Hay momentos así: Digresiones entre la escuela y los negocios de Nolan

Por Juan Pablo Torres Muñiz

Hay momentos así, por supuesto…  Pero la grisura de ánimo, desbarro esporádico dea escepticismo habitual, no lo despliega, en mi caso, al menos no principalmente, el comportamiento de los muchachos. Quien, en estas lides, obvia que, aunque la mayoría de estudiantes se beneficie más o menos de las clases, sólo un par de entre todos ellos habrá de fructificar de veras lo aprendido y, aparte, un grupo fracasará, haría mejor en dedicarse a otra cosa. Lo que ocurre, me parece, alcancé a explicarlo, aunque a trazo grueso, en uno de mis comentarios del foro que compartimos para consultas académicas:

¿Por qué superviso sus notas de otros cursos? ¿Por qué no nos limitamos a lo que pasa en nuestras contadas horas de trabajo semanal? Saben que es con autorización de sus otros profesores, claro, pero preguntas por el motivo fondo… Bien. Tenemos mucho, mucho en contra.

Como saben, la amplísima mayoría de gente a nuestro alrededor, aquí y en todas partes, habla mal o pésimo, y se ha acostumbrado, además, a que se la entienda de una u otra forma, depositando en quien atiende una suerte de triste obligación: hacer las veces de adulto responsable ante un chiquillo engreído que no asumirá responsabilidad alguna de cualquier malentendido.

Fíjense en otras escuelas… Suele darse por supuesto que las instrucciones orales deben ser repetidas decenas de veces e hiper especificadas, además de reforzadas por escrito (con lo que, paradójicamente, se anula la necesidad real de escuchar bien). Esta práctica arranca de asumir la incapacidad parcial o total de quien escucha, para atender, comprender y, peor, realizar labores a partir de mensajes orales, restándole toda posibilidad de desarrollar su autonomía. Por si fuera poco, impulsa el círculo vicioso de multiplicar previsiones hasta el absurdo; cualquier falla de comunicación se tiene por mal prevista, simplemente, como si quien da las instrucciones debiera tomar a sus interlocutores por tontos o tramposos o ambas cosas, sin excepción.

Cuanto ocurre de nocivo en el habla, peor, con textos escritos. Cualquier expresión que requiera del lector un mínimo de penetración resulta casi insultante. La escritura transparente se pervierte en modos más bien para semi o de plano totalmente discapacitados, con un léxico que, con suerte, alcanza las ciento cincuenta palabras.

Escribir claro, con potencia expresiva y alturadamente ya no es posible si el lector pertenece al estándar mínimo. Porque es un mínimo muy por debajo del de hace cierto tiempo, y continúa su hundimiento. En caso de escribir para el público abierto, de Miami a la Patagonia, conviene renunciar a cualquier apelación de conocimiento previo, incluido el elemental (la educación primaria no garantiza nada, ni siquiera en la mayoría de escuelas de prestigio).

La sintaxis, destrozada, infestada de anglicismos. La ortografía, espantosa. Y lo decimos porque más allá de obviar toda regla, altera el sentido de cuanto quiere decirse, o parece que quiso decirse, y acaba en un adefesio sin sentido, presto a la charada.

Por lo tanto, cuanto leemos, en general, publicado (mensajes de texto, subtítulos de reels, titulares de telediarios, comentarios en redes, anuncios publicitarios, etcétera), en lugar de funcionar como referente de un uso cuanto menos aceptable del idioma, siembra en el público la idea de que se puede escribir prácticamente cualquier mamarracho y exigir, luego, que el resto entienda. Y la de que mejor renunciar a la escritura, mejor hablar o grabarse en vídeo y servirse de emoticones, bufidos, ceñas y gestos.

El impacto de esto va de lleno en nuestro modo de pensar, ya no de hablar, leer y escribir, solamente. Por pura flojera, incompetencia e impudicia, cada vez más gente se llena la boca de expresiones como: “Para mí, esto significa…” “Es que el lenguaje no sirve…” “Es mejor sentir que razonar…” y “¡qué importa el conocimiento, y, menos todavía, ese montón de reglas que impiden la libertad!”

 

El mismo día de tal intercambio, más tarde, un grupo de estudiantes me aborda y consulta por su proyecto de comentario crítico… Respondo:

Un repaso, dicen, y muy general, especifican… De acuerdo:
Pongamos que conocemos bien la obra. Entonces debemos reconocer el o los temas que aborda y en los que se centrará nuestro comentario. Si abordáramos la mayoría de los del texto, sea una sonata, un cuadro, novela, etcétera, y ya ni se diga, todos, nos veríamos ante la elaboración de un trabajo monográfico y no ya de un comentario crítico.

Ahora bien, debemos tomar en cuenta que cuando hablamos de temas, nos referimos a los conceptos que el texto pone en entredicho, a las instituciones que la visión del artista cuestiona. Por lo tanto, hemos de tener en cuenta que nuestro comentario, como todo ejercicio crítico, tendrá valor en la medida en que exponga sus criterios y el sistema en torno a su aplicación, para que el sistema pueda replicarse en otros casos: sea con otros textos y/o respecto de otros temas.

Mientras el o los temas que abordemos determinarán el enfoque de nuestra crítica —por ejemplo, filosófico, artístico, histórico o psicológico— y, por lo tanto, los criterios generales de nuestro análisis, el tipo de obra artística determinará los específicos, necesarios para su abordaje como tal. Desde nuestro enfoque de las artes (materialista filosófico), los criterios se desprenderán, siempre, de los cuatro materiales que compromete el fenómeno artístico: autor, obra, receptor (lector) y al marco institucional (en tanto intérprete del significado de la obra en un sentido común a una sociedad, acorde a su tiempo, lugar y circunstancias institucionalizadas, es decir, políticamente establecidas). A ello se debe que nuestro comentario deba aludir, necesariamente: a la biografía del autor, a la importancia de la obra en específico dentro del conjunto de las demás elaboradas por él, al tipo particular de obra de arte, al género y subgénero al que se adscribe, a su motivo, argumento y/o arco compositivo, según sea el caso; a su contenido temático general, primero, así como, luego, al específico, objeto central de nuestro comentario; a su estructura y a las técnicas cuya aplicación luce (siempre en atención a su intención comunicativa: cuestionadora, determinada por la temática); a la recepción del público, a la crítica y el impacto de la obra en su sociedad, así como en otras y la actual; para, finalmente, tratar la interpretación personal del comentarista: sus conclusiones y las implicaciones de éstas.

¿Un ejemplo?

Veamos uno rápidamente esbozado y, debido a ello, caricaturesco, tanto por su compresión —didáctica— como por mis maneras, dada la prisa.

Ejemplos serios, los tienen en cantidad, dispuestos para su lectura

El texto será Oppenheimer, de Christopher Nolan, basada o, más bien habría que decir, perpetrada en perjuicio de la biografía del famoso científico bajo el título Prometeo Americano, obra de  Kai Bird y Martin J. Sherwin.

Vamos:

Nolan es gringo, mayor de cincuenta años; es decir, un boomer de los más aplicados. Y se cree intelectual. Empezó su carrera compitiendo por un sitio al lado de Paul Thomas Anderson y Darren Aronofsky, directores igualmente o más ambiciosos, pero menos pretenciosos que él y, en definitiva, más efectivos.

Oppenheimer es la película mejor dispuesta de Nolan a los Premios de la Academia —con los que a fin de cuentas barrió—, y la película más fácil de entender de cuantas ha ideado y dirigido, salvo Batman, Dark Knight —la única buena de veras, aunque no exenta de defectos gruesos, que ha hecho: una suerte de dark western disfrazado de película para niños y muchachitos—.

¿De qué va Oppenheimer? De la vida del genio homónimo, a modo de resumen para tontos, mientras se revisa, en paralelo, el juicio del que fue sujeto por supuesta colaboración con los rusos en plena Guerra Fría…, a modo de resumen para tontos.

¿Temas aborda? Sólo uno: la responsabilidad de los científicos gringos en una encrucijada entre la supuesta paz y el exterminio de inocentes. ¿Qué tanto se cala en ello? Poquísimo. De hecho, mostrar a Cillian Murphy con cara de estreñido por más de dos horas no resulta precisamente elocuente al respecto. Y la única escena en que tal semblante se explica — curiosamente, con la liberación de su tensión— es durante su discurso ante los integrantes del Proyecto Manhattan.

¿Qué hay del derecho a la verdad, los peligros de la experimentación con fuerzas más allá del límite conocido, del trabajo en equipo, los conflictos de egos, etcétera? Nada. Apenas y se ve que emergen, a lo largo del film, situaciones que confirman lo que quien sea mayor de siete años de edad, puede confirmar.

En definitiva, la película marcha sin desvío alguno en su engolado traqueteo propagandístico: “Alguien debe asumir el riesgo y esos son los gringos, ¡que vivan, oh, yeah!”

Técnicamente, la película es buena. ¿Cuánto? Cuanto dio el presupuesto. En un par de años, apenas, casi cualquier producción con más auspicio del gobierno de su país la superará.

De las actuaciones: Bien, Robert Downey Jr. Fin. El resto, cumple en sus guiños.

El público recibió la película, dividido en dos grandes grupos: quienes se aburrieron y dijeron que era pesada y poco espectacular, y quienes fingieron que su pesadez de ritmo y su juego de tándem, infantil, era más bien sinónimo de profundidad. Los críticos gringos, en su mayoría, aplaudieron al film, lo mismo los de los países de la OTAN, aunque algo menos, es decir, con disidencias… porque si no, no podrían presumir, como siempre, de mayor profundidad, ah, los europeos…

Veredicto: ¿En serio necesito decirlo?

Implicaciones: Lean Prometeo Americano. Eso, y no es indispensable.

Ahora, si les sobra tiempo y quisieran confirmar cómo opera el aparataje de manipulación de medios ante inminentes conflictos internacionales… Quizá. Pero hay mejores ejemplos. Con estos no cabría caricatura…