Hondamente espectral: Sobre «Emma, cautiva», novela de César Aira

Por Juan Pablo Torres Muñiz

En el «ecosistema» literario contemporáneo, no es infrecuente que autores catalogados como «raros» o «experimentales» alcancen notoriedad mediante un aura de singularidad que, en ocasiones, actúa como sustituto de un escrutinio crítico riguroso. La recepción acrítica, fascinada por la novedad formal o la excentricidad temática, puede obviar la necesidad de una evaluación coherente y profunda de los mecanismos narrativos y la sustancia conceptual de la obra. Este fenómeno encuentra un caso paradigmático en la figura de César Aira, cuyo prolífico ritmo suele ser celebrado por su carácter lúdico y surrealista, no siempre acompañado de un análisis que trascienda lo superficial. Sin embargo, es en Ema, la cautiva donde Aira logra una síntesis tan poderosa que exige y resiste dicho examen, constituyendo probablemente su trabajo más logrado y sustancial, una obra donde la aparente ligereza de la fábula encubre una densa reflexión sobre los fundamentos de la civilización.

La novela relata el viaje de Ema, una joven convicta, hacia el fuerte de Pringles en la Patagonia del siglo XIX, formando parte de un siniestro cargamento humano. Tras ser asignada como concubina a un teniente y luego «casada» con un soldado, Gombo, Ema se adapta a la vida en la frontera, un espacio liminal donde las leyes y costumbres civilizatorias se desdibujan. Su existencia se entrelaza con la de los indios «mansos», el enigmático coronel Espina y el joven indio Mampucumapuro, en un entorno donde el trueque, el juego, la violencia y el erotismo configuran una realidad alternativa. La narración culmina con un malón durante el cual Ema es capturada, iniciando un nuevo ciclo en su vida nómada y transformadora.

La estructura de la novela es bipartita y simbiótica. La primera parte se centra en la travesía desértica y la llegada al fuerte, un relato de tono kafkiano y claustrofóbico filtrado por la percepción del ingeniero francés Duval, quien funciona como un testigo incrédulo de la brutalidad y el absurdo del mundo fronterizo. La segunda parte, tras un salto elíptico, adopta la perspectiva de Ema ya instalada en Pringles, desplazando el foco hacia la construcción de una micro-sociedad híbrida y decadente. Esta disposición opera claramente como un contrapunto dialéctico. La primera parte expone la maquinaria de la dominación y el transporte, la crudeza del proyecto civilizatorio, mientras que la segunda explora la vida que brota en los intersticios de ese mismo proyecto, una vida que subvierte sus premisas originales. La trama, deliberadamente episódica y desprovista de un clímax dramático convencional, refleja la propia lógica del desierto y la frontera: una sucesión de eventos que se diluyen en la monotonía y la repetición, donde lo significativo no es la acción, sino la transformación imperceptible de los personajes y el entorno.

Los personajes pueden clasificarse en tres órdenes funcionales. El primer orden lo conforman los agentes de la institución militar y colonial: el teniente Lavalle, encarnación de un salvajismo refinado y cínico; el coronel Espina, un leviatán excéntrico cuyo poder se ejerce a través de la impresión de dinero y el teatro político; y el ingeniero Duval, el europeo cuya razón ilustrada naufraga ante lo real. Son personajes estáticos, representantes de un sistema que, aunque deformado, persiste. El segundo orden es el de los nómadas: los indios, presentados como practicantes de una civilización paralela, estética y lúdica, cuyo sistema de valores gira en torno al juego, la pintura corporal y la elegancia ritual. Mampucumapuro es su ejemplo más depurado. El tercer orden, y el más crucial, es el de las «cautivas» o mujeres circulantes, siendo Ema su arquetipo. Ema es un vector, una superficie de proyección y adaptación; su desarrollo es contextual: de convicta pasiva a concubina, a esposa de soldado, a amante de un indio, y finalmente a cautiva nuevamente. Su transformación es una respuesta pragmática y casi vegetativa a un medio hostil y fluido. Los personajes, en conjunto, no evolucionan mediante introspección, sino a través de su posición cambiante dentro del complejo entramado de intercambios —económicos, sexuales, culturales— que define la frontera.

El lenguaje y el estilo de Aira alcanzan aquí una potencia expresiva singular. Su narrativa simula una frialdad antropológica, un tono descriptivo y distante que contrasta brutalmente con la violencia y el surrealismo de lo descrito. Esta aparente neutralidad intensifica lo siniestro, como en la escena de la mutilación del convicto o en el banquete de los oficiales en Azul. Aira emplea un realismo delirante donde lo fantástico —la manada de otarias mudas, el pez cilíndrico y antropomorfo— irrumpe en la llanura como un dato más del paisaje, naturalizando lo absurdo. Los planteamientos narrativos son llamativamente anti-dramáticos; los eventos potencialmente trágicos, como el malón final, son narrados con una prosa serena y pictórica, desactivando el pathos y enfatizando la cualidad de «teatro inocente» que Lavalle atribuye al intercambio de mujeres. El estilo, por tanto, lejos de decorar la historia, funciona como el vehículo de su particular filosofía: la representación de un mundo donde la distinción entre lo real y lo simulado, lo natural y lo cultural, se ha evaporado.

Ema, la cautiva es una puesta en cuestión radical de varios asuntos importantes. Desmonta la Institución del Estado y la Ley. El fuerte de Pringles no es un bastión de la civilización, sino una entidad autárquica y grotesca donde la ley ha sido reemplazada por la voluntad arbitraria de Espina, quien gobierna mediante la simulación (el falso malón) y la fabricación de dinero sin valor. La ley es aquí un espectro, una ficción más en un desierto de ficciones. En segundo lugar, desnaturaliza la institución del intercambio económico. El dinero de Espina, sin respaldo alguno, se convierte en el lubricante de una economía basada en el juego y el chantaje teatralizado. La novela sugiere que toda economía es, en el fondo, un sistema de creencias y representaciones, un juego de confianza cuya solidez es tan frágil como el papel moneda impreso en la frontera. En tercer lugar, problematiza la familia. Las mujeres, en particular Ema, son algo así como la moneda en un sistema de intercambio patriarcal y, ciertamente, no virreinal sino claramente colonial. Sin embargo, lejos de ser meras víctimas, se muestran como agentes de una adaptación suprema. La maternidad de Ema no es romantizada; es un hecho biológico y social que le otorga un lugar, una herramienta de supervivencia en un mundo donde la familia convencional no existe. Finalmente, la novela enfrenta al lector con la Institución de la civilización misma. Frente al proyecto racional y expansivo representado por Duval, la frontera erige un mundo alternativo regido por la estética, el ocio, el juego y el ritual, donde lo salvaje no se corresponde con ausencia de orden, sino con un orden distinto, basado en la apariencia y el flujo constante. La novela no juzga este mundo; lo expone en su lógica interna, desafiando la superioridad moral de la civilización occidental y mostrando la barbarie que subyace en su propio seno.

Más allá de la mera experimentación formal, Emma, la cautiva se erige en una curiosa indagación ficcional sobre los límites de lo humano y las instituciones, bien distintas de los constructos.