(Presos) personajes: Notas en torno a un conversatorio sobre Kafka y otros eventos

Por Juan Pablo Torres Muñiz

Me cuenta un viejo amigo, con la bronca muy presente, que en su escuela se celebrará un acto protocolar importante. La víspera, el director de la institución muestra su descontento por el modo en que discurrió el primer ensayo general, en el que, por primera vez, se desarrollaron en orden uno tras otro los actos planificados. Se retiró diciendo que prefería no ver lo que seguía, sin más. Al siguiente ensayo todo salió mejor. Tuvo que ver lo suyo, también, la ausencia del director; los encargados pudieron hacer pronto los ajustes necesarios para que el evento fluyera adecuadamente, y para prever, además, imprevistos.

Y sigue: Día de la ceremonia, el local, a tope. El director, especialmente tenso de tanto fingir contento ante las autoridades invitadas. Pero empieza la función y ocurre que el público reacciona emocionado. Notan el cuidado, la preparación. Acto primero. Segundo. Y sigue, todo, entre palmas. Los tropiezos, pocos, son pasados por alto, y luego, de nuevo, más aplausos. Felicitaciones, y ahora la sonrisa del director no es fingida, pero de tanto haber posado en la previa, le tiemblan los carretes, y luce hipócrita.

Veo las fotos que mi amigo me envía.

Sí, el tío ése luce como siempre: de cartón. Detrás, los demás en uniforme de gala, molidos. Y, entre ellos, cero sonrisas. El aliento se les va a la espera de que todo mundo se largue.

Viajamos MiV. y yo, con la caída de la tarde. Entonces, le cuento el cuento con aderezos. Sonríe y celebro. Luego, se duerme en mis brazos y para cuando llegamos a nuestro destino, de noche, su sonrisa es nueva, a juego con la luna.

Si todo fuera así…

 

 

Fui invitado a un conversatorio sobre la obra de Kafka, por el centésimo aniversario de su fallecimiento.

La cuestión, la de siempre:  ¿En qué consiste su vigencia? Planteada de otro modo: ¿Cómo se sugiere leer a Kafka hoy, acaso para un mejor aprovechamiento de su arte, vale decir, para servirse de su potencia cuestionadora?

Esbocé algunas notas, rápidamente, en mis cuadernos:

«La etiqueta que hace de Kafka una suerte de hermano mayor de Ana Frank…

» Kafka, como Philip Roth, calificado de antisemita.

» Kafka más allá del tópico psicoanalítico, sobre todo, ante el padre. Y, sin embargo, — Kafka y la opresión, de una parte, mientras, de otra, Kafka y — su propia represión.

» Kafka y la novela de situación — sin resolución. Sus novelas, afectadas, finalmente, por la hipertrofia argumental… Sus cuentos, más bien algunos de ellos, — como cuadros. Impresionismo —»

El día de la cita, nos reunimos, R., mi mejor amigo, lector agudo de veras, y J., invitado de la Embajada de República Checa, minutos antes de la hora programada. Coordinamos más o menos cómo discurriría el intercambio.

Todo en orden…

Tarde fría. De brillo engañoso.

Nos anunciaron.

Suelo aprovechar cada ocasión ante un público para esclarecer, durante mi participación, ciertos conceptos. Puesto en la necesidad de articular con la mayor claridad posible ideas fraguadas previamente, pero no precisamente dispuestas para compartirlas con un amplio espectro de oyentes o lectores, me esmero como creo que debe hacerse siempre, en toda situación comunicativa, incluso la más informal, en atención al contexto.

El resultado nunca me satisface. Pero a partir de él, me resulta cómodo escribir y, así, editar, digamos, lo que antes fuera sólo un texto oral, para plasmarlo en una versión más duradera. Lo fructifico, a costa de una favorable contextualización y, en consecuencia, de interpretaciones flexibles.

Kafka. Kafka y la rigidez.

 

 

La duda surgía, según dijo la estudiante, del hecho de que les era relativamente sencillo a ella y sus compañeros entenderse entre sí hablando como lo hacían; es más, afirmaba que no era muy distinto con adultos. Eso creía.

Una vez le tocó a su grupo plantear el primer proyecto, el yerro en que andaba se hizo evidentísimo. Aunque, en principio, su equipo afirmó a coro haber completado el plan y que se lo sabían todos, cuando le tocó a un integrante exponerlo, contradijo reiteradamente a los demás. Se dispararon, como petardos, las dudas: se interrumpieron unos a otros en el afán de, dizque, rectificarse. Cundió el caos. Hasta que algunos prefirieron callar, avergonzados, coléricos. Y expectantes, además, del resultado de la evaluación, seguro vaticinaban un desastre.

—Nada de eso, chicos. Calma… Es parte del proceso. Hay que construir experiencia…

Ya sosegados, se los invitó a atender un vídeo, listo y a la espera de ese momento.

En pantalla, la transcripción de las declaraciones del CEO de NVidia, compañía líder en el desarrollo de la llamada IA, respecto de qué es lo que los jóvenes necesitan aprender en cuanto a programación de sistemas, y que no, no es el famoso «lenguaje de programación», que de paso declaró prácticamente obsoleto.

Los muchachos escuchan y asienten serios…

Hace casi cuatro lustros, éramos apenas un puñado de profesores los que insistíamos en la importancia del estudio de la lógica, tanto desde la Lingüística como de las Matemáticas, como fundamento para operar en una realidad, a todo galope, digitalizada. Hicimos hincapié, cada quién en su frente: escuelas e institutos, del carácter decisivo de las operaciones intelectivas básicas y complejas, especialmente, la problematización, exploración y evaluación, con miras a la creciente automatización de procesos informáticos.

Procuramos que nuestros estudiantes practicaran lo más posible redacción de instrucciones precisas, en diversas situaciones, a menudo contradictorias. Dada la constante del cambio y la alteración permanente del contexto, las instrucciones para el desarrollo de uno u otro procedimiento deben, o contemplar un amplio rango de variables o anticipar la reconfiguración de la situación a partir de ciertas directrices previas, básicas.

Práctica y más práctica… En juego, una y otra regla gramática. A prueba, la sintaxis, sin descanso… Primero, con el habla… Corregir, corregir y corregir. Nada de atribuirle un sentido pleno a expresiones incompletas, ambiguas o confusas, nada de facilitarle las cosas a nadie.

—Como bien recordarán, en nuestra primera sesión, hablamos de que se aprende básicamente por necesidad. Contrapusimos este principio al dicho: “Nada se aprende sin conexión emocional”. Porque no es posible razonar sin emocionarse, ni emocionarse sin razonar. La sola mención de una emoción resulta de una serie de razonamientos, y todo juicio acarrea consigo una carga emocional determinada. Lo que marca la mentada conexión emocional es el temor por indefensión, el miedo al yerro y sus consecuencias, la frustración ante la clave esquiva, así como, por otro lado, la satisfacción del logro, la serenidad que brinda la autonomía, merced del conocimiento, y la alegría por la capacidad demostrada.

» Entonces, comparamos nuestro curso al reto de saltar desde un avión, sin más que un simple paracaídas, en un país de idioma desconocido para nosotros. Ello porque, en tal caso, urgidos, aprenderíamos a comunicarnos en la lengua del lugar rápidamente. Sería muy distinto en un medio en el que apenas se nos invitara a adoptar su lengua, pero aceptando, de todos modos, que usemos la nuestra a diario.

» Rigor, no estrechez de miras. Firmeza, no tosudez…

» Ahora se trata de lograr que los programas, dispuestos para un uso sencillo, funcionen conforme lo deseamos, que operen por sí mismos bajo la forma de nuevas aplicaciones, diseñadas por nosotros mismos. Ya lo escucharon del mismo Jen-Hsun Huang: El llamado “lenguaje de programación” surgió para desaparecer en determinado momento: Ahora. La programación debe hallarse, en teoría, al alcance de todo el mundo. En realidad, sólo quienes articulan adecuadamente sus ideas a través del lenguaje verbal o de las matemáticas, es decir, sólo quienes tienen la capacidad de denominar las cosas, los hechos y los sucesos de su entorno apropiadamente, y puedan operar con ellos por medio de términos precisos, configurarán el mundo… para los demás.

» Así, las cosas…, pero… hacia dónde…

» Hay que andarse con cuidado… La tentación acecha. Su brillo es engañoso, parece de joya, cuando es reflejo nada más del extravío entre eficiencia y eficacia.

» Si las instrucciones iniciales son asumidas más bien como verdades; si de algún modo se supone que la realidad ha de ajustarse a la racionalidad del sistema, y no al revés, entonces, la programación dará a luz, tanto situaciones absurdas como procedimientos enrevesados, complicaciones fruto de la tardía atención a determinadas circunstancias imprevistas, peor todavía si se las tiene, no como lo que son: variables reales y verdaderas, sino como fallas ante la supuesta perfección del sistema. En otras palabras, si incurrimos en teoreticismo, si asignamos el valor de verdad científica al proceso formal de la construcción de conceptos, entonces desembocaremos en un atronador absurdo, en un caos endemoniado. Una situación… kafkiana…»

 

 

El sol rueda , floja su corona, tras la iglesia y las casonas de sillar. Aquí, en torno al escenario, el alumbrado eléctrico acaba de activarse, pero ni se lo nota. El público, de espaldas al oeste, da señales de inquietud. Ha de ser nuestro ceño fruncido por la resolana.

—Qué tal si nos planteamos como coordenadas, las siguientes:

» Kafka, sujeto del cambio, entre dos épocas. Nacido en Praga a finales del Siglo XIX. Vive el paso del Antiguo Régimen al Nuevo. Lector de Nietzsche, desconfía de las viejas grandes ideas. Entusiasta lector de Dickens, guarda esperanzas a través de la ficción, donde, por cierto, escéptico, saca filo a su oscuro sentido del humor. Ve en el afán de su padre por procurarle una educación sólida conforme a anticuados valores, en su imposición de una respetable profesión, y en el empeño de su familia por insertarse en la alta burguesía, una tiránica pasión, valga la redundancia. Vislumbró el vacío detrás de las formas en que el complicado mundo para el que, se supone, debía tener vía libre, se desmoronaba. Presa del anacronismo. Y vio en su situación el reflejo de una mucho mayor, la de la incertidumbre de todos quienes, como él, en su época y en otras, antes y después, se aferraron al romanticismo para sobrellevar la dura realidad en su marcha machacante, distrayéndose con canciones esperanzadoras entre los cascos de efigies fantasma, evocadas por sus padres y abuelos, una y otra vez, glorias, según ellos, humo y más humo. Pronto: tufo del horror.

» Kafka, hijo. Teme, rechaza y, finalmente, odia al padre —lo que equivale a decir que reniega del amor ideal que no recibió de él—. Pero teme, luego, su ausencia, nunca la supera. Y su desarraigo se acentúa con tintes trágicos (debidamente velados en sus relatos). Sin el padre, Franz se encuentra sólo, abandonado; se supone, libre, pero en territorio inhóspito, ahí donde el viejo, de alguna forma, acabó arrojándolo. Ay, presa de la incertidumbre de un mundo nuevo que no cuaja del todo, mientras sus galas oficiales se derriten enfangando la marcha de la suya y las demás nuevas generaciones.

» Kafka y las mujeres. O, si se quiere, Kafka y la mujer… A Franz le viene bien el goce pago, sin más compromiso, pero teme el encuentro sexual con quienes, entiende, habría de formalizar su relación hasta la muerte. Porque exigen de él que cumpla un rol, un orden, reglas, reglas, un destino que quién sabe, ay… y ¡para qué…! Salvando las distancias y, por supuesto, con otros códigos, pesa redoblada la solicitud tácita de que se porte como un tipo firme, más allá de sus defectos. Que se asemeje, acaso, aunque remotamente, a su padre.

» A propósito, el freudismo, en vez de darnos luces, envuelve el asunto en un supuesto aura de misterio, que resulta mera bruma. A fin de cuentas, le atribuye al llamado inconsciente, la autoridad y hasta la tiranía que antes, al incomprensible Señor, Padre del Pueblo Elegido…, el pueblo de Franz. (Por cierto, no han de extrañarnos declaraciones de que asoma en la obra de Kafka una suerte de mensaje de culto. Y que su hermano, aparte de decir que Franz iba rumbo a la santidad, haya sido un entusiasta sionista, dista de ser, al caso, moco de pavo.)

» En todo caso, brilla en la obra, el temor al absurdo, a la sinrazón, pero antes, a los excesos de la autoridad racional, que —menos paradójicamente de lo que cabría advertir en un principio— engendra el mal aquél. Sus textos penden entre la tradición y la racionalidad, pervertidos en opresión, y el caos irracional que responde a esta, a menudo con la represión de las gentes por sí mismas.

» Finalmente, Kafka y los brumosos horizontes del saber.

» La ciencia avanza en pos de certezas o, en su defecto, de la mayor probilidad de acierto, pero cuando, paralelo a ella, se cierne sobre las sociedades el peligro de una imposición violenta, un cambio resultante de la acción racional de fuerzas, a menudo irracionales, el escepticismo adolescente clama por frenarlo todo… ay, por la paz… Y aquí aludimos a la adolescencia de los personajes de Kafka, desesperados, culpables, perdidos, pero curiosos, siempre, pese a todo.

» Tras la Segunda Guerra Mundial, el asunto de los límites de la investigación científica ha sido puesto sobre el tapete cada vez más a menudo. Pero, cuidado…

» Por una parte, la ignorancia provocada por una formación romántica deriva siempre en el miedo al desarrollo de la razón, pues no razona precisamente sobre los límites de dicho conocimiento, ni sobre la prudencia que corresponde en determinados casos debidamente tipificados, nunca un freno, sino una cuidadosa ralentización.

En segundo lugar: quienes promueven la idea de que deben imperar ante y, sobre todo, los afectos, las emociones, la pasión, etcétera, lo hacen atendiendo intereses propios: entre estos, que los destinatarios de su propaganda idealista no se hagan con ningún conocimiento que ellos quieren sólo para sí, tanto por ambición como por erigirse en custodios del saber y el bien para los demás.

» ¿Cuánto, entonces, se parece nuestra situación a la de los personajes kafkianos? Y ¿cuán lejos se sitúa la lectura propuesta de la que pinta al narrador checo como una suerte de hermano mayor de Ana Frank, profeta de la perdición del hombre por el hombre, poco o nada cómico y, desde luego, nunca en plan de burla de los suyos ni de sus personajes adolescentes al margen de la edad, camino de Sion?

» ¿Un poco aquí, algo menos allá?

» Discutamos…

» Por promover la revisión de su ficción y sus diarios, vale la pena.»

 

 

—Ya, pero, para eso debemos partir de definiciones y conceptos, ¿cierto?

—Cierto. Recordemos el orden en el que nos adentramos al uso de las operaciones intelectivas.

—Una pregunta, profe.

—¿Sí?

—¿Tiene esto algo que ver con el asunto de la claridad de las instrucciones? No, no; mejor dicho, ¿tiene que ver con el asunto de la coherencia de la articulación de ideas, con lo referente a la diferencia que vimos hace tiempo entre filosofía e ideología?

—Ocurre que…

—¿Y la ficción?

—A ver… Vamos de a pocos…

—Lo siento…

—… Primero, con esto último…

—¿Anotamos?

—Si gustan…

—Pero…

—Tranqui’; lo tenemos copiado de antes…

—¡Cierto!

—… La ficción es material, por supuesto, pero su existencia es parcial; sus personajes, por ejemplo, carecen de materialidad corpórea, aunque cuentan con una racional y otra sensible-psicológica. En tal sentido, su existencia se sujeta estrictamente al resto de contenidos y a su disposición en la obra de ficción. A ello se debe que ésta sirva tan bien al cuestionamiento de la realidad. Pinta más o menos, según dispone el autor, como la auténtica, pero para poner en evidencia las grietas de su institucionalidad, es decir, de las formas racionales imperantes por medio de las cuales operamos en ella. A menudo, la exageración de sus cualidades —las de una u otra institución—, ofrece, de entrada, un buen cuadro para el análisis comparativo…

—Kafka, por ejemplo, como decíamos el otro día…

—Ciertamente. Hay también otros más sutiles.

—¿Lo dice porque él es muy directo?

—Lo que hace funciona para señalar los absurdos del romanticismo alemán, del idealismo, que no es tal si no se extravía lejos de la realidad a punta de extremismo.

—Entonces, si Kafka quería poner el dedo en la llaga, no podía sólo retratar lo que ocurría…

—Lo cierto que los medios de prensa de entonces no alcanzaron a advertir lo suficiente de casi nada. Por otro lado, la adolescentización de la generación de Kafka no había sido mapeada, digamos, como la nuestra. Y aún hoy, esta ventaja no parece servir de mucho.

—El otro día, un tío mío me dijo que esperaba que de una vez estallara la guerra a bombazos atómicos, que mientras no ocurriera, lo que le parecía era que asistíamos a una trifulca de señoritos. Putin, los chinos y el resto.

—Tu tío es aficionado a los cómics y las películas de superhéroes, ¿verdad?

—Sí, ¿cómo sabe?

—¿Cuántos años tiene?

—Unos cuarenta y tantos; no llega a cincuenta…

—Entonces, quienes viven con él, alzan los ojos ante sus comentarios, pero ya ni pierden el tiempo llevándole la contra; tratan de tomarse cuanto dice a broma y, por tanto, le permiten explayarse, ¿cierto? Hasta que añade chistes machistas y xenófobos y homofóbicos, que no pasan por juegos… ¿Me equivoco?

—No…

—Y tu tía se porta, para él, como una santa. Así lo dice. Curiosamente, es ella quien, finalmente, le dice que pare con sus bravatas…

—Tal cual…

—Finalmente, entre sus películas favoritas, están Armagedón y Pearl Harbor.

—¡Diablos, sí…!

—Profe… Ya, ese es un tipo de gente, entiendo que algo común en su generación… Pero están los del otro lado, que son muchos más, y en más generaciones: Los de la paz como solución a todo, y que debiéramos, como sea, ser felices, etcétera, etcétera…

—Con frecuencia, son los mismos. Ahora bien, cuidado: el juego en el que acabamos de participar es sólo eso. Nadie es “simplemente” alguien simple. Nadie es, por decirlo así, unidimensional. Lo que llamamos persona es en realidad un conglomerado de ellas. Se es persona respecto de una institución en particular y, por tanto, cada quien ejerce distintas personalidades, tantas como sociedades de las que forma parte. Llamamos íntegra a la persona que logra hacer congruentes sus distintas facetas. Todo un mérito…

—Sí, profe, queda claro, pero ¿qué hay de ese discurso de la paz, ahora mismo?

—Qué te parece si les pinto un cuadro en relación a ello. Un caso de la vida real.

—A ver…

—Campamento de verano… Hace casi dos décadas. Los chicos a mi cargo, todos de doce años. Buenos chicos. Como ustedes, salvando la distancia de la edad.

» Primera jornada, por la tarde, tras haber pasado la mañana en la playa, todos formados en dos grupos de igual número. A cada bando se le asigna una base en el pilón de agua de cada extremo de la casona. Se entrega tres bolsas de cien globos al capitán que cada grupo ha tenido que elegir: municiones.

» Las reglas, simples: Quince minutos para llenar parte de sus globos de agua y para organizarse a fin de cumplir su meta. Ganador, el que logre inflar un globo suyo en el pilón del rival. Muerto y, por tanto, fuera de contienda, todo participante cuya camiseta de algodón cambie completamente de color por la humedad de los globazos. El campo de batalla: los patios y el amplio corredor entre uno y otro.

» Veedores, seis en total, ubicados estratégicamente en la azotea de la casa, toda la vista cubierta: “Quien cae al suelo o se golpea, pasa a fusilamiento junto con los involucrados en el daño, así que a cuidarse…; ¿listos?”

» Trabajo en equipo, camaradería, estrategia, tolerancia a la frustración, a la derrota y el fracaso; mucha atención, previsión, astucia, fuerza y velocidad.

» Ahora, algo así es prácticamente impensable. Entonces, los padres confiaban en la institución y en el tutor a cargo, al caso, quien les habla.

» Por contraste, recuerdo que hace poco fui a un nido, de supervisión. Vi a los niños jugando a la guerra, también, en el recreo. Su energía y concentración. Luego, al cabo, risas y, todos, amigos. Las niñas, por su parte, en otro espacio, curiosamente, jugando a ser protagonistas de un drama que había ocasionado, según decían, la guerra de los chicos. Y había enfermeras y profesoras, también. Sin embargo, en ambos bandos, había también chicos del otro sexo: enfermeros y guerreras, pero eran pocos; fue su elección…

» La auxiliar se acercó a la profesora que cuidaba de los chicos y le dijo que prohibiera a los hombres seguir su juego. Y nada de armas ni explosiones ni “todas esas cosas violentas”, ni hablar…»

—No entiendo…

—¿Se trata, profe, de que quien se ejercita en la ficción, al menos tiene más clara la complejidad del asunto?

—Efectivamente. No se trata, como pregonan, de verle lo bueno a todo, incluida la guerra. Ni hablar. Es lo que hay. Y la guerra no supone, como dicen tantos, un retroceso, una muestra de primitivismo, si no, todo lo contrario, lo que no resta atrocidad a sus efectos en la realidad. Quien dice desear la guerra, es que no ha vivido ninguna. Quien entiende la paz obviando que es su producto, la estabilidad de un orden que se impuso de forma violenta, clama su ignorancia y una peligrosidad equivalente a la del otro sujeto.

» Jugar a la guerra te lleva a conocer tus límites. Y gracias a esto, se te desvela nítidamente la necesidad de la paz…»

Ni muy muy, ni tan tan, dice el refrán…

—Ojo: sin relativismo, sin ideología…

—Ya, y ahí encaja lo de las ideologías…

—Mientras una filosofía ha de ser coherente y, de preferencia, sistemática, mientras plantea criterios y opera con ellos tanto hacia el exterior como al interior, es decir, criticando la realidad del entorno y a sí misma —siempre, respecto de la materia que le compete, pues, a fin de cuentas, la filosofía es un saber de segundo grado y, por tanto, nunca versa por sí misma de nada (lo que hay es filosofía del conocimiento, filosofía del derecho, de las ciencias, etcétera)—, mientras es así, decía, ocurre que las ideologías son redes de ideas dispuestas para la crítica de lo otro y al otro, es decir, para plantear una identidad propia por simple oposición a lo que considera ajeno o contrario a uno, punto en el que su razonabilidad deja de operar.

—Profe, me parece que no me desvío en exceso con lo que le quiero decir… ¿Qué le gusta tanto de las Artes Marciales?

—Los deportes de combate son los únicos en los que no se pone en juego nada más una destreza física. Apuestan la integridad de cada contendiente. Y son un desfogue.

—Para los hombres…

—Y algunas mujeres.

—Cierto, pero ¿y nosotras, profe, que preferimos no pelear a puñetazos, patadas y con llaves?

—También tienen sus modos… “Atacan gente”… ¿o no?

—Si se refiere a rajar de alguien, claro que sí. Pero los hombres también lo hacen, eh…

—Así es. Pero nos liberamos más con la acción. Ustedes, hablando. Esto, claro, corresponde a generalizaciones estadísticas. Hay de todo…

—Ya. Entonces sí que no me desvié demasiado; va de lo mismo que los juegos…

—Siempre que se sepa que se juega. Y en los deportes, como ocurre en las MMA, por ejemplo, que se trata de una lid competitiva, al cabo de la cual debe imperar la cortesía. Y has visto que así ocurre en la mayoría de casos. El desfogue tiene bastante que ver con esto, también.

—Es cierto. Pero ¿no es igual en el fútbol?

—¿Dónde abandonamos a Kafka, profe?

—Quizá donde lo dejó su padre, y los nuestros a nosotros mismos, dicho sea sin odio alguno. En un estadio, quizá…

—Profe, somos adolescentes…

—Todos tenemos carencias, mi estimado, todos…

 

 

MiV. y yo desayunamos en el mercado central. Alrededor, un alegre barullo. Franz no pudo imaginar, de ningún modo, que América fuera esto, también. Tan colorida. América, no el estado, fracción de ella, que usurpa con frecuencia su nombre. Tampoco, un sueño de deserción.

Quién sabe; por aquí parece más difícil despertar viéndose uno mismo convertido en insecto. Pero hay quienes cantan que el hombre lo puede todo… Y, ciertamente, a veces, basta con apretar un botón.