Niebla: Sobre ciertos silencios y (de)generaciones

Por Juan Pablo Torres Muñiz

Corren los días.

Café — Esta vez en casa. A través de la ventana, se adivina la lumbre de los postes allá abajo; acaso dentro de un rato, recién, despeje la niebla y quepan certezas.

Aquí, la tarde acaba cuando el temblor de los arbustos se extravía en los charcos, como hoyos devoradores, indistinguible. Luego, el rumor de la garúa persistente. Amanece, y el monte bulle de nuevos pequeños brotes, que brillan. Así transcurren los días.

El pasado viernes por la tarde, salimos MiV. y yo a caminar bajo la lluvia, entonces ligera. Esa misma noche soñé con el paseo.

Recuerdo: Guardo silencio y escucho; es ella quien habla. Ninguna opinión, tampoco gestos de mi parte; de pronto, se alza a mi alrededor, imperceptible para nadie más, una suerte de cámara. Me asombran sus dimensiones. Barroco — Imposible fijarse en un solo detalle por más de un breve instante: cada aparente rizo devela una luz, envés de la sombra inicial, como si de un párpado al abrirse se tratara — y se proyecta, no en un pasaje abierto ni en un túnel, sino en una nueva cámara de boca estrecha, pero de fondo tan amplio o más que el de la anterior. Ando. Exploro. Es inmenso — Es posible volver desde otra boca a la cámara inicial, acaso de cabeza respecto de mi anterior perspectiva — Son tantas las posibilidades — las probabilidades, ya que todo se relaciona o conecta directa o indirectamente (symploké).

Entretanto, escucho, atiendo, y asiento cuando corresponde. MiV. continúa hablando.

Nada de crítica. Aquí, no, me digo.

Al despertar, un caudal de palabras no dichas reclama cauce, uno nuevo, ensanchado, y amenaza con más. Tomo notas. Hasta que me duelen los dedos al contacto con el lapicero. Acaso, he liberado un torrente nuevo de imágenes propias, con la renuncia a compartir en confidencia nada verdaderamente personal.

Miro a MiV. a los ojos. Contigo sí, le digo; siempre.

Temprano, ese mismo día, había escrito unos versos, recordé. Una situación parcialmente análoga a la del sueño, mas regida por la imagen del mar. Ahí — las voces eran, en cambio, una sola, y — la respuesta, el silencio, nada más.

Reviso mi cuaderno:

Horizonte

Desde la orilla —

donde la única voz es

la que imagina,

lo llama de vuelta.

 

Solo — como anduvo,

aunque no quiso

creer que así fuera.

 

Situado — de tanto haber

tratado de perderse,

y, una vez más, a la espera —

 

      Una vez más, solo —

      Una vez más, desde la orilla,

      sin atreverse —

      Ahora, como tantas otras veces…

 

Hasta que oye, al fin —

una voz — la voz,

y siente sobre sí

— Su Mirada.

 

Atrás, entonces, el discurso

Y, aquí, el asentimiento.

No es el mar, ni el sol

Es el hijo vuelto padre

                                     Que perdona, y al fin —

vuelto hacia el mar,

                                  expira…

 

 

Hoy hubo bastante trabajo. Pero no sólo eso. A propósito, tomé notas instantáneas. Las transcribo aquí, directamente, de mis cuadernos:

El auditorio intercambia miradas, todas con más o menos el mismo grado de perplejidad. Eso, al inicio. Luego, hubo ceños fruncidos, pero como señal positiva. De reflexión.

Toda era gente de entre treinta y cuarenta años. Sonrisas decorosas, fáciles. Eso, al principio.

Los obligaron a asistir; luego parecieron disfrutarlo, pero a costa del marasmo en que por lo general es claro que boyan y que, creyeron, podrían disfrutar durante la jornada programada por su jefe. De todos modos, él me dijo que fuera… «suave; sí, sobre el rollo generacional; a ver qué sale.»

Al cabo del taller, se me ocurrió, como probable encabezado para estas notas: Entre la resignación – y la alegre ostentación del fracaso.

Porque había que aclararlo, precisamente, no es un asunto de generaciones…, no del todo. Abordarlo como que lo fuera implicaría un reduccionismo escandaloso. Pero es lo que se pregona. Porque vende bien. Categorizar adecuadamente al público objetivo.

Abundan en redes sociales memes alusivos a la relativa precariedad en que viven los treintañeros. Aquí y allá, lamentos por achaques que creían exclusivos de viejos. Pero causan sensación, especialmente, las exhibiciones de angustia debida a estrecheces materiales: los tíos viven endeudados y con apenas dinero para llegar al fin de cada mes. Así, se redunda en la impotencia de estos nuevos adolescentes: no les es posible aspirar a lo que sus padres y abuelos consiguieron, tanto por pereza como por debilidad, y viven, en el mejor de los casos, riéndose de su mediocridad. La fácil salida cínica.

Al respecto, los memes no constituyen precisamente muestras de agudeza destacable. Son apenas representaciones pretendidamente originales, elaboradas mediante combinaciones más o menos ingeniosas de material preexistente, ilustraciones toscas –en lo que radica su gracia– de situaciones obvias que, sin embargo, la mayoría del público prefiere no definir, sino sólo reconocerlas para identificarse con ellas y convertirlas en señas de identidad generacional. Ideología.

Buena parte de quienes elaboran estos memes son precisamente mujeres y hombres mayores de treinta años. Que ¿si saben lo que dicen? Probablemente, pero las más de las veces ponen en claro que no pueden hacer más al respecto, que figuritas. Y, no obstante, el humor importa.

Entretanto, ¿qué hay de los menores, quienes actualmente estudian en universidades o escuelas? ¿Qué lectura tienen de esta suerte de divisiones generacionales y qué tanto entienden del rol que acaso se espera que cumplan en relación a los demás? ¿Qué se hace en escuelas y universidades por procurarles conocimientos mediante los que puedan realizar cada cual un proyecto de vida digno, ya no digamos ambicioso?

Reducir el asunto de la acentuada fragilidad actual de la mayoría de jóvenes y adultos, la cronificación del infantilismo y la adolescencia, fruto de un proceso intencional con fines mercantiles, a simple debilidad, a un sino cósmico, es grosero.

Cunde el miedo y, ciertamente, ni escuelas ni universidades proveen de recursos para enfrentarlo efectivamente. Cada quien descubre que, al margen del consejo, dichos recursos se obtienen en la práctica, con la experiencia del desencanto. Ahora bien, luego de un largo periodo de adormecimiento, la disposición a padecerlo, así como el de enfrentar cualquier otro dolor ha quedado tan reducida que se anticipa el sufrimiento para fingir dicho choque, así se justifican reacciones carentes de autenticidad, mas sobradas de histrionismo, ciertamente incomprensibles para la mayoría de gente madura. Irónicamente, esta expresión forzada conlleva un nuevo dolor, este sí, real, para sus autores: el que produce la impostación misma, que aleja al sujeto de cualquier verdadera solución a sus problemas. Quien clama falsamente acaba sufriendo de veras, y reconoce que se daña a sí mismo, aunque sin saber bien cómo ni por qué. Carece, por si fuera poco, de términos adecuados para operar con lo que le ocurre.

Entonces, los memes no sirven. El terreno queda bien dispuesto para la diversificación de la oferta. Groso modo, por vertientes: De un lado, el discurso sobre la «felicidad en lo cotidiano», y el modo en que la tecnología se presta, a través de la edición, de la manipulación de toda imagen, a hacer de cada instante, supuestamente, significativo. Del otro, la publicitación de las más diversas formas de ostentación; no comodidad, simplemente, sino, la procura de «momentos únicos». Porque la vida es corta, muy corta.

En ambos casos, prima la prisa, pero mientras en el primero, se insta a los jóvenes a renunciar a grandes esfuerzos, al sacrificio por lograr alguna trascendencia, cosas que duren; en el segundo, se tienta al endeudamiento…, que la vida, igual se va. Como sea, – obviar el dolor. Salvo para presumir de supuesto estoicismo, claro…

Antes ya, se había puesto de moda hablar de «resiliencia», y hoy casi nunca se habla de «resignación».

«Entretanto, estudia, hijo, estudia. Ah, pero ¿cómo es eso de que te sientes desmotivado, que no te gusta?; vamos a ver qué pasa en esa escuela, right now; no puedes ser tú uno de los responsables de la marcha lerda, habiendo a quién culpar únicamente y, sobre todo, antes que a mí, ay, madreypadre-todo-en-une…»

Hay una flagrante contradicción entre el discurso de la educación para el diálogo y la armonía y el estudio para el desarrollo de competencias. En el colmo, hay quien habla, no de capacidades, destrezas y competencias, sino apenas de habilidades y entornos amigables, socioemocionalmente atractivos, multiculturalidad, ciudadanía del mundo, más un largo etcétera. Cuando, si bien es cierto conviene la colaboración, es más, el concierto entre personas competentes, primero debe haberse llevado a cabo una criba para garantizar, justamente, una paridad suficiente al interior de cada equipo, garantía de colaboración a partir de estándares óptimos para el logro de resultados. Sí, cada quien debe aportar lo que mejor sabe hacer. Pero para ello, debe haber efectivamente algo que hayan aprendido a hacer bien.

Los alumnos se dan cuenta. Vaya que sí…

 

 

Veamos, señores… Un ejemplo.

Recuerden, cada quien, entendida la situación, dos preguntas, al menos…:

 

No tocar

Ademir sale del salón. Apenas asintió con la cabeza, agradecido, ante la mirada del profesor que, advertido su malestar le indicó con un movimiento de los ojos, la puerta.

A medio camino, se detiene. El pasillo, helado. La pared sobre la que reposa de lado, de cerámica verde pálido, se siente húmeda. En vano llegaría hasta el fondo. El baño es incluso más frío y hiede. La sola idea de apoyar la mano en una superficie mojada le repele. Pasa de posarse en cuclillas a sentarse con las piernas recogidas, el hombro bajo el marco de la ventana blanca de niebla exterior. Otro día gris. Si cierro los ojos, se dice, seguramente perderé del todo la noción del tiempo; me dormiré, me encontrarán más tarde, me trasladarán a la enfermería, donde reposaré en la camilla, pero no sabré qué decir a sus preguntas, a sus miradas.

Alza la vista hacia el pálido haz de luz que atraviesa el vidrio sucio, al otro lado del cual apenas y puede verse el jardín. La bruma oculta las flores, los geranios fucsias y las margaritas amarillas y blancas. Ademir se las imagina como si pudiera hurgar, desde donde se encuentra, en la humedad, y arribar con algo de sí allá donde entonces, con toda seguridad, no vuelan abejas ni moscas ni ningún ave.

Tembló levemente, de frío. Se arropó cuanto pudo con la chaqueta del uniforme. Y deseó, simplemente, que nadie lo tocara. Que lo dejaran allí, en contacto con el color remoto, en silencio, sin más, pero, gracias al sueño, no en vano, no…