Silencio: Sobre «El rey pálido», novela de David Foster Wallace

Por Juan Pablo Torres Muñiz

Son bastantes los autores cuyo nombre equivale al de una estrella de rock. Algunos de ellos, ciertamente, actúan como si lo fueran. A menudo, la consideración en la que se los tiene no se corresponde con la calidad de su obra, no por ello mala, ni mucho menos. Pero es que «genio» se dice muy fácil, tanto en uno como en otro caso, cuando en realidad han sido, son y serán muy pocas las figuras a las que calce debidamente el término. Entretanto, la labor crítica se ve especialmente dificultada por el ruido mediático. Y, si hablamos de un best-seller de perfil inusual que acaba muerto por mano propia, el problema es mayor.

No hay duda de que David Foster Wallace fue uno de los escritores más desasosegantes de su tiempo. Su obra no busca complacer ni seducir; más bien, interpela, desafía y exige al lector una participación activa en su interpretación. Sin embargo, lamentablemente, en los círculos literarios contemporáneos —especialmente en aquellos que orbitan en torno a lo que podríamos llamar la «intelectualidad» o, lo que es lo mismo, opinión sofisticada pero light»—, Wallace ha sido reducido a una especie de icono posmoderno, un símbolo estilizado de la complejidad narrativa, un objeto de culto para quienes buscan lucirse citando frases largas y retorcidas sin haber penetrado jamás en la sustancia de su pensamiento.

La figura de Wallace corre el riesgo de ser digerida por los nefastos estudios culturales y su academicismo superficial, que lo transforma en un autor de moda, en lugar de reconocerlo como lo que fue: un escritor ciertamente comprometido —para bien y para mal— con la cuestión ética, con la crítica institucional y con la exploración del aburrimiento como forma alterna de conciencia. No es casual que gran parte de esa recepción haya tenido lugar después de su muerte. En vida, Wallace incomodaba. Ahora, muerto, puede ser domesticado, exhibido, incluso canonizado —pero siempre con la condición de ignorar aquello que realmente lo hacía inquietante: su insistencia en la seriedad moral de la escritura.

La tendencia generalizada en nuestro tiempo es transformar a los verdaderos pensadores en figuras decorativas, en marcas identitarias. El caso de Foster Wallace ilustra perfectamente cómo una mente compleja y crítica puede terminar siendo utilizada como adorno cultural, como una especie de lujo intelectual, sin que nadie se atreva siquiera a enfrentarse con sus preguntas más radicales.

Y es precisamente en esta tensión en que El rey pálido, obra póstuma, figura como una pieza clave. Porque no solo es una novela inconclusa, sino también un texto que, por su propia naturaleza fragmentaria, permite múltiples lecturas, muchas de ellas superficiales. Pero si queremos hacer justicia a Wallace, debemos resistirnos a ese impulso simplificador. El rigor y la atención bastan para develar en cada capítulo una constante y bastante explícita voluntad de verdad que cobra especial fuerza, además, con el juego de confusión entre ficción y realidad.

El rey pálido transcurre mayormente en el Centro Regional de Examen (CRE) de la Agencia Tributaria de Estados Unidos en Peoria, Illinois, en 1985. Allí trabajan decenas de empleados públicos dedicados a revisar declaraciones de impuestos. La novela gira en torno a estos personajes anónimos, burocráticos, atrapados en una rutina aparentemente insufrible, pero que, paradójicamente, les ofrece un espacio para pensar, para existir fuera de las presiones sociales habituales.

Entre los personajes principales se encuentra Chris Fogle, un joven convertido al servicio público tras una adolescencia nihilista y hedonista; David Wallace, alter ego del autor, quien parece encarnar una voz reflexiva y melancólica; y diversos funcionarios cuyas historias interrumpen y entrelazan la narración principal.

A diferencia de La broma infinita, que posee una estructura laberíntica y cierta coherencia argumental, El rey pálido se presenta como un conjunto de fragmentos, de voces dispersas, de situaciones que parecen carecer de dirección narrativa. Esta falta de linealidad, nada casual, refleja el tema central del libro: el aburrimiento como experiencia radical, como umbral hacia una nueva forma de consciencia.

El título mismo, El rey pálido, evoca una figura ausente, poderosa e invisible, que rige el destino de todos los personajes sin manifestarse directamente. Podría interpretarse como una metáfora del sistema fiscal, de la institucionalidad atrofiada o incluso Dios. Lo cierto es que este rey no habla, no aparece, no actúa. Solo se deja sentir en la monotonía opresiva de los días, en la espera constante de algo que nunca llega.

 

[Formas de conocimiento]

Lejos de ser una simple emoción pasajera, el aburrimiento atraviesa la obra de Wallace como una suerte de estado ontológico, como condición humana última, vicio inherente a una forma de vida labrada para la complacencia en pro del mercado. En El rey pálido, el aburrimiento no es solo un efecto colateral del trabajo administrativo, sino una experiencia límite que obliga al sujeto a confrontarse consigo mismo.

Wallace sugiere que, en medio del tedio, cuando la distracción es imposible y el entretenimiento inaccesible, emerge una forma de claridad mental que la sociedad moderna se empeña en ocultar. En este sentido, el aburrimiento no es un vacío, sino una plenitud negativa, un espacio en el que la conciencia puede alcanzar niveles de introspección profunda. Nada nuevo si alzamos la vista fuera de la narrativa crítica, pero no así en su ámbito, y mucho menos en EE.UU.

Esta idea tiene una carga filosófica considerable. Aunque puede relacionarse con la tradición existencialista, con Kierkegaard y Heidegger, quienes también vieron en el aburrimiento una forma de acceso a la autenticidad, para Wallace el asunto radica en dar un paso más allá y declarar que el aburrimiento no solo revela quiénes somos, sino que nos sitúa frente a nuestra responsabilidad ética. Frente a la nada, dice Wallace, tenemos que elegir qué tipo de persona queremos ser, y ver, además, si es posible serlo.

Uno de los aspectos más interesantes de El rey pálido es la manera en que aborda la institucionalidad. A diferencia de otros autores contemporáneos que ven en la burocracia un mero aparato opresivo, Wallace reconoce en ella un terreno ambiguo, donde pueden surgir formas de heroísmo modesto, de sacrificio silencioso, de resistencia interior.

El trabajo en la Agencia Tributaria no es presentado como una cárcel, sino como un lugar donde se vive una forma peculiar de libertad: la libertad de prestar atención, de asumir responsabilidades, de encontrar significado en lo aparentemente insignificante. Es una crítica indirecta a la cultura del entretenimiento, que reduce la vida a espectáculo, y una defensa de la vida contemplativa entendida no como huida, sino como compromiso.

En este sentido, Wallace cuestiona las instituciones no desde una posición ideológica, sino desde una mirada moral. No se trata de destruir la institución, sino de redescubrir en ella la posibilidad de la atención plena, de la escucha auténtica, de la conexión humana. Y, claro, de la corrupción.

 

[Disidencia…]

Aunque no son explícitamente centrales, los temas del amor y la amistad están siempre en segundo plano. Se percibe en los diálogos, en los recuerdos de los personajes, en las tensiones no resueltas entre individuos que comparten el mismo espacio, pero no necesariamente el mismo lenguaje.

Wallace no idealiza estas relaciones, las muestra como espacios de fragilidad, de incomunicación, de intentos fallidos de conexión. Pero precisamente en esa dificultad, en esa imperfección, reside su valor ético. Amar, según Wallace, no es una emoción, sino un acto racional impulsado por los afectos mediante una firme decisión, un acto de atención sostenida hacia otro ser humano.

En un mundo dominado por la distracción y la superficialidad, el afecto se convierte en una práctica política, en una forma de resistencia contra la disolución del yo en la masa aborregada.

 

[La universidad…]

En varias partes de la novela, Wallace describe experiencias universitarias marcadas por el vacío conceptual, por la búsqueda de respuestas fáciles, por una pedagogía orientada más al éxito profesional que al desarrollo intelectual. Una suerte de demostración de que gran parte de casas de estudio existen para justificar el empleo de profesores y personal administrativo, y no para atender a gente que requiere aprender de veras y desarrollar competencias que les sirvan en el mundo real.

Esto no es extraño en un autor que, como él, vivió de cerca el mundo académico y lo encontró profundamente decepcionante. Para Wallace, la universidad no es ya un espacio de formación, sino de reproducción de roles sociales. Sus personajes suelen llegar a la edad adulta cargados de diplomas, pero vacíos de sentido. (De modo que, si alguien quiere destacar cómo David se adelantó a su tiempo, al menos lo suficiente para dejar bastante rezagados miles de informes actuales, he aquí…)

Pero en medio de esa crítica, también hay una llamada a repensar la educación, en general. Si el aburrimiento puede ser fuente de conocimiento, entonces se hace necesario recuperar, en cuanto es pertinente, una didáctica del silencio, de atención prolongada y lectura paciente.

 

[Personajes…]

En El rey pálido no hay héroes, villanos ni arcos narrativos convencionales. Más bien, una galería de figuras cuyo interés reside, más que en su desarrollo dramático, en la manera en que encarnan ciertas condiciones existenciales, éticas y espirituales. Todo ello, sin caer para nada en la representación acartonada.

Los personajes de la novela habitan un mundo aparentemente insufrible —el de la burocracia fiscal—, pero en medio de ese tedio, aparecen sus verdaderas caras, sus luchas internas, sus obsesiones y sus modos de resistencia. No son personajes interesantes por su acción, sino por su capacidad para enfrentarse con la nada cotidiana, con el vacío de sentido que la modernidad ha disfrazado de productividad y eficiencia.

Chris Fogle es probablemente el personaje más desarrollado de la novela. Su historia es paradigmática en varios sentidos. Comienza como un joven profundamente nihilista, adicto al entretenimiento y a las distracciones, cuya vida transcurre entre drogas, pornografía y una especie de desesperanza elegante. Es el típico caso de un «consumidor de sí mismo», alguien que vive sin proyectos, sin preguntas, sin rumbo.

Pero su transformación comienza cuando asiste a una charla informativa de la Agencia Tributaria. Allí escucha un discurso sobre la importancia del trabajo público, sobre la dignidad de servir al Estado, sobre la necesidad de asumir responsabilidad en un mundo que cada vez parece menos capaz de hacerlo. Esa experiencia le cambia la vida. Decide convertirse en funcionario, y aunque esto pueda parecer banal o incluso ridículo, en realidad representa una conversión moral radical: Fogle abandona el vacío narcisista del yo contemporáneo para sumergirse en la atención plena, en la dedicación paciente a algo que trasciende su propia existencia.

Fogle es, lejos de un héroe épico, más bien un mártir doméstico. Su heroísmo consiste en reconocer que el aburrimiento es el precio de la consciencia, y que la única forma de vivir decentemente es prestar atención a lo pequeño, a lo cotidiano, a lo que otros prefieren ignorar. Pero en él se manifiesta otra idea central: que la educación verdadera no es aquella que prepara para triunfar o ser feliz, esa terrible estafa, sino aquella que enseña a mirar, a escuchar, a asumir la carga de ser consciente, y que prepara para sobrevivir.

 

[Uno y el otro]

Es inevitable ver en el personaje llamado David Wallace una proyección autorreferencial de Foster Wallace. Aparece en varias partes del texto, normalmente como un observador reflexivo, alguien que parece llevar la voz crítica del libro. Pero no está claro si este personaje representa al autor tal cual, o si es una ficción dentro de la ficción, una máscara mediante la cual el escritor examina sus propias contradicciones. En todo caso, encarna el conflicto interno entre el deseo de significado y la tentación del cinismo. Tiene momentos de claridad, pero también de duda. Sus diálogos están llenos de ironía, pero no de la ligera que divierte, sino de la cargada de dolor. Es un hombre que acaso sabe mucho más de lo que quisiera, y que por eso mismo tiene dificultades para vivir.

Lo interesante es que este personaje no busca redimirse ni encontrar salvación. Más bien, se aferra a la honestidad intelectual como forma de resistencia contra la falsedad de los discursos oficiales. Su presencia en la novela es testimonial: nos recuerda que el pensamiento crítico no siempre salva, pero sí permite ver las cosas como son, y eso, en un mundo dominado por la mentira amable, ya entraña valor.

Shane Drinion, apodado «Señor Ex», es uno de los personajes más llamativos de la novela. Representa una forma extrema de atención plena. Se dice de él que es capaz de permanecer concentrado durante horas sin distraerse, que su rostro refleja una paz inalterable, que su presencia tranquiliza a los contribuyentes más hostiles. En efecto, no habla mucho, pero su comportamiento es elocuente. Encarna una ética del servicio que va más allá de lo profesional: es una vocación casi religiosa. Para los demás empleados, es una figura misteriosa, casi sobrenatural. Algunos lo ven como un santo laico, otros como un loco iluminado.

De modo que constituye una suerte de tentadora alternativa contracultural: la de quien encuentra sentido en lo que oficialmente carece de él. No necesita gritar su verdad; simplemente la vive. No necesita demostrar su valía; simplemente cumple su labor con una atención absoluta. En un mundo que confunde la productividad con la dignidad, Drinion es una paradoja: su valor no está en lo que produce, sino en cómo lo hace.

Sin embargo, como siempre con Wallace, la estampa lleva un sello peligroso: la del vacío de voluntad más allá de la mera supervivencia.

Por su parte, Sylvanshine es un personaje obsesionado con la muerte. Viaja constantemente en avión y vive atemorizado por la posibilidad de morir en un accidente. Tiene ataques de pánico, se imagina situaciones catastróficas, sufre de sudoración excesiva y temblores. Es, en muchos sentidos, un neurótico clásico.

Su mal surge de una conciencia aguda de la finitud, de la fragilidad de la vida, de la imposibilidad de controlar el destino. En tal sentido, Sylvanshine no es un simple personaje cómico, sino un ejemplo de cómo el conocimiento de la muerte puede paralizar o transformar. Su angustia, apartes patológica, es existencial, por lo que el autor lo presenta con cierta ternura. No se burla de él, sino que lo muestra como un ser humano vulnerable, atrapado en un sistema que no le ofrece respuestas, solo formularios y fechas de entrega. Y es que detrás de cada empleado público hay una historia personal, una lucha invisible, una batalla contra el vacío.

Finalmente, la novela contiene tres personajes llamados Frank: Frank Brown, Frank Friedwald y Frank DeChellis. Nada casual. Es una estrategia narrativa que subraya una idea fundamental: en la institución pervertida, los individuos tienden a perder su identidad particular. Son reemplazables, intercambiables, reducidos a funciones.

Estos Franks no tienen grandes diferencias entre sí. Todos trabajan en el Centro Regional de Examen, todos participan en las mismas rutinas, todos comparten las mismas preocupaciones. Su repetición sugiere una crítica implícita a la homogenización del sujeto bajo el régimen institucional. La individualidad se diluye en la masa. El nombre propio pierde su fuerza distintiva.

Aquí el cuestionamiento es directo: ¿Qué ocurre con la formación del carácter cuando la institución anula la diferencia? ¿Cómo se puede cultivar la identidad en un entorno que premia la adaptación y castiga la originalidad?

Uno de los fragmentos más impactantes de la novela describe a una mujer anciana cuyas manos son descritas como repulsivas, horribles, incluso monstruosas. Un personaje (probablemente Sylvanshine) evita mirarlas, pero no puede dejar de pensar en ellas. Las manos se convierten en un objeto de fobia, de repugnancia, de fascinación morbosa.

Se trata de una metáfora poderosa del cuerpo envejecido, del deterioro físico, de la decadencia que la sociedad moderna intenta ocultar. La anciana representa lo que todos llevamos dentro: el miedo a la decrepitud, a la pérdida de control, a la vulnerabilidad. Sus manos no son solo feas, son una imagen del futuro inevitable. Y un retorno a la más brutal consistencia material, a la vida de veras.

 

[La forma…]

Como era habitual en Wallace, el estilo de El rey pálido es denso, lleno de digresiones, notas al pie, observaciones laterales y juegos metaficcionales. Este estilo no es ornamental, sino funcional: busca replicar la experiencia misma del pensamiento en acción.

Hay momentos en los que el texto se detiene para ofrecer una explicación técnica sobre el sistema fiscal norteamericano, otras veces se pierde en consideraciones filosóficas sobre la atención o el aburrimiento. Todo, bien hilvanado y con una ironía sutil, que no desbarra en cinismo.

Cada párrafo aquí, luce claramente como medio para el ejercicio de la atención. El texto se resiste a avanzar, se detiene deliberadamente en lo que otros autores omitirían: el proceso de llenar un formulario, el gesto repetido de un empleado, el sonido de una máquina de café. Sí, un poco a la manera de Proust.

En un mundo acelerado, donde todo debe ser rápido y entretenido, el estilo de Wallace es una protesta silenciosa.

 

[Así que…]

La edición de Michael Pietsch, encargada de organizar los materiales inconclusos de Wallace, es un acto editorial arduo, más que de restauración, de reinterpretación. Pietsch no pretende dar una versión definitiva, sino ofrecer al lector un mapa posible de lo que podría haber sido. Y lo advierte desde el principio, lo que se agradece.

La atención prolongada, en este caso, ofrece mucho, de veras, para quien se aparte del ruido.