Normar lo normativo: Participación en foro sobre el Derecho desde la perspectiva del Homo Institutionalis
Por Juan Pablo Torres Muñiz
Si, conforme a lo establecido en Homo Institutionalis, las instituciones son construcciones racionales abstractas que determinan el funcionamiento de una sociedad —desde la persona misma hasta el Estado—, entonces el Derecho se erige como la institución paradigmática de segundo orden: aquella cuya materia específica son las propias instituciones y sus relaciones. Norma lo normativo en distintos grafos de formalidad; institucionaliza lo institucional. Su campo de cierre categorial, siguiendo la Teoría del Cierre Categorial de Gustavo Bueno (1992), no es posible, como sí lo es el de la Teoría del Derecho que, lejos de los comportamientos o las leyes, sin más, opera con las propias normas (de distinto tipo), instituciones y los procesos de su validación, aplicación y sanción.
Validamos, por tanto, la categorización como ciencia de la Teoría del Derecho, en tanto construcción racional humana dedicada al tratamiento de un conjunto material específico; mientras que reconocemos que el Derecho en sí mismo, excede su ámbito y opera como el esqueleto racional de la sociedad institucionalizada. Lejos de ser un mero conjunto de leyes, se trata de una construcción que procura la sistematización para dotar de formalidad operatoria a los acuerdos sociales, transformándolos de meras costumbres o principios éticos en materiales jurídicos con fuerza coercitiva. El Derecho materializa la dialéctica entre Ética y Moral —impulso expansivo del individuo versus contención social—, prevé sus conflictos y establece soluciones que garantizan la supervivencia de la sociedad como un todo orgánico-institucional. Lo hace mediante la Teoría del Derecho.
Esto mismo permite explicar el origen sagrado del Derecho, no sólo dando cuenta de la evolución aparente de los sistemas normativos desde las sociedades primitivas a los actuales estados, sino entendiendo en definitiva la lógica de dicha evolución, real.
[Origen y desarrollo]
La génesis de los primeros sistemas normativos positivos halla su explicación institucional y antropológica, siguiendo a Bueno, en la religación angular, el eje de relaciones que define la emergencia del ser humano respecto de la animalidad circundante. La normatividad no surge ex nihilo ni de un imperativo metafísico, sino de una operación intelectiva que transforma el núcleo numinoso animal en una estructura ritualizada y, posteriormente, mitológica, hasta devenir la forma específica de la ley. La religión primaria se establece en un estadio nuclear donde los númenes son, ontológicamente, animales específicos (ciertas especies, géneros u órdenes). Esta no es una fase meramente psicológica, sino la verdad fundamental de la religión originaria. La existencia de estos númenes animales (la numinosidad animal) es real, apoyada en un fondo materialista.
El origen sagrado de los sistemas normativos se halla, precisamente, en la cristalización de ritos y ceremonias —como sistemas de conducta— que buscan la propiciación, la defensa, o la caza del animal numinoso. Aunque en sus principios paleolíticos las prácticas (como el entierro o las técnicas medicinales) no fuesen intrínsecamente religiosas, su entretejimiento con la actividad proléptica del protohombre (la capacidad de proyectar el futuro, esencial para la fabricación de instrumentos según normas universales y la organización social) fue indispensable para la constitución de estructuras espirituales. Las relaciones entre los hombres (el eje circular) se segregan y evolucionan a partir de este fondo de relaciones angulares. Los primeros sistemas normativos positivos, como las reglas de parentesco y los rituales ceremoniales, son, por tanto, estructuras espirituales que surgen por una anamorfosis, una refundición de las relaciones ya existentes en los grupos de homínidos, que al confluir comienzan a funcionar como normas operatorias.
La evolución de estos sistemas atraviesa la religión secundaria (mitológica), donde la numinosidad animal se transforma mediante la metábasis por inversión, adquiriendo un carácter delirante y, a menudo, falso. Las formas animales se desplazan a la bóveda celeste (zodíacos), o se combinan monstruosamente (mitología fantástica). En esta fase, las liturgias y dogmáticas se definen plenamente como religiosas y son custodiadas por una casta sacerdotal que comienza a incorporar la escritura. Los sacrificios humanos, que difícilmente se explican en otras teorías de la religión, se vuelven comprensibles en esta perspectiva como dones ofrecidos al animal divino a fin de tenerlo propicio, una institución que revela el carácter profundamente polémico y materialista de la religación angular en su desarrollo mitológico.
Finalmente, la religión terciaria (metafísica) marca el tránsito hacia el monoteísmo y la abstracción, donde las formas animales descienden a los infiernos (demonios) y se imponen modelos cosmológicos y metafísicos impersonales que disciplinan el delirio mitológico. Es en este estadio cuando la normatividad se separa de su origen numinoso, dando lugar a los sistemas teocéntricos. Sin embargo, la persistencia de la relación angular, la conciencia de la religación del hombre con los animales, es constitutiva (trascendental) del ser humano. Si esta conciencia se eclipsa, las relaciones humanas (circulares) se distorsionan, fenómeno que anticipa la desinstitucionalización que afecta al Homo Institutionalis contemporáneo.
El desarrollo del Derecho positivo moderno es la secularización de esta evolución, que rechaza la causa final como principio rector. Desde la perspectiva materialista, las causas finales son ficciones humanas. La naturaleza no tiene fin prefijado, y todas las cosas acontecen con necesidad eterna. El Derecho, como sistema racional, debía liberarse de la carga teleológica de la religión terciaria y del iusnaturalismo que asociaba la validez a la justicia intrínseca (veritas).
El punto de inflexión se produce con el advenimiento del Estado moderno, donde la legalidad se basa en la autoridad (auctoritas), no en la verdad (veritas).
La relación entre Estado y Derecho excede por mucho lo meramente histórica o funcional, es constitutiva. Desde la óptica del Homo Institutionalis, el Estado es una suerte de institución de instituciones, la que dota de unidad, coercibilidad y sistematicidad al orden normativo, transformando la normatividad social dispersa en un sistema jurídico. Sin Estado, el Derecho, en sentido estricto, no puede existir; se mantendría en un estadio pre-jurídico, fragmentario y carente de la unidad operatoria que lo define como tal.
En las sociedades preestatales —desde las tribales hasta las basadas en clanes o reinos descentralizados— existían normas, sanciones, rituales y autoridades, pero no existía un ordenamiento jurídico como tal. La normatividad se encontraba dispersa en una pluralidad de fuentes: costumbre, religión, linaje, tradición oral. Estas normas, aunque efectivas, carecían de un criterio último de validez y de un monopolio legítimo de la fuerza. La sanción era comunitaria, difusa y, con frecuencia, sujeta a interpretaciones conflictivas. En este contexto, la normatividad operaba como un conjunto de instituciones de primer orden, pero sin una institución de segundo orden que las unificara y las dotara de coherencia sistemática.
El Estado moderno emerge en respuesta a la necesidad de superar la multiplicidad de sistemas normativos en conflicto, mediante la instauración de un punto de cierre: la soberanía. Este cierre es, como corresponde a su existencia material: territorial, jurisdiccional y normativo. El Estado se erige como la única fuente legítima de producción jurídica, desplazando a las instancias competidoras (iglesias, tribus, señores feudales). En este sentido, el Estado es la condición de posibilidad del Derecho como sistema, pues introduce la distinción fundamental entre lo jurídico y lo no jurídico.
Una de las contribuciones decisivas del Estado al Derecho es la institucionalización de la coerción. Mientras que en las sociedades preestatales la sanción podía ser arbitraria o dependiente del equilibrio de fuerzas, el Estado introduce la coerción como un acto institucional, sometido a reglas y procedimientos. Como señaló Bobbio, el Derecho no es solo un conjunto de normas, sino un sistema que incluye la organización de la fuerza. El Estado, al monopolizar la violencia legítima (Weber), dota al Derecho de su efectividad garantizada. Sin esta garantía, el Derecho se reduciría a un catálogo de sugerencias.
Kelsen ya destacó que la unidad del ordenamiento jurídico deriva de su relación con el Estado. Pero desde el Homo Institutionalis, esta unidad no es solo lógica, sino operatoria. El Estado proporciona los mecanismos para resolver antinomias, integrar lagunas y asegurar la coherencia del sistema a través de órganos especializados (legislativos, judiciales, administrativos). Sin Estado, no hay Tribunal Constitucional, ni Corte Suprema, ni legislador único; sin ellos, el Derecho carece de la dinámica normativa que lo caracteriza.
Frente a las corrientes que postulan la posibilidad de un Derecho posestatal —como ciertas teorías del derecho global o del pluralismo jurídico radical—, el enfoque institucionalista sostiene que la dispersión de fuentes normativas conlleva inevitablemente la regresión a la conflictividad pre-jurídica. La experiencia histórica muestra que, donde el Estado se debilita, emergen órdenes paralelos —desde el crimen organizado hasta tribunales informales— que reproducen formas de dominación no legitimadas democráticamente. El Estado, pese a sus patologías, sigue siendo la única institución capaz de garantizar la universalidad e igualdad del Derecho.
El Estado no solo crea el Derecho; también es creado por él. Esta circularidad —explorada por Heller y Schmitt— es fundamental: el Estado es el único ente capaz de auto-obligarse jurídicamente mediante una Constitución. Esta auto-limitatio es un logro civilizatorio que distingue al Estado moderno de las formas despóticas de gobierno. En este sentido, el Estado no es un Leviatán hobbesiano fuera del Derecho, sino propiamente un Estado de Derecho, un Rechtsstaat, que somete su propio poder a normas.
Pero hay más: Con el Estado, el Derecho se convierte en un universo lingüístico artificial, una construcción humana, cuyo fundamento es el Acto Constituyente, un acto institutivo desregulado (informal). Este acto, siendo originario, no está regulado por ninguna norma previa sobre su producción (no es válido ni inválido en términos jurídicos internos), sino que se sitúa en el vértice del sistema entre el hecho y el derecho. Su fuerza radica en que es efectivo (factum). La normatividad surge, entonces, del acto puesto, y no de la deducción de un principio trascendente, negando así la posibilidad de una norma fundamental no originada.
En este sentido, la Teoría del Derecho se configura como la ciencia que aborda el fenómeno jurídico en sí mismo. A diferencia de la ciencia positiva del Derecho (Dogmática) que se ocupa de las prescripciones legales particulares (omnis definitio in iure civili periculosa), la Teoría del Derecho se desenvuelve en un nivel superior. Su función es esencialmente doble: gnoseológica-explicativa y pragmática-normativa.
En su función gnoseológica-explicativa, la Teoría del Derecho busca la verdadera filosofía del Derecho, lo que requiere sistematizar el método filosófico, regresando de los fenómenos (incluidas las creencias y percepciones) a las esencias para luego volver a los fenómenos (regressus y progressus). Sin embargo, la Teoría del Derecho, tal como se desarrolla en el contexto del constitucionalismo moderno, no es una teoría filosófica en sentido estricto, sino una teoría empírica formal y axiomatizada. Su objeto son las formas y estructuras del derecho positivo, no sus contenidos contingentes o sus valores axiológicos.
El método axiomático constituye un instrumento de clarificación conceptual y elaboración sistemática racional. Este método exige la tabula rasa de los usos precedentes del lenguaje ordinario, redefiniendo términos milenarios mediante definiciones estipulativas para eliminar la ambigüedad semántica y sintáctica. Al establecer los conceptos (como norma, obligación, validez, causa) de manera formal, la Teoría del Derecho logra un cierre categorial que le otorga rigor. La noción de causa, fundamental para el positivismo jurídico, se extiende así a toda justificación o razón jurídica de cualquier efecto, no limitándose a la esfera civilista.
En su función pragmática-normativa, la Teoría del Derecho cumple un papel performativo y crítico respecto a su propio objeto, que es un universo lingüístico artificial. El Derecho positivo, como sistema normodinámico (donde las normas son producidas por actos), no garantiza la coherencia interna. El constitucionalismo moderno introduce una lógica interna al sistema jurídico, exigiendo que las normas de nivel inferior se conformen con las normas superiores (las constitucionales). La Teoría, al explicitar esta lógica interna mediante conceptos formales (como la distinción entre vigencia y validez sustancial en los estados constitucionales), se convierte en un instrumento de crítica.
La Teoría del Derecho, en este sentido, asume un papel garantista al exigir la coherencia y plenitud del ordenamiento. Cuando la Dogmática o la práctica jurídica registran la antinomia (norma en conflicto con otra superior) o la laguna (ausencia de una garantía necesaria), la Teoría prescribe la solución, ya que el deber ser que enuncia la teoría (la lógica del sistema) coincide con el deber ser jurídico impuesto por la Constitución. La Teoría no solo describe lo que el derecho es, sino también lo que el derecho debe ser (en un nivel normativo distinto, el constitucional). Esta circularidad normativa entre Derecho y Ciencia Jurídica es la que permite la racionalización de la práctica jurídica y política.
La Teoría del Derecho, como ciencia categorial rigurosa, se diferencia netamente de la Filosofía del Derecho, cuyo cometido hegeliano era desenvolver desde el concepto la Idea, aceptando el concepto como dado. En la actualidad, la Teoría del Derecho funge como un punto de encuentro entre la Dogmática (punto de vista interno de la validez), la Sociología del Derecho (punto de vista externo de la efectividad), y la Filosofía de la Justicia (punto de vista axiológico externo), proporcionando un aparato conceptual común que permite analizar las divergencias entre la justicia, la validez y la eficacia del sistema. Sin este rigor formal, el análisis se disolvería en el sentimiento o el capricho que la ley como razón de la cosa debe refrenar.
[Del Hecho Social a la Norma Jurídica]
La sociedad, como conjunto de personas (instituciones individuales) que interactúan, genera de forma espontánea y dialéctica una miríada de normas informales, costumbres, principios éticos y morales. Sin embargo, la complejidad social —la symploké de instituciones— exige una unificación y formalización de esas normas para evitar el colapso en la pura conflictividad. El Derecho surge como la operación intelectiva colectiva de sistematización normativa. De manera que el Derecho convierte los «deberías» éticos y los «debes» morales en «debes» jurídicos, dotándolos de una estructura lógica, previsible y coercitiva.
El Derecho selecciona, formaliza y, a menudo, transforma los materiales ético-morales preexistentes. No toda norma moral se convierte en ley, ni toda ley representa una moral universal. El Derecho realiza una síntesis institucional que prioriza la supervivencia del todo social sobre las visiones particulares.
El Derecho, por tanto, puede analizarse en tres planos operatorios:
– Dimensión Formal (Legalidad): Es el plano de la validez pura. Una norma es legal cuando ha sido producida por el procedimiento establecido por el propio ordenamiento jurídico (por ejemplo, una Constitución). La teoría pura del derecho de Hans Kelsen (1934) se centra en este plano, construyendo una pirámide normativa (la Grundnorm) donde cada norma deriva su validez de otra superior. La legalidad es una condición binaria: se cumple o no se cumple.
– Dimensión Material (Justicia): Este plano evalúa el contenido de la norma. Una ley es justa o injusta en la medida en que su contenido se ajusta a principios éticos y morales socialmente aceptados en un contexto histórico determinado. La filosofía del derecho, desde Aristóteles (Ética a Nicómaco) hasta John Rawls (Teoría de la Justicia, 1971), ha debatido incansablemente este plano. El Derecho no puede ignorarlo so pena de convertirse en una tiranía legalista.
– Dimensión Legítima (Legitimidad): Es la creencia social en que el Derecho y sus aplicadores actúan con corrección y justicia. Max Weber (Economía y Sociedad, 1922) distinguió tres tipos de legitimidad: tradicional, carismática y racional-legal. Un sistema jurídico puede ser formalmente válido, pero perder su legitimidad si la sociedad percibe que es sistemáticamente injusto o que sirve a intereses particulares. La legitimidad es el sustento social sin el cual el Derecho se reduce a mera fuerza bruta.
La grandeza del Derecho como institución reside en entrelazar estas tres dimensiones. Un sistema jurídico robusto aspira a que las leyes sean a la vez legales, justas y legítimas.
[Dialéctica Ética-Moral]
El Homo Institutionalis postula que la persona gestiona su personalidad en la tensión dialéctica entre Ética y Moral. El Derecho es el campo de batalla institucionalizado donde esta dialéctica se resuelve.
La Ética comprende las normas que priorizan la supervivencia y desarrollo del individuo (autos), buscando la fortaleza individual. El Derecho canaliza este impulso ético individual a través de derechos subjetivos (libertad, propiedad), que son la expresión jurídica de la autonomía de la persona. Cualquier intento de institucionalización general y uniforme de la Ética, sin embargo, está destinado al fracaso, lo cual se constata en la incompletitud esencial de todo sistema lógico formal (como el postulado de Gödel). El formalismo ético, basado en la conciencia subjetiva o el imperativo categórico que procede de mí mismo, conduce al relativismo ético más radical.
La Moral, por contraste, queda referida al conjunto de normas de un grupo social que priorizan la contención en pro del bien social. La Moral se materializa en obligaciones (pagar impuestos, respetar contratos) y en la potestad sancionadora del Estado. La Moral busca la cohesión del grupo (eutaxia del Estado). La confusión entre ambos términos procede de la traducción de Cicerón del ethos griego.
El Derecho, en la perspectiva institucional, resuelve este problema en la práctica, mediante instituciones específicamente diseñadas para ello, como el Tribunal Constitucional, que juzga la validez material de las leyes formalmente válidas. Un sistema jurídico que produce sistemáticamente leyes injustas pierde legitimidad y, por tanto, debilita su propia fuerza institucional. La desobediencia civil se convierte, en esta perspectiva, en una operación intelectiva colectiva para forzar una re-institucionalización del Derecho. La propia Solidaridad, un concepto con origen en el derecho civil romano (in solidum) y con una carga eminentemente polémica, al transformarse en Idea (política, sociológica, humanística), pierde su rigor materialista si se la vacía de su carácter polémico y se la concibe como una solidaridad armónica abstracta, convergente con la Paz Perpetua Universal. El Derecho, al integrar estas ideas, debe mantener su carácter polémico y normativo.
El Código Civil, por ejemplo, es un vasto corpus donde se regula esta dialéctica en la vida privada (familia, propiedad, sucesiones). El Código Penal, por su parte, es la expresión más cruda de la Moral colectiva, definiendo aquellas conductas que, por atentar contra bienes jurídicos esenciales, merecen la pena más severa del Estado.
El Derecho no suprime la dialéctica ético-moral; la institucionaliza, la dota de procedimientos, y ofrece soluciones que, si bien no son perfectas, evitan la guerra de todos contra todos.
[Legitimidad vs. Legalidad]
El conflicto más agudo en la teoría del derecho es el de la ley injusta. ¿Debe obedecerse una norma legal pero profundamente injusta o ilegítima? Veamos:
El Positivismo Jurídico Extremo (Kelsen, Hart), separa radicalmente el Derecho de la moral. Una norma es válida si es legal, independientemente de su contenido. «La ley es la ley» (Gesetz ist Gesetz), fue la defensa de muchos juristas en regímenes totalitarios. Hart (El Concepto de Derecho, 1961) admite la existencia de un «contenido mínimo de derecho natural», pero insiste en la separación conceptual.
Por su parte, el Iusnaturalismo (Finnis, Dworkin), afirma que existe un Derecho Natural anterior y superior al positivo. Una ley que lo contradiga no es verdadero derecho y puede (o debe) ser desobedecida. Lon L. Fuller (La Moralidad del Derecho, 1964) habla de una «moralidad interna del derecho» compuesta por principios de procedimiento (generalidad, publicidad, no retroactividad) sin los cuales un sistema normativo no puede siquiera llamarse derecho.
Finalmente, tenemos la perspectiva institucional (desde el Homo Institutionalis): El problema se resuelve en la práctica institucional. Un sistema jurídico que produce sistemáticamente leyes injustas pierde legitimidad y, por tanto, debilita su propia fuerza institucional. La desobediencia civil (Thoreau, Rawls) o la resistencia jurídica se convierten en operaciones intelectivas colectivas para forzar una re-institucionalización del Derecho, es decir, la creación de nuevas normas que restablezcan el equilibrio entre legalidad y justicia. La figura del Tribunal Constitucional en muchos Estados modernos es la institución específicamente diseñada para este fin: juzgar la validez material (constitucionalidad) de las leyes formalmente válidas.
[Desinstitucionalización Postmoderna]
El Homo Institutionalis identifica la adolescentización y el hiperrelativismo como fuerzas desinstitucionalizadoras. El Derecho es un blanco primordial de estos ataques.
En efecto, la posmodernidad niega la existencia de verdades universales. Si «todo es interpretación» y no hay criterios objetivos de justicia, el Derecho se reduce a un instrumento de poder del grupo dominante (tesis de Critical Legal Studies). Se socava así la base misma de la legitimidad racional-legal weberiana.
El auge de las luchas identitarias promueve la creación de «derechos sectoriales» y «micro-legalidades» que, en su extremo, pueden fragmentar la unidad del ordenamiento jurídico y convertir la ley en un catálogo de privilegios gremiales, debilitando el concepto de ciudadanía como estatus universal e igualitario ante la ley.
La apelación constante a la «cultura» o a «saberes ancestrales» como instancias superiores al Derecho positivo es un ataque directo a la institucionalidad estatal. Cuanto más pobre es un estado en ciencia, filosofía, arte, más se llena la boca su gente, de cultura. El Derecho, para sobrevivir, debe integrar estas demandas, pero sin ceder su soberanía como institución normadora última, so pena de disolverse en una maraña de particularismos incompatibles.
Asediados por el idealismo, el relativismo y las fuerzas del mercado pletórico que buscan la despersonalización masiva, urge que el Derecho re-equilibre la dialéctica entre Ética y Moral, entre libertad individual y orden colectivo, entre legalidad y justicia. Su salud es el termómetro de la salud de una sociedad de personas.
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ENGLISH VERSION
Regulating the Normative: Participation in a Forum on Law from the Perspective of Homo Institutionalis
Translation by Rebeca Sanz
If, as established in Homo Institutionalis, institutions are abstract rational constructions that determine the functioning of a society—from the person themselves to the State—then Law stands as the paradigmatic second-order institution: that whose specific subject matter is the institutions themselves and their relationships. It regulates the normative across different levels of formality; it institutionalizes the institutional. Its categorical closure field, following Gustavo Bueno’s Theory of Categorical Closure (1992), is not possible, unlike that of the Theory of Law which, far from behaviors or laws simpliciter, operates with the norms themselves (of different types), institutions, and the processes of their validation, application, and sanction.
We therefore validate the categorization of the Theory of Law as a science, as a human rational construction dedicated to the treatment of a specific material set; while we recognize that Law itself exceeds this scope and operates as the rational skeleton of institutionalized society. Far from being a mere set of laws, it is a construction that seeks systematization to provide operative formality to social agreements, transforming them from mere customs or ethical principles into legal materials with coercive force. Law materializes the dialectic between Ethics and Morality—the expansive impulse of the individual versus social containment—foresees their conflicts, and establishes solutions that guarantee the survival of society as an organic-institutional whole. It does this through the Theory of Law.
This very point allows us to explain the sacred origin of Law, not only accounting for the apparent evolution of normative systems from primitive societies to modern states, but ultimately understanding the logic of this real evolution.
[Origin and Development]
The genesis of the first positive normative systems finds its institutional and anthropological explanation, following Bueno, in the angular relation, the axis of relationships that defines the emergence of the human being relative to the surrounding animality. Normativity does not arise ex nihilo nor from a metaphysical imperative, but from an intellective operation that transforms the animal numinous core into a ritualized structure, and later a mythological one, until it becomes the specific form of law. Primary religion is established at a nuclear stage where the numina are, ontologically, specific animals (certain species, genera, or orders). This is not a merely psychological phase, but the fundamental truth of original religion. The existence of these animal numina (animal numinosity) is real, supported by a materialist foundation.
The sacred origin of normative systems lies precisely in the crystallization of rites and ceremonies—as systems of conduct—that seek the propitiation, defense, or hunting of the numinous animal. Although in their Paleolithic beginnings practices (like burial or medicinal techniques) were not intrinsically religious, their interweaving with the proleptic activity of proto-humans (the capacity to project the future, essential for manufacturing tools according to universal norms and social organization) was indispensable for the constitution of spiritual structures. The relationships between men (the circular axis) segregate and evolve from this background of angular relations. The first positive normative systems, such as rules of kinship and ceremonial rituals, are, therefore, spiritual structures that arise through anamorphosis, a recasting of pre-existing relationships in hominid groups, which, upon converging, begin to function as operative norms.
The evolution of these systems passes through secondary (mythological) religion, where animal numinosity is transformed through metabasis by inversion, acquiring a delirious and often false character. Animal forms are displaced to the celestial vault (zodiacs), or combined monstrously (fantastic mythology). In this phase, liturgies and dogmatics are fully defined as religious and are guarded by a priestly caste that begins to incorporate writing. Human sacrifices, difficult to explain in other theories of religion, become comprehensible from this perspective as gifts offered to the divine animal to make it propitious, an institution that reveals the deeply polemical and materialist character of the angular relation in its mythological development.
Finally, tertiary (metaphysical) religion marks the transition towards monotheism and abstraction, where animal forms descend to the underworld (demons) and impersonal cosmological and metaphysical models are imposed, disciplining mythological delirium. It is at this stage that normativity separates from its numinous origin, giving rise to theocentric systems. However, the persistence of the angular relation, the consciousness of man’s relation with animals, is constitutive (transcendental) of the human being. If this consciousness is eclipsed, human (circular) relations become distorted, a phenomenon that anticipates the deinstitutionalization affecting the contemporary Homo Institutionalis.
The development of modern positive law is the secularization of this evolution, which rejects the final cause as a guiding principle. From the materialist perspective, final causes are human fictions. Nature has no pre-set end, and all things happen with eternal necessity. Law, as a rational system, had to free itself from the teleological burden of tertiary religion and from natural law theory which associated validity with intrinsic justice (veritas).
The turning point occurs with the advent of the modern state, where legality is based on authority (auctoritas), not on truth (veritas).
The relationship between State and Law far exceeds the merely historical or functional; it is constitutive. From the perspective of Homo Institutionalis, the State is a kind of institution of institutions, the one that provides unity, coercibility, and systematicity to the normative order, transforming dispersed social normativity into a legal system. Without the State, Law, in the strict sense, cannot exist; it would remain in a pre-legal, fragmentary stage, lacking the operative unity that defines it as such.
In pre-state societies—from tribal to those based on clans or decentralized kingdoms—norms, sanctions, rituals, and authorities existed, but there was no legal order as such. Normativity was dispersed across a plurality of sources: custom, religion, lineage, oral tradition. These norms, although effective, lacked an ultimate criterion of validity and a legitimate monopoly on force. Sanction was communal, diffuse, and often subject to conflicting interpretations. In this context, normativity operated as a set of first-order institutions, but without a second-order institution to unify them and provide them with systematic coherence.
The modern State emerges in response to the need to overcome the multiplicity of conflicting normative systems, by establishing a point of closure: sovereignty. This closure is, as befits its material existence: territorial, jurisdictional, and normative. The State establishes itself as the sole legitimate source of legal production, displacing competing instances (churches, tribes, feudal lords). In this sense, the State is the condition of possibility for Law as a system, because it introduces the fundamental distinction between the legal and the non-legal.
One of the State’s decisive contributions to Law is the institutionalization of coercion. Whereas in pre-state societies sanction could be arbitrary or dependent on the balance of power, the State introduces coercion as an institutional act, subject to rules and procedures. As Bobbio noted, Law is not just a set of norms, but a system that includes the organization of force. The State, by monopolizing legitimate violence (Weber), endows Law with its guaranteed effectiveness. Without this guarantee, Law would be reduced to a catalogue of suggestions.
Kelsen already emphasized that the unity of the legal order derives from its relation to the State. But from the Homo Institutionalis perspective, this unity is not only logical but operative. The State provides the mechanisms to resolve antinomies, integrate gaps, and ensure the coherence of the system through specialized organs (legislative, judicial, administrative). Without the State, there is no Constitutional Court, no Supreme Court, no single legislator; without them, Law lacks the normative dynamics that characterize it.
Facing currents that postulate the possibility of a post-state Law—such as certain theories of global law or radical legal pluralism—the institutionalist approach maintains that the dispersion of normative sources inevitably leads to a regression to pre-legal conflict. Historical experience shows that where the State weakens, parallel orders emerge—from organized crime to informal tribunals—that reproduce forms of domination not democratically legitimized. The State, despite its pathologies, remains the only institution capable of guaranteeing the universality and equality of Law.
The State not only creates Law; it is also created by it. This circularity—explored by Heller and Schmitt—is fundamental: the State is the only entity capable of legally self-obligating through a Constitution. This self-limitatio is a civilizational achievement that distinguishes the modern State from despotic forms of government. In this sense, the State is not a Hobbesian Leviathan outside the Law, but properly a State of Law, a Rechtsstaat, that subjects its own power to norms.
But there is more: With the State, Law becomes an artificial linguistic universe, a human construction, whose foundation is the Constituent Act, an unregulated (informal) institutive act. This act, being originary, is not regulated by any prior norm concerning its production (it is neither valid nor invalid in internal legal terms), but is situated at the apex of the system between fact and law. Its force lies in its effectiveness (factum). Normativity arises, then, from the posited act, and not from the deduction of a transcendent principle, thus denying the possibility of a non-originated fundamental norm.
In this sense, the Theory of Law is configured as the science that addresses the legal phenomenon itself. Unlike the positive science of Law (Dogmatics) which deals with particular legal prescriptions (omnis definitio in iure civili periculosa), the Theory of Law operates at a higher level. Its function is essentially twofold: gnoseological-explanatory and pragmatic-normative.
In its gnoseological-explanatory function, the Theory of Law seeks the true philosophy of Law, which requires systematizing the philosophical method, regressing from phenomena (including beliefs and perceptions) to essences and then returning to phenomena (regressus and progressus). However, the Theory of Law, as developed in the context of modern constitutionalism, is not a philosophical theory in the strict sense, but a formal, axiomatized empirical theory. Its object is the forms and structures of positive law, not its contingent contents or its axiological values.
The axiomatic method constitutes an instrument of conceptual clarification and rational systematic elaboration. This method demands the tabula rasa of preceding uses of ordinary language, redefining millennial terms through stipulative definitions to eliminate semantic and syntactic ambiguity. By establishing concepts (like norm, obligation, validity, cause) formally, the Theory of Law achieves a categorical closure that grants it rigor. The notion of cause, fundamental for legal positivism, is thus extended to any legal justification or reason for any effect, not being limited to the civil law sphere.
In its pragmatic-normative function, the Theory of Law plays a performative and critical role regarding its own object, which is an artificial linguistic universe. Positive Law, as a normo-dynamic system (where norms are produced by acts), does not guarantee internal coherence. Modern constitutionalism introduces an internal logic to the legal system, requiring that lower-level norms conform to higher (constitutional) norms. The Theory, by explicating this internal logic through formal concepts (like the distinction between enforceability and substantial validity in constitutional states), becomes an instrument of critique.
The Theory of Law, in this sense, assumes a guarantor role by demanding the coherence and completeness of the legal order. When Dogmatics or legal practice record an antinomy (a norm in conflict with a superior one) or a gap (the absence of a necessary guarantee), the Theory prescribes the solution, since the ought enunciated by the theory (the logic of the system) coincides with the legal ought imposed by the Constitution. The Theory not only describes what the law is, but also what the law ought to be (at a different normative level, the constitutional one). This normative circularity between Law and Legal Science is what allows the rationalization of legal and political practice.
The Theory of Law, as a rigorous categorical science, is clearly differentiated from the Philosophy of Law, whose Hegelian task was to unfold the Idea from the concept, accepting the concept as given. Today, the Theory of Law serves as a meeting point between Dogmatics (the internal point of view of validity), the Sociology of Law (the external point of view of effectiveness), and the Philosophy of Justice (the external axiological point of view), providing a common conceptual apparatus that allows for the analysis of divergences between the justice, validity, and efficacy of the system. Without this formal rigor, analysis would dissolve into sentiment or caprice which law as the reason of the thing must restrain.
[From Social Fact to Legal Norm]
Society, as a set of (individual institutions) persons interacting, spontaneously and dialectically generates a myriad of informal norms, customs, ethical and moral principles. However, social complexity—the symploké of institutions—demands a unification and formalization of these norms to avoid collapse into pure conflict. Law arises as the collective intellective operation of normative systematization. Thus, Law converts ethical «you should»s and moral «you must»s into legal «you must»s, endowing them with a logical, predictable, and coercive structure.
Law selects, formalizes, and often transforms pre-existing ethical-moral materials. Not every moral norm becomes law, nor does every law represent a universal morality. Law performs an institutional synthesis that prioritizes the survival of the social whole over particular views.
Law, therefore, can be analyzed on three operative planes:
– Formal Dimension (Legality): This is the plane of pure validity. A norm is legal when it has been produced by the procedure established by the legal order itself (for example, a Constitution). Hans Kelsen’s pure theory of law (1934) focuses on this plane, constructing a normative pyramid (the Grundnorm) where each norm derives its validity from a superior one. Legality is a binary condition: it is fulfilled or it is not.
– Material Dimension (Justice): This plane evaluates the content of the norm. A law is just or unjust to the extent that its content conforms to socially accepted ethical and moral principles in a given historical context. The philosophy of law, from Aristotle (Nicomachean Ethics) to John Rawls (A Theory of Justice, 1971), has debated this plane tirelessly. Law cannot ignore it under penalty of becoming a legalistic tyranny.
– Legitimate Dimension (Legitimacy): This is the social belief that the Law and its enforcers act correctly and justly. Max Weber (Economy and Society, 1922) distinguished three types of legitimacy: traditional, charismatic, and rational-legal. A legal system can be formally valid but lose its legitimacy if society perceives it as systematically unjust or serving particular interests. Legitimacy is the social sustenance without which Law is reduced to mere brute force.
The greatness of Law as an institution lies in intertwining these three dimensions. A robust legal system aspires for laws to be simultaneously legal, just, and legitimate.
[Ethics-Morality Dialectic]
Homo Institutionalis posits that the person manages their personality in the dialectical tension between Ethics and Morality. Law is the institutionalized battlefield where this dialectic is resolved.
Ethics comprises the norms that prioritize the survival and development of the individual (self), seeking individual strength. Law channels this individual ethical impulse through subjective rights (liberty, property), which are the legal expression of the person’s autonomy. Any attempt at a general and uniform institutionalization of Ethics, however, is doomed to failure, as evidenced by the essential incompleteness of every formal logical system (like Gödel’s postulate). Ethical formalism, based on subjective consciousness or the categorical imperative proceeding from myself, leads to the most radical ethical relativism.
Morality, in contrast, refers to the set of norms of a social group that prioritize containment for the sake of the social good. Morality materializes in obligations (paying taxes, respecting contracts) and in the State’s punitive power. Morality seeks the cohesion of the group (eutaxia of the State). The confusion between both terms stems from Cicero’s translation of the Greek ethos.
Law, from the institutional perspective, resolves this problem in practice, through institutions specifically designed for this purpose, such as the Constitutional Court, which judges the material validity of formally valid laws. A legal system that systematically produces unjust laws loses legitimacy and, therefore, weakens its own institutional strength. Civil disobedience becomes, from this perspective, a collective intellective operation to force a re-institutionalization of Law. Solidarity itself, a concept originating in Roman civil law (in solidum) and with an eminently polemical charge, when transformed into an (political, sociological, humanistic) Idea, loses its materialist rigor if emptied of its polemical character and conceived as an abstract, harmonious solidarity, convergent with Perpetual Universal Peace. Law, by integrating these ideas, must maintain its polemical and normative character.
The Civil Code, for example, is a vast corpus where this dialectic is regulated in private life (family, property, succession). The Penal Code, on the other hand, is the crudest expression of collective Morality, defining those behaviors that, by attacking essential legal goods, deserve the State’s most severe punishment.
Law does not suppress the ethical-moral dialectic; it institutionalizes it, provides it with procedures, and offers solutions that, while not perfect, avoid the war of all against all.
[Legitimacy vs. Legality]
The most acute conflict in legal theory is that of the unjust law. Should a legal but profoundly unjust or illegitimate norm be obeyed? Let’s see:
Extreme Legal Positivism (Kelsen, Hart) radically separates Law from morality. A norm is valid if it is legal, regardless of its content. «The law is the law» (Gesetz ist Gesetz), was the defense of many jurists in totalitarian regimes. Hart (The Concept of Law, 1961) admits the existence of a «minimum content of natural law,» but insists on the conceptual separation.
On the other hand, Natural Law Theory (Finnis, Dworkin) affirms that there is a Natural Law prior and superior to positive law. A law that contradicts it is not true law and can (or must) be disobeyed. Lon L. Fuller (The Morality of Law, 1964) speaks of an «internal morality of law» composed of procedural principles (generality, publicity, non-retroactivity) without which a normative system cannot even be called law.
Finally, we have the institutional perspective (from Homo Institutionalis): The problem is resolved in institutional practice. A legal system that systematically produces unjust laws loses legitimacy and, therefore, weakens its own institutional strength. Civil disobedience (Thoreau, Rawls) or legal resistance become collective intellective operations to force a re-institutionalization of Law, that is, the creation of new norms that re-establish the balance between legality and justice. The figure of the Constitutional Court in many modern States is the institution specifically designed for this end: to judge the material validity (constitutionality) of formally valid laws.
[Postmodern Deinstitutionalization]
Homo Institutionalis identifies adolescentization and hyper-relativism as deinstitutionalizing forces. Law is a primary target of these attacks.
Indeed, postmodernity denies the existence of universal truths. If «everything is interpretation» and there are no objective criteria of justice, Law is reduced to an instrument of power for the dominant group (thesis of *Critical Legal Studies*). This undermines the very basis of Weberian rational-legal legitimacy.
The rise of identity struggles promotes the creation of «sectoral rights» and «micro-legalities» which, in their extreme, can fragment the unity of the legal order and turn the law into a catalogue of guild privileges, weakening the concept of citizenship as a universal and equal status before the law.
The constant appeal to «culture» or «ancestral knowledge» as instances superior to positive law is a direct attack on state institutionality. The poorer a state is in science, philosophy, and art, the more its people talk about culture. For Law to survive, it must integrate these demands, but without yielding its sovereignty as the ultimate norm-giving institution, under penalty of dissolving into a tangle of incompatible particularisms.
Besieged by idealism, relativism, and the forces of the plethoric market that seek mass depersonalization, it is urgent that Law re-balance the dialectic between Ethics and Morality, between individual freedom and collective order, between legality and justice. Its health is the thermometer of the health of a society of persons.
