Impostaciones: Sobre el Homo Institutionalis y el animalismo, desde una lectura de «El Animal Divino» de Gustavo Bueno

Por Juan Pablo Torres Muñiz

[Participación en un foro sobre animalismo, desde la perspectiva del Homo Institutionalis y una lectura de El Animal Divino de Gustavo Bueno.]

 

Estimados amigos:

Buenas tardes.

Agradezco mucho su invitación. Además, también, y desde ya, su comprensión para apreciar mi intervención, no como un compendio suficiente, sino apenas un asomo, producto de una síntesis hecha con el mayor empeño y con la confianza de que los términos que emplearé son conocidos por ustedes mejor que por mí mismo.

Me he propuesto, aparte de ceñirme al tiempo dispuesto para mi turno, motivarles quizá a continuar ayudándome en la exploración de las implicaciones del planteamiento del Homo Institutionalis, así como, por supuesto, a un abordaje crítico de la obra de Gustavo Bueno, elocuente por sí misma, y con la cual —debo advertir, como otras veces— coincido en ciertos puntos decisivos —como sin duda se verá—, mas no en todos, ni mucho menos.

A partir de las tesis expuestas en Homo Institutionalis y en diálogo con la profunda elucidación de Gustavo Bueno específicamente en El animal divino, consideramos pertinente abordar críticamente las implicaciones de la condición humana como especie diferenciada, una vez que asume un rol hegemónico sobre las demás formas de vida del planeta, no a nivel meramente biológico, sino intrínsecamente institucional, hasta la constitución misma del hombre como fundador de la realidad humana, redefiniendo su posición en el cosmos y, consecuentemente, el sentido mismo de su religiosidad.

Hemos dicho antes que nuestra especie se distingue cualitativamente, de manera principal, por la capacidad de crear instituciones y operar a través de ellas. Esta facultad, que eleva la razón humana a un nivel abstracto y compartido, representa un paso trascendental que nos sitúa por encima del mero marco de la especie zoológica. En este sentido, la constitución del Homo Institutionalis es inseparable de su asunción de un rol, si no divino en el sentido teológico tradicional, sí fundacional y, por ende, central para la conformación de su propia realidad.

Gustavo Bueno, al analizar las «verdaderas filosofías de la religión» desde una perspectiva materialista, que compartimos, establece dos grandes familias: las circulares y las angulares. La filosofía circular de la religión, aquella que considera al hombre como la fuente misma de la numinosidad, encuentra su expresión más acabada en la fórmula de Feuerbach: «El hombre hizo a los dioses a su imagen y semejanza». Esta concepción, que sitúa al hombre en el lugar más elevado de la creación, implica un antropocentrismo metafísico que trasciende las visiones paganas helénicas, donde el hombre era una partícula más de la physis. El Homo Institutionalis, al autoconstituirse como persona a través de sistemas de significación y normatividad, precisamente se ubica en este centro de la realidad, desplazando y desacralizando a los animales que, en épocas primarias, constituían el núcleo zoomórfico de la numinosidad.

Esta posición central del hombre se articula en el espacio antropológico a través de tres ejes: el circular (relaciones interhumanas), el radial (relaciones con la naturaleza impersonal) y el angular (relaciones con los animales). En el proceso de la evolución de la religión, la concepción humanista o circular reconstruye la numinosidad animal como un proceso de antropomorfismo, o bien, la reduce a la condición de «máquinas» (como lo hicieron Gómez Pereira y Descartes), eliminando de facto el eje angular al confundirlo con el radial o al considerarlo ajeno a la conciencia o sensibilidad. Este control y dominio técnico sobre los animales, especialmente evidente en el Neolítico con la domesticación y el control de la reproducción, transfiere la numinosidad a la figura humana, llevándonos a los dioses antropomorfos de las religiones secundarias. El hombre, al ser el «señor» de los animales, se inviste de una dignidad que se mide por su superioridad, asumiendo un rol que antes atribuía a númenes externos.

Sin embargo, en la contemporaneidad, asistimos a una perversión de esta institucionalidad fundacional. La pérdida de sentido del pensamiento religioso, atribuida al hiperrelativismo y a las políticas de infantilización y adolescentización inherentes al globalismo consumista, ha precipitado un extravío del hombre. En un irónico y peligroso retroceso, el Homo Institutionalis renuncia a su específica diferenciación y se concibe, de nuevo, como un simple agente del mercado pletórico… apenas distinguible de los animales, se apela a él mediante los sentidos, a través de los estímulos más primitivos.

Esta regresión es de la mayor gravedad, pues implica un derrumbamiento de los marcos conceptuales que definen la especificidad humana. Una profunda perversión de la institucionalidad.

El materialismo filosófico de Bueno advertía que la piedad hacia los animales, si bien puede ser un sentimiento humano, llevada al extremo de concebirlos con alma racional o como iguales, condujo históricamente a la justificación de la crueldad, al convertirlos en meras máquinas. En la actualidad, esta «religación» moderna con los animales, manifestada en el animalismo o en la etología interpretada como una «nueva teología», si bien podría verse como una refluencia de momentos ancestrales, se torna problemática cuando anula la especificidad antropológica. El «interés verdadero y constitutivo del hombre mismo» por los animales no debe confundirse con la disolución de los límites ontológicos que nos definen como Homo Institutionalis.

La crítica filosófica, lejos de una mera enumeración de factores, exige ordenar y clasificar los contenidos según su contenido de realidad y verdad. El «sentido del misterio» que la religación con los animales podría recuperar, según Bueno, no significa asignarles su condición de númenes sin más, sino comprender que el hombre, clausurado en sus relaciones circulares, es «más que hombre», tiene un exceso que rebosa su propio círculo humano. Y este más, este exceso, es precisamente la animalidad. Es decir, no una anulación de la distinción, sino una comprensión dialéctica de la interconexión.

En contraste, el animalismo actual, al divinizar al animal o equipararlo al hombre, confunde los planos. Al considerar al hombre como «un par de los animales», se le niega la dignidad que le confiere su capacidad de trascender el instinto y la inmediatez a través de la creación institucional. Es una involución que, desde la perspectiva del Homo Institutionalis, disuelve los fundamentos de la convivencia social y la propia libertad. La exigencia de «respetar sólo a personas e instituciones personales» no es un capricho, sino la defensa de la racionalidad y la normatividad que nos definen. Atribuir personalidad a seres que no son personas es, en última instancia, un acto de arbitrariedad que desdibuja el mundo que hemos construido y nos entrega al caos de la indistinción.

El Homo Institutionalis, al erigir la institución de humanidad como un estado superior y al reconfigurar su relación con lo numinoso y lo natural, se enfrenta hoy a la paradoja de un autodesconocimiento que amenaza con disolver su propia esencia, una negación de la razón y de la libertad que las instituciones, y solo ellas, nos han brindado.

La diferenciación que planteamos más allá de la mera taxonomía zoológica, se cimenta en la institución de la humanidad como un estado superior, donde el hombre no solo domina a las demás especies biológicas de la Tierra, sino que se posiciona a sí mismo como fundador y centro de su propia realidad institucional. El Homo Institutionalis se distingue por su facultad de proponer y desarrollar criterios compartidos, de abordar la realidad por porciones lógicas, lo que le ha permitido erigir un mundo, es decir, un conjunto de elementos ordenados, que trasciende la inmediatez de la naturaleza y del puro instinto. En este sentido, el hombre asume una suerte de «divinidad» no metafísica, sino pragmático-trascendental, al convertirse en el creador de nuevas realidades.

Gustavo Bueno, en El animal divino, postula que el núcleo de la religiosidad humana mana de la relación con los «seres vivientes, no humanos, pero sí inteligentes, que son capaces de “envolver” efectivamente a los hombres». En la fase primaria de la religión, este núcleo era zoomórfico. Sin embargo, el desarrollo de las religiones secundarias y terciarias, particularmente el cristianismo, marcó un giro hacia un antropocentrismo metafísico, donde el hombre es colocado en el lugar más elevado de la creación, como el «lugar de la parusía, en donde Dios va a encarnarse». En esta evolución, la concepción del hombre como medida de todas las cosas lleva a la desacralización de los animales. Estos, que alguna vez fueron númenes, son progresivamente despojados de su numinosidad e incluso de su inteligencia, siendo reducidos a la condición de «máquinas» (como sostenían Gómez Pereira y Descartes). La «filosofía circular de la religión» de Bueno, donde «es el hombre mismo la fuente de la numinosidad» y «el hombre hizo a los dioses a su imagen y semejanza», refleja esta asunción del hombre como centro. El Homo Institutionalis, al devenir el señor del control técnico y la reproducción de los animales, transfiere a sí mismo la numinosidad, convirtiendo la figura humana en el analogado principal de lo divino. El hombre, al crear sus propias instituciones, se erige como el centro de los ejes antropológicos: el circular (relaciones interhumanas), el radial (relaciones con la naturaleza) y el angular (relaciones con los animales). Las relaciones angulares, que inicialmente ligaban al hombre con los númenes animales, ahora se redefinen bajo su dominio, consolidando la superioridad humana en el espacio antropológico.

El debilitamiento de las instituciones en nombre del individuo y del mercado, impulsado por un hiperrelativismo y una cultura de la infantilización y adolescentización característica del globalismo consumista, ha generado una regresión. En esta situación, el hombre es reducido a «mero humano», apenas distinguible de los animales, perdiendo su cualitativa diferencia.

La pérdida de la conciencia de la religación trascendental del hombre con el mundo, particularmente con el eje angular (los animales), distorsiona no solo las relaciones radiales con la naturaleza, sino también las relaciones circulares entre los hombres. Observamos cómo millones de personas, en un acto que confunde el respeto con la sentimentalidad, abogan por animales (especialmente mascotas) por sobre las personas, les atribuyen arbitrariamente personalidad, y llegan al extremo de considerar a la especie humana una plaga. Esta ideología, que defiende a los insectos por encima de nuestra propia especie, es un síntoma de un derrumbe de la razón y de la crítica filosófica que subyacen a la institucionalidad humana.

Veamos, para ilustrar la situación, el caso del famoso Proyecto Gran Simio (GAP)…

A pesar de sus nobles aspiraciones de compasión y justicia que buscan otorgar derechos morales y legales —como el derecho a la vida, la libertad y la protección contra la tortura— a chimpancés, gorilas, orangutanes y bonobos, basándose en su cercanía genética y complejidad cognitiva con los humanos, se presenta, desde la filosofía materialista, como un error o, incluso, un disparate. Si bien esta iniciativa, ampliamente discutida en foros de bioética y derechos animales disponibles en línea, está movida por una «aparente buena intención», ignora distinciones fundamentales en su base conceptual.

Dado que la persona es una construcción racional e institucional, no una entidad biológica abstracta, el respeto y los derechos son fenómenos que emergen de la participación en nuestras instituciones. En ellas, el sujeto, de hecho, se sujeta a la sociedad de personas de la que forma parte. Atribuir personalidad a animales, sin que estos puedan operar en un marco normativo recíproco o generar una suerte de «cultura espiritual» como la humana (lenguaje gramatical, tecnología normalizada), es una impostación que denota abiertamente ignorancia y atrevimiento.

Gustavo Bueno, en El animal divino, complementa esta crítica al señalar la peculiaridad taxonómica diamérica del hombre, quien se sitúa en la intersección de «primates y fieras». Esta perspectiva materialista se opone tanto a la negación cartesiana de la inteligencia animal como a una dilución acrítica de las fronteras esenciales. Si bien los animales pueden tener una numinosidad para el hombre y manifestar vis representativa y vis appetitiva, esto no los eleva al plano de la cultura específicamente humana, caracterizada por la «conducta proléptica» y los «símbolos lingüísticos o iconográficos». El GAP, al intentar «divinizar» a los simios con categorías jurídicas humanas, incurre en un antropomorfismo problemático que distorsiona «las relaciones efectivas» y la comprensión de ambas especies.

En esencia, el proyecto Gran Simio confunde un ideal moral con una realidad institucional. Busca imponer una visión idealista sin el sustento de las condiciones materiales y gnoseológicas que definen la persona y los derechos en el ámbito humano. Es una ensoñación que, en lugar de un análisis crítico de la realidad, ofrece una proyección sentimental que puede conducir a desperdicios pintorescos, cuando no en desastres en el ámbito de la antropología filosófica.

¿Ejemplos de esto último? «Perrhijos»…

La reciente tendencia de referirse a los perros así y de hablar de la «adopción» de animales como si se tratara de seres humanos, ampliamente difundida en redes sociales y medios de comunicación (información disponible en diversas fuentes públicas de internet que reflejan el uso común de estos términos), confunde las esencias de la persona humana y del animal, distorsionando relaciones fundamentales y fomentando un idealismo pernicioso.

El fenómeno desvirtúa la relación angular auténtica. En lugar de reconocer la alteridad y la propia numinosidad del animal, lo reduce a una proyección sentimental y antropomórfica de necesidades humanas. Bueno advierte que conceder a los animales alma sensitiva lleva a conclusiones de «impiedad» hacia ellos si se les trataba cruelmente, pero también critica la «mera sensiblería» y el «ilusorio antropomorfismo» que se les atribuye. Al elevar al animal a la condición de «hijo» o «persona», se le despoja de su propia esencia animal y se le impone una identidad que no le corresponde, lo que, paradójicamente, puede impedir una comprensión y una relación más profunda y adecuada con él.

Por supuesto, esta tendencia no es sino un síntoma de la adolescentización e infantilización de la sociedad, producto de la propaganda idealista, de enorme efectividad para el turbo capitalismo.

En un contexto donde la crítica es percibida como un ataque a la identidad personal y la «sensibilidad» y la «empatía» prevalecen sobre el conocimiento riguroso, se genera un totalitarismo consumista que diluye las distinciones conceptuales y las estructuras normativas.

Gustavo Bueno ya advertía contra la «piedad ilusorio antropomorfismo y mera sensiblería» hacia los animales, una consecuencia lógica de una «impiedad religiosa originaria» que, al despojar a los animales de toda numinosidad, los convierte en objetos mecánicos. Sin embargo, la refluencia actual de un interés «animalista» que anula las distinciones ontológicas entre el hombre y el animal, no es una recuperación del «sentido del misterio» en el sentido crítico de Bueno. El misterio, para él, residía en comprender que el hombre, aun en su humanidad, posee un «exceso» o «animalidad» que lo desborda, no en reducir al hombre al nivel del animal.

La capacidad de respeto, de la que solo las personas son sujetos racionales, se diluye en un sentimentalismo que equipara lo humano con lo animal. Esta regresión no solo despoja al Homo Institutionalis de su posición fundacional, sino que subvierte la jerarquía de valores establecida por siglos de desarrollo institucional. El hombre, al negarse a sí mismo como especie que crea y opera a través de instituciones, se condena a un caos donde las fronteras de la identidad y la responsabilidad se desdibujan, conduciendo a una sociedad incapaz de discernir el bien de su propio marco institucional.

En definitiva, la emergencia del Homo Institutionalis como especie diferenciada se fundó en la capacidad de instituirse a sí mismo como centro de su mundo, dominando y resignificando su relación con lo numinoso y lo animal. La actual deriva hacia el animalismo extremo, impulsada por fuerzas globalistas desinstitucionalizadoras, no es más que una perversión de esta conquista histórica, un retroceso en la conciencia de nuestra propia especificidad institucional que nos arrastra a un desorden categorial. La defensa de la institución de la humanidad y de sus distinciones racionales se torna, así, una tarea filosófica ineludible para salvaguardar el «patrimonio de la razón humana» y el propio sentido de la libertad.

 

 

 

Referencias bibliográficas:

  • Bueno, G. (1996). El animal divino: Ensayo de una filosofía materialista de la religión (2ª ed.). Pentalfa Ediciones.
  • Torres Muñiz, J. P. (2022). Homo Institutionalis. Grupo Editorial Caja Negra. Lima – Perú.