Justificaciones: De educación, nombres y algo más

Por Juan Pablo Torres Muñiz

Acaso estas páginas se justifiquen apenas porque contienen datos, planteamientos varios de problemas a partir de situaciones problemáticas que conviene o no queda más remedio que atravesar, operaciones relativas a ellos y múltiples intentos de resolución, así como una que otra solución satisfactoria, casos todos en los que resulta imposible hablar del fondo sin la forma, es decir, sin el uso del lenguaje verbal, con el que, al caso, se articula la experiencia. Y sin hablar también de ficción.

Luego, releer, revisar. De vez en cuando. Aprovechar — ciertas ideas. Y olvidar el resto. — Liberación.

Aunque puede que quepa algún otro motivo, y no muchos otros para la desaparición de mis archivos, no se me ocurre ningún otro válido para continuar, que aquél. Desde luego, para quien parta de la premisa de que escribir no requiere justificación, que no es una operación que atiende, como todas, a determinadas necesidades, y acarrea nuevas complicaciones respecto de la realidad al margen, pues las justificaciones sobrarán.

En fin, como ejemplo de maniqueísmo, basta con lo que revelan buena parte de las noticias respecto de las propias agencias informativas, muy bien solventadas.

(Esta advertencia obedece al impulso dialéctico, se sirve de él para decir algo más sin necesidad de pronunciación explícita. Y es que escribir implica siempre elegir contra qué silencio se lucha, también…

Obviedades, quizá. Pero nos encontramos en un tiempo en que, tras un paso, sí, luego, también, conviene anticiparse a mal entendidos… Evitarlos es imposible.)

Por si fuera poco, de otro lado, tenemos eso que bien podríamos bautizar de Lo encantador ininteligible. Lo complicado, supuestamente misterioso. Pues vaya que conviene que no se entienda. Pura subjetividad e idealismo y silencio bobo insuflado de misticismo y/o sensibilidad esquiva, de tan elevada, ay.)

Recuerdo a un colega mío que conducía un taller de escritura creativa —término de por sí absurdo—, un día que me dijo, pues me lo encontré cuando buscaba un buen nombre para él: «No, no, muy simple, ¡nada de Literatura!, hablemos de escrituras, de huellas en el aire, zarpazos del inconsciente, de trans alguna cosa, lo que sea…, sí: ¡Transtextos! ¡Eso! Para que tenga pegada. Que ¿si significa algo? Claro, o sea…, lo que no se puede decir, ¿no? Bah, no importa… ¿Qué no tiene sentido y que no hago más que darle la espalda a instituciones y a una tradición robusta que sí que funcionan bien, como dices? ¡Qué más da! ¡El arte es libertad, rebeldía… y lucha! Ah, sí, contra todo… ¡abajo las convenciones! Ah, y todo debe ir como en siglas: T.R.A.N.S.E.S.C.R.I.T.U.R.A.S. o eso que dije… ¿Qué era…?»

Tiempo después me di con D., un exalumno nuestro que se unió a sus talleres; marchaba «contra la dictadura del heteropatriarcado derechista» por la Plaza Central. Cantaba algo que, luego, vi que reprodujo en redes, subtitulado: «Ya no aguantamos más / Ananay, nos duele tanto / Es tan sólo clamar por la paz… / ¡unides!» y así, más chorradas.

De chico, cuando me tocó enseñarle, él tocaba guitarra; ciertamente, parecía dotado de algún talento para la música. Ahora, no cabría discusión alguna sobre el aplastamiento de esa y cualquier otra probable expectativa digna, como tampoco respecto de que nunca haya trabajado, se dedique nada más que a estudiar Filosofía y Letras en una decadente foucaultad de elevada pensión —«gracias, papis»— y se disfrace de señorito barbado con ropa de marca (eso sí, de segunda mano), con un ejemplar de la colección Populibros hecho trizas, bajo el brazo.

 

 

La escuela como síntesis de la actualidad social… Tremendo estropicio, aunque, oh, con las mejores intenciones.

(Tengo mucha suerte de trabajar donde me permiten, como a mis demás colegas, hacerlo bien.)

Afuera, la luz hacia el oeste hace un leve primer guiño en naranja.

MiV. asiste a una capacitación en línea. La certificación es necesaria para optar, luego, por una plaza en la carrera pública magisterial. Por ello resiste la perorata del licenciado como psicoterapeuta de familia y coach escolar al micrófono. MiV. Su expresión dice tanto… de la calaña de la organización del curso y de su extraordinaria paciencia, que la lleva entonces a sonreírme.

De repente, a mi paso por la sala, alcanzo a oír que el conductor habla del aula: El ambiente de trabajo, dice, constituye un «tercer educador», un «tercer maestro», un «gran agente educativo» (SIC, SIC y SIC).

¿Símil desafortunado, confusión por ignorancia contumaz, metáfora de pacotilla, desliz de un ensueño de automatización o un brote de animismo esquizoide? Como sea…, a la porra la lengua, el lenguaje y toda lógica.

Poco después, concluida la sesión, MiV. me alcanza en la biblioteca. Se me anticipa, me sonríe y me dice que pues, a fin de cuentas, hubo contenido útil, entre todo. Y añade: Ahora puedes tomar nota de eso también…

El término «tercer maestro» es responsabilidad de Loris Malaguzzi, iniciador de la metodología de las escuelas de Reggio Emilia. Se me ocurrió que su uso podría ser culpa de alguien más, después de iniciado el trabajo de reconstrucción de espacios educativos en Reggio Emilia, Italia, tras la Segunda Guerra Mundial, pero no. De modo que, más allá de la atención que por supuesto merecen los ambientes de trabajo para la enseñanza y el aprendizaje, de su valor como elementos estimulantes, aparte cómodos, cuando no dispuestos a ser completados, remodelados, incluso construidos en parte por los mismos profesores y alumnos, en un ejercicio de lo más fructífero, la idea esa nació torcida. Porque en cuestión de método, un nombre no es eso, solamente, mucho menos en materia de educación, que debe ocuparse de enseñar a definir y conceptualizar adecuadamente, para empezar.

En fin. Acaso, asunto de mercadotecnia, de patentes, de rollos confusos con nombrecillos ganchudos. «Business son business».

Durante la indagación a propósito del rumbo que siguió el proyecto de don Loris, el sistema algorítmico de Internet me propone montones de vídeos promocionales de la llamada Pedagogía Reggio Emilia. Curioso: instalaciones coloridas, enormemente llamativas, algunas obviamente muy cómodas, demasiado; diseños fuera de lo común, una suerte de mundo de fantasía del aprendizaje, y no sólo para niños pequeños, sino para púberes y adolescentes. Mueblería exótica por doquier. Y chicos guapos descalzos aquí y allá, unos de bruces, leyendo, supuestamente (¿mientras penden de lado y hasta de cabeza de un tejido de cuerdas con adornos con motivos matemáticos?), otros en pequeñas cuevas brillantes, partes de una suerte de panal frente a un estante repleto de libros, con música ambiental de fondo…

Lejos de la necesaria comodidad, de la inspiración que puedan despertar los diseños originales en los estudiantes, la cosa pinta más bien de catálogo exclusivo. Sobre todo, por lo que luego claman las maestras al frente: que ¡por qué el aula debe ser una jaula, la escuela una prisión y la vida algo distinto de diversión…! ¡Mire lo que hacemos aquí, esto es lo nuevo, una «verdadera revolución en la escuela»!

Se lo muestro a MiV. Casi de inmediato advierte que, en lugar de ofrecer ambientes adecuados a la preparación de los estudiantes para enfrentar el mundo exterior, los videos exponen campos de diversión completamente de espaldas a la realidad a la que los chicos deben aprender a insertarse (sin perjuicio de su capacidad de innovación, ni mucho menos, sino todo lo contrario).

Cuando la escuela deja de ser un sitio agradable para convertirse en un «refugio divertido», nos vemos ante una serie de graves inconvenientes. Claro, siempre que nos importe educar y no nada más hacer negocio.

Salimos a caminar, la tarde, ahora encendida del todo, se presta. En el parque, antes de la avenida, unos niños arman un fuerte con ramas. Su imaginación reviste la estructura algo escuálida, de solidez, pero vaya que han logrado bastante de veras. Detrás de ellos, abandonadas, las casitas de plástico de bordes todos redondeados, pastel chillón, instaladas por el comité de la municipalidad, según reza la placa al costado —que incluye la cifra del dinero gastado—, «conforme los principios pedagógicos más modernos».

Chicos sanos, chicos sanos…