia a los objetos culturales que definen la identidad moderna —libros, música, prensa— para entregarse a una existencia casi monástica junto al mar. Ella busca una forma de ser y estar en el mundo que no dependa de la acumulación ni del reconocimiento. Simon, por su parte, aparece como su contraparte masculina: también vive en la periferia, en un retiro voluntario, y su encuentro con Claire culmina en un abrazo prolongado que supera lo erótico y meramente sentimental…, es casi litúrgico, un acto de comunión. Estos personajes no evolucionan en el sentido clásico; no cambian, no aprenden lecciones, no resuelven conflictos. Su desarrollo consiste más bien en una intensificación de su modo de ser, en una progresiva depuración de lo accesorio hasta alcanzar una especie de transparencia existencial.
Quignard pone en cuestión, desde el interior de la ficción, entre otros temas, al amor, aquí, una suerte de afecto residual, una huella que persiste después de que han desaparecido los supuestos motivos para amar. La sexualidad, lejos de ser un impulso vital o una forma de conexión, aparece como una energía difusa, dispersa, que ya no encuentra canalización, pero que no por ello deja de palpitar. La lealtad y la fidelidad resultan ajenos a la duración de una relación; miden su altura por la profundidad del silencio compartido, por la capacidad de sostener una mirada sin exigir nada. La familia, entendida como unidad institucional básica, se desdibuja: no hay hijos, no hay vínculos de sangre fuertes, no hay herencias materiales; lo que queda es una solidaridad elegida, frágil, casi imperceptible, basada en la comprensión mutua de la soledad. El hogar, en lugar de ser un espacio de seguridad y pertenencia, se convierte en algo que se abandona, y lo verdaderamente habitable resulta ser el exterior, la costa, el viento, el camino. La vocación, tan celebrada en otras literaturas, aquí se presenta como algo que se deja atrás, como una máscara que ya no sirve. Lo que importa no es cumplir un destino, sino despojarse de él.
Pero el cuestionamiento más profundo que realiza Quignard es hacia la propia institucionalidad del pensamiento occidental: la necesidad de dar sentido, de narrar, de justificar. Claire no lee, no escribe, no interpreta; simplemente está… y, así, es. Y en esa negativa a significar, se abre un espacio ético y estético radical. No se trata de un retorno a lo natural, como en el romanticismo, sino de una ascesis contemporánea, una forma de resistencia pasiva frente a la tiranía de la productividad, del conocimiento, del entretenimiento. Aquí, el ser humano se constituye en instituciones, sí, pero también puede, en un acto de lucidez suprema, retirarse de ellas, aunque siempre, para fundar otras nuevas, prácticamente prisionero de sí. Claire las atraviesa, las consume en su experiencia y luego las abandona. Pero su libertad, que no es rebeldía, sino consecuencia de una madurez que ya no necesita afirmarse, vuelve al universo de la experiencia… que se nos comunica —en atronadora paradoja— por medio de la novela.
El lenguaje de Quignard es uno de los elementos más notables de la obra: una prosa tersa, precisa, que evita cualquier ornamento gratuito, pero que, al mismo tiempo, vibra con una potencia poética contenida. Cada frase, pulida hasta alcanzar la mayor transparencia. Sin metáforas forzadas, ni descripciones excesivas, ni digresiones filosóficas explícitas; no obstante, cada palabra carga con una densidad simbólica que trasciende su función denotativa. El estilo no busca impresionar, sino revelar: una piedra en la playa, el sonido de las olas, se convierten en emblemas de una existencia desnuda. La oración larga, fluida, sin pausas abruptas, imita el ritmo de la respiración o del andar, y crea una cadencia hipnótica que arrastra al lector hacia un estado de contemplación. La ausencia de puntos fuertes, de clímax dramáticos, lejos de debilitar el texto, lo vuelve potentísimo: la tensión no está en lo que ocurre, sino en lo que se omite, en lo que queda suspendido.
Ni lectura fácil ni placentera en el sentido convencional. Más bien, una experiencia literaria que desafía las expectativas del lector. Y exige lentitud, atención, disposición a lo incómodo. Con una recompensa rara: más que la sola sensación de haber tocado algo, aunque no real, verdadero.
