Nada por aquí, nada por allá: Sobre la hondura de los productos de Christopher Nolan

Por Juan Pablo Torres Muñiz

El cine de Christopher Nolan ocupa un lugar privilegiado en la industria cinematográfica global, especialmente en los últimos veinte años. Su obra, celebrada por su complejidad narrativa, su uso del tiempo discontinuo o, como prefieren llamarlo, porque tiene más caché, no lineal, sus efectos visuales ambiciosos y su interés declarado por temas como la identidad, la memoria y el espacio-tiempo, ha sido recibida con entusiasmo tanto por una crítica seducida por su apariencia racional como por un público ávido de sentirse intelectualizado mediante la supuesta experiencia cinematográfica.

Bajo esta fachada de profundidad, ¿qué hay de veras? ¿Qué cuestiona realmente su cine? ¿Qué sistema de ideas pone en juego? ¿Qué instituciones interroga? ¿Y cómo se opera este cuestionamiento?

El arte no puede reducirse a una mera experiencia estética o emocional. El arte es, antes que nada, una situación comunicativa compuesta por cuatro materiales fundamentales: el autor, la obra, el lector (o espectador) y el marco institucional y conceptual que permite interpretarla coherentemente. Si uno de estos elementos falla —si el autor carece de claridad conceptual, si la obra no articula una visión particular del mundo, si el lector interpreta subjetivamente sin conexión con el sistema que sustenta la obra, o si el marco institucional no provee criterios suficientes para su análisis— entonces el arte deja de serlo y se convierte en mera expresión, en provocación sin fundamento, en entretenimiento disfrazado de reflexión…. Y esto es precisamente lo que sucede con gran parte de la obra de Nolan.

La principal virtud del cine del famoso director es también su mayor engaño: su habilidad para construir estructuras narrativas complejas que dan la impresión de contener una densidad intelectual importante. Películas como Inception, Interstellar, Tenet o incluso Oppenheimer juegan con la percepción temporal, con conceptos científicos simplificados, con capas de realidad y sueño, y con la confusión como herramienta dramática. Artificio.

No toda complejidad es síntoma de riqueza. La complejidad mal usada se vuelve artificio vacío. Ni qué decir de la simple complicación.

Las películas de Nolan son técnicamente notables, pero conceptualmente frágiles. Sus tramas parecen diseñadas para desafiar al espectador no con preguntas éticas o filosóficas auténticas, sino con acertijos formales que, una vez resueltos, no ofrecen más que la satisfacción efímera de haber entendido algo que, en el fondo, no decía gran cosa. Y cuando el cuestionamiento se reduce a un juego de encaje narrativo, el material pierde su potencia crítica y se convierte en un rompecabezas sin mensaje. No es arte.

Este tipo de construcción formal no cuestiona al espectador; más bien, lo seduce con la sensación de estar comprendiendo algo profundo, cuando en realidad solo está descifrando un mecanismo. Es decir, no se le invita a pensar, sino a sentirse inteligente por haber seguido el argumento y la trama. Esta es una forma de infantilización encubierta, donde la audiencia es halagada no por lo que piensa, sino por haber podido seguir una historia difícil, aunque vacía.

Nolan no parece interesado en ofrecer una visión particular del mundo desde la cual confrontar instituciones o cuestionar categorías establecidas. No propone nuevas formas de entender el tiempo, la identidad o la ciencia. Nada de eso. Toma prestados conceptos de la física cuántica, de la psicología cognitiva o de la historia política (todo de boletín), y los introduce en una narrativa que los viste con grandeza visual, pero que no los reconfigura ni los reelabora.

En cuanto al Séptimo Arte…, en particular, Nolan ni redefine el lenguaje del cine, ni propone una visión nueva de la realidad. Simplemente reproduce una serie de arquetipos ya existentes (el héroe atormentado, la traición interna, el viaje iniciático) y los envuelve en una atmósfera oscura, épica y tecnológicamente refinada. No es un autor que cuestione, sino uno que reproduce con estilo. Nada más remoto del genio… (Cuando el artista, además de articular los elementos materiales con los que trabaja de forma diferente, los reconfigura en sí mismos, los concibe como materiales nuevos o inclusive emplea nuevos materiales para la elaboración de su obra; cuando, en suma, propone nuevos contenidos y una nueva forma en su arte, entonces resulta genial.)

Los filmes de Nolan no cuestionan el orden social, político o moral. Al contrario: tienden a reforzar visiones conservadoras del individuo heroico, del genio solitario, del líder que debe tomar decisiones inapelables para salvar al mundo. No cuestiona, el espectador lo hace por cuenta propia. Y eso es, en rigor, un fracaso artístico. Una obra que no tiene capacidad intrínseca de provocar el cuestionamiento, que depende exclusivamente de la interpretación del receptor para adquirir significado, no es arte, sino una superficie sobre la que proyectar nuestras propias preocupaciones. No es crítica: es autoayuda visualizada. Un fraude psicologicista.

Una de las mayores confusiones que causa el cine nolaniano es que muchos espectadores terminan viendo en cierta dificultad narrativa cierta profundidad intelectual. Tras ver Inception, muchos salen discutiendo durante horas sobre qué significa el trompo final, como si esa fuera una pregunta relevante en términos filosóficos o sociales. Pero en realidad, el cuestionamiento no proviene de la obra, sino del espectador, que intenta extraerle significado a partir de su propia necesidad de encontrarlo.

Nolan no proporciona tan siquiera el menor marco institucional conceptual. Su cine no invita a sujetos críticos, sino que pretende espectadores admirativos, dispuestos a aceptar que asistieron a una experiencia intelectual porque tuvieron que concentrarse para seguir un argumento enrevesado. He ahí la gran trampa: confundir atención con comprensión, y complejidad y complicación con auténtico contenido.

La crítica cinematográfica actual, influenciada por el marketing de Hollywood y la necesidad de viralidad en redes, ha convertido al Sr. Christopher en una especie de referente obligatorio del «cine inteligente». Pero esta valoración no pasa por un examen riguroso de su sistema de ideas, ni de su capacidad para cuestionar la realidad desde una posición institucional sólida. La recepción estética del trabajo de Nolan no permite calificarlo de nada más que un mero punto de partida, ni siquiera así constituye nunca una culminación. Desde un análisis poético, daría todavía menos.

Pero ocurre que cualquier intento de cuestionar su trabajo es rápidamente silenciado bajo la etiqueta de «intelectualismo pretencioso», cuando no es simplemente ignorado. La industria cultural, cómplice de la adolescentización generalizada del consumidor, premia el éxito comercial como mérito artístico, y convierte a Nolan en un icono del «cine cerebral», cuando en realidad su cine es más visceral que racional, más sensorial que conceptual.

[El caso Tenet: malabar para nada.]

De su producción, Tenet (2020) es quizás la más representativa de su modus operandi. Con una estructura invertida, diálogos cargados de tecnicismos físicos y escenas de acción cuidadosamente orquestadas, Tenet busca impresionar mediante la sensación de complejidad, aunque el contenido temático sea extremadamente elemental: un agente secreto que evita el fin del mundo. El espectador, aquí, no se enfrenta a dilemas éticos, ni se le invita a revisar sus conceptos. Lo que se le pide es que admire la maquinaria, que acepte la premisa sin cuestionarla demasiado, y que disfrute del espectáculo de una película cara, larga y bien montada. Tecnología disfrazada de pensamiento.

Aquí, el orden no se pone en duda, ni siquiera se reconoce su existencia. No hay instituciones que se confronten, no hay sistemas que se revisen. Solo hay personajes que actúan dentro de reglas establecidas, sin cuestionarlas jamás. Ni siquiera hay ironía, ni parodia, ni crítica velada. Hay acción, hay suspense, hay un barniz de erudición, pero no hay pensamiento.

Bastante haría Nolan, de admitir que busca sólo entretenimiento. Pero la pretenciosidad patente en filmes como éste y los demás suyos, clama que no, que hay más, y que busca… admiración…

[El caso Interstellar: entre la ciencia y la sensiblería espacial]

La segunda obra más celebrada de Nolan, anterior a Tenet, es Interstellar. También ilustra claramente esta tendencia a vestir ideas con grandes efectos visuales, sin permitir que ninguna de ellas se desarrolle coherentemente. Con una banda sonora épica, imágenes de agujeros negros impresionantes y diálogos cargados de referencias científicas, la película se presenta como una obra profunda sobre el universo, el amor y la supervivencia humana.

Pero, desde una perspectiva crítica, lo único que ofrece es una mezcla confusa de física y sentimentalismo barato, donde el amor es presentado como una fuerza cósmica que trasciende el espacio-tiempo. Este recurso, lejos de ser innovador, es una concesión al idealismo postmoderno de lo más patética, que prioriza lo emocional sobre lo racional, lo subjetivo sobre lo objetivo.

Un ejemplo es la escena final, donde Cooper (Matthew McConaughey) entra en una dimensión paralela artificial y se comunica con su hija mediante libros caídos y movimientos de reloj. Allí, la película decide que el amor es una variable cuantificable en el universo. Esto no es ciencia ficción inteligente: es ciencia ficción infantilizada, que reduce lo complejo a metáforas sentimentales.

No hay aquí una verdadera exploración del universo, ni una confrontación con lo infinito. Solo hay una narrativa edulcorada que intenta hacer compatible la física cuántica con el romanticismo de manual escolar. El resultado es una película que, aunque técnicamente admirable, carece de una visión crítica sobre la ciencia, la tecnología o la humanidad.

[El caso de Oppenheimer: una biografía mal contada, una vida reducida a efecto visual… Pero con muchos óscares…]

El libro de Bird y Sherwin es un gran trabajo de investigación histórica y análisis político. Muestra a Oppenheimer como un hombre atrapado entre su conciencia científica y el poder político, entre su idealismo académico y la brutalidad de la guerra moderna. Es un texto que no solo narra una vida, sino que interroga al sistema científico-militar-industrial, a la relación entre conocimiento y responsabilidad, y al papel del intelectual en contextos de guerra total.

Pero Nolan no aborda ninguno de estos temas con profundidad. Reduce el conflicto a un drama personal, donde Oppenheimer aparece como un mártir solitario, atormentado por haber creado algo que no podía controlar. No se pregunta si el científico tenía otra opción, ni cómo la estructura institucional le impedía actuar diferente. Simplemente lo muestra como un genio melancólico, rodeado de otros genios igual de desconcertados.

En lugar de explorar el trasfondo histórico y político, Nolan construye una película sobre el peso de las decisiones, pero sin dar al espectador herramientas para comprender por qué se tomaron, ni cuál fue su impacto real. Se queda en la superficie de las emociones, convirtiendo a Oppenheimer en una especie de Prometeo romántico, no en un actor histórico complejo. Pura propaganda U.S.A.

Oppenheimer utiliza dos hilos narrativos paralelos: uno en color, centrado en el juicio de seguridad durante el periodo de la Guerra Fría; otro en blanco y negro, centrado en la vida de Lewis Strauss, funcionario del Departamento de Energía Atómica y antagonista principal de la historia. Esta estructura, aunque formalmente interesante, no sirve para revelar nada sustancial sobre el protagonista. Más bien, la dispersión narrativa termina diluyendo el foco en Oppenheimer, y lo reemplaza por un melodrama judicial que parece sacado de cualquier serie legal estadounidense. Y es que, con Nolan, cualquier expresión que requiera del espectador un mínimo de penetración resulta casi delictiva. La claridad del argumento se pervierte en modos más bien para semi o de plano totalmente discapacitados.

Las escenas más significativas, como el famoso monólogo final de Oppenheimer frente al Comité del Senado, carecen de tensión dramática real. No se enfrenta al sistema ni cuestiona su papel en la historia. Solo expone su angustia existencial, como si fuera suficiente con sentir remordimiento para redimirse. No hay confrontación racional, solo emotividad vacía. (Poner cara de situación no basta…)

Un ejemplo particularmente decepcionante es la escena del ensayo nuclear en Trinity Site. Aquí, Nolan tiene la oportunidad de mostrar el momento fundacional de la era nuclear, de confrontar al espectador con la magnitud de lo que acaba de ocurrir. Pero en lugar de ofrecer una reflexión ética o histórica, presenta una secuencia técnica y visualmente precisa, pero completamente vacía de contenido filosófico. El horror está ahí, pero no se le permite resonar.

Este tratamiento superficial del material biográfico es característico del estilo de Nolan: todo es mostrado, nada es cuestionado. El público sale satisfecho de haber visto algo dizque serio, pero sin haber aprendido nada nuevo. Ni siquiera se le invita a leer el libro original, que sí plantea preguntas inteligentes, así como ofrece respuestas a preguntas que la película ni siquiera esboza.

[Y, bueno…]

Lo que sí posee Nolan es un estilo reconocible: cámaras fijas, edición precisa, música grandilocuente, una paleta visual sobria y escenarios minimalistas. Así, muchas de sus películas funcionan como ejercicios de estilo, como muestras de lo que puede hacerse con presupuestos elevados y una buena planificación narrativa. Pero detrás de todo eso, nada.

Un texto es un material comunicativo, una construcción racional de signos y símbolos, legible y referible. Cuando hablamos de textos no solo nos referimos a escritos, sino también a audiovisuales, siempre que cumplan con las condiciones señaladas en su definición. Bajo este criterio, el cine de Nolan cumple con la condición de texto, pero no de arte. No se trata de frialdad ni indiferencia, sino de reconocer que el trabajo no existe para hacernos sentir bien, sino para cumplir funciones. Al caso, cuestionar.

Su obra puede ser disfrutada, ciertamente. Pero no puede ser considerado más que entretenimiento, mercancía con aires de grandeza.

Qué ironía que su film más adulto (por el intento de cuestionar algo, al menos), fue el segundo de tres sobre un súper héroe de cómic con antifaz, alguien sobre el que, felizmente, no había nada hondo qué explicar…