Seducción y desengaño: Sobre «Los Once», novela de Pierre Michon
Por Juan Pablo Torres Muñiz

Lejos de la propaganda o el adoctrinamiento, Michon transforma el relato histórico en una materia de ficción que deviene, por su particular discurso, una potencia cuestionadora. Al construir una narrativa en torno a un cuadro inexistente, el autor revela cómo la Historia misma es una institución susceptible de interpretación y manipulación, y cómo el arte, rigurosamente anclado en la razón y la dialéctica, puede desvelar las capas de idealismo que velan la realidad material. Este enfoque resuena con la concepción del arte como una institución crítica, nacida para cuestionar el mundo en su orden institucional y a sí misma.
Los Once de Pierre Michon es una novela que gira en torno a un cuadro ficcional del mismo nombre, el cual retrata a los once miembros del Comité de Salvación Pública en el año II de la Revolución Francesa. La obra explora la biografía imaginada de su autor, Francois-Élie Corentin, desde su infancia marcada por la ambición paterna y el amor materno, hasta el encargo crucial de la pintura. Michon entrelaza la historia personal del pintor con el contexto político del Terror, la historiografía de Michelet y una profunda reflexión sobre el arte, la creación y la naturaleza construida de la identidad y la historia, convirtiendo la ficción en una herramienta de crítica radical.
La estructura de Los Once adopta un formato fragmentado, recursivo y polifónico. Capas concéntricas, donde la historia del cuadro es el núcleo ficcional que se expande hacia la biografía del pintor (Corentin), la de sus padres y abuelos, el contexto histórico-político del Terror y, finalmente, la meta-narración de Michon mismo aludiendo a la interpretación histórica de Michelet. La novela emplea una voz narradora que se dirige directamente a un «caballero» (el lector), al caso, «intérprete activo».
Michon argumenta que la «verdad» histórica no es un monolito inmutable, sino una narrativa constantemente «formalizada» y «teatralizada» a través de distintas instituciones, ya sean la política, la historiografía o la crítica artística. La génesis del cuadro Los Once como un «comodín» político en el volátil contexto del Terror, desvela cómo las representaciones artísticas pueden ser herramientas de poder, diseñadas para validar o condenar según las circunstancias.
El entramado de escenas evocadas, recuerdos, digresiones y reflexiones que se entrelazan construye una imagen multidimensional en la que los «acontecimientos» son fragmentos biográficos de Corentin (su infancia en Combleux, la influencia de su padre escritor, la presencia de las mujeres en su vida), la descripción del encargo del cuadro por parte de figuras políticas del Terror (Bourdon, Proli, Collot), y la constante referencia a la figura de Michelet y su propia «novela» sobre el Terror.
Los personajes de Los Once son arquetipos que sirven a la exploración de conceptos e instituciones:
Francois-Élie Corentin es el protagonista. El fundador que opera a través de instituciones y, a la vez, un monstruo por su creencia en la «magia» de su voluntad creadora. Encarna la tensión entre el idealismo del artista y la materialidad de su oficio. La novela traza su evolución desde el paje rubio e insolente en las pinturas de Tiepolo, pasando por su niñez en Combleux, hasta el artista maduro.
Los integrantes del Comité de Salvación Pública son «once papas»; según el narrador, «autores de hechura lemosina, poderosas máquinas averiadas, viudos de la gloria literaria». Se les presenta con sus frustradas ambiciones intelectuales, lo que contrasta con la brutalidad de sus acciones políticas.
En cuanto a los familiares del pintor, Francois Corentin, el padre, es un ex-clérigo que se dedicó a las letras, representa el fracaso de una vocación idealizada que no se fundamenta en la capacidad real ni en un entendimiento materialista de la existencia. Suzanne (la madre) y la abuela, son las figuras femeninas que rodean al joven Corentin y representan el «amor voraz», la «dulzura», y la «esperanza», pero también el sufrimiento y la pasividad. Son el «imperio perdido» de la infancia del pintor.
Finalmente, tenemos a Michelet: El historiador francés. Es la encarnación del sujeto a posteriori, el gran novelista de la Historia, figura meta-crítica que permite a Michon reflexionar sobre la construcción de la narrativa histórica y la subjetividad del historiador.
Michon se aparta del lenguaje funcional para abrazar una prosa densa, barroca y profundamente poética, que demanda del lector un ejercicio esmerado de su inteligencia. Emplea un vocabulario extenso y preciso, con frases largas y complejas que se despliegan en múltiples subordinadas. Esto crea una textura rica y laberíntica que, con descripciones detalladas y sensoriales, sumergen al lector en el ambiente de la época. La sintaxis, aunque compleja, no es confusa, sino que articula con sumo rigor.
La novela está saturada de metáforas que operan a distintos niveles. Los personajes, los objetos y los paisajes adquieren un valor simbólico que trasciende su realidad literal. De las faldas de la madre y la abuela de Corentin, como una malla que lo envuelve y da coherencia, voluntad y certidumbre, tanto como también lo asfixian; al canal, que es emblema del deseo satisfecho y del dominio humano sobre la naturaleza, pero también el sustrato del sufrimiento y el trabajo.
Por si fuera poco, Michon crea, a través de la anáfora, la repetición y la cadencia de sus frases, un ritmo envolvente, enormemente eficaz, que permite apreciar mejor la aparición de nombres como los de Tiepolo, Veronés, David, Shakespeare, Rousseau, Sade, Michelet, Goya y Caravaggio, sin pretensiones, con enorme pertinencia.
A través de la forma, Michon desarticula la noción de una Historia objetiva y plantea la manipulación de los símbolos y los ideales de un modo descarnado, lejos de la mera denuncia y la elucubración amarga, no por ello menos acertada, de modo que la cantinela de Libertad, Igualdad, Fraternidad y sus figuras son expuestos del todo instrumentalizados y reducidos a «papeles teatrales» para el juego romántico del poder, del que pronto brotarían nuevos monstruos, y de cuyas cenizas se alzaría pronto un nuevo discurso de manipulación populista, hoy muy vigente.
El abordaje de la eminente materialidad de la obra de arte, con el artista como cristal refractante de la realidad institucional, el cuestionamiento de la identidad personal como forja cultural, y el afán de invisibilizar el sufrimiento tras grandes empresas idealistas, así como la enorme fragilidad del Estado, aparte la manipulación del lenguaje, entre otros temas, son abordados en esta obra, con terrible agudeza.
La vigencia y el valor de Los Once radica en su planteamiento contra la misma Historia de los adalides de la Modernidad, por su capacidad de obligarnos a mirar más allá de las apariencias y una narrativa complaciente que resuma, hoy, por detrás de las estampas de la torre Eiffel y los Campos Elíseos, como no ocurría desde hacía décadas, puro desencanto.