Hacer agua en alta mar: Intervención en foro sobre la universidad actual y su misión investigadora
Por Juan Pablo Torres Muñiz
La universidad, tal como se la conoce hoy en día, dista de ser la institución de investigación por excelencia. Por decir lo menos. Si la escuela básica fue concebida para procurar al estudiante justamente eso: conocimientos básicos para sobrevivir en sociedad, y el bachillerato, para sentar las bases del trabajo de investigación y la gestión autónoma de conocimientos para fines específicos, la universidad lo fue para el ejercicio mismo de la investigación. Pero ahora, ésta opera en buena medida como una fábrica de certificados, un engranaje burocrático que, bajo la fachada de la educación superior, reproduce una ficción: la de que el conocimiento se genera en sus aulas y laboratorios. Pero esta ficción se desmorona al confrontarla con la realidad: la verdadera investigación ya no ocurre en las universidades, sino en centros privados, muchos de ellos insertos en el mismo sistema universitario, pero funcionando como entidades paralelas, autónomas, con objetivos claros y exigencias reales. La brecha entre ambos mundos no es de grado, sino de naturaleza, la consecuencia lógica del colapso de la universidad como institución crítica, reemplazada por el mercado pletórico como motor de producción de conocimiento.
En los campos de las Humanidades, el colapso es evidente. La producción académica universitaria en filosofía, literatura, historia o psicología ha degenerado en un comercio de textos carentes de valor cognoscitivo real. Basta revisar los índices de revistas indexadas en Scopus o Web of Science para constatar que una proporción alarmante de artículos publicados en estas áreas se basan en metodologías cuestionables, argumentos circulares y un lenguaje deliberadamente oscuro, cuyo único propósito parece ser ocultar la ausencia de contenido sustantivo. Un informe del Higher Education Policy Institute (HEPI, 2024) reveló que en más del 40% de los departamentos de literatura en universidades del Reino Unido, los trabajos que cuestionan las teorías identitarias o utilizan métodos de análisis tradicionales son penalizados, ya sea en evaluaciones o en procesos de publicación. Esto no es ciencia; es ortodoxia ideológica.
En este contexto, los centros de investigación privados operan con una lógica distinta. No producen conocimiento para cumplir con cuotas de publicación, sino para resolver problemas concretos. Por ejemplo, empresas como Meta, Google o Microsoft financian estudios en lingüística computacional, psicología del comportamiento y antropología digital, no por filantropía, sino porque necesitan predecir patrones de comunicación, optimizar interfaces, manipular la atención del usuario. Estos estudios, aunque motivados por intereses comerciales, generan conocimiento operativo, verificable y aplicable. No se publican en revistas con impact factor inflado, sino en informes técnicos, bases de datos, algoritmos. Y aunque su finalidad no es sino la eficacia, el conocimiento que producen, real, funciona. La gestión de nuevo conocimiento permite, a su vez, la ampliación del mundo de todas las personas de una sociedad en su conjunto, sí, pero esta ampliación no la hacen ya las universidades, sino los institutos privados que operan al margen de la burocracia académica y, por tanto, no hablamos ya de beneficios de una comunidad amplia, sino de un círculo particular de ella.
En las ciencias, la situación es similar, aunque más sutil. La universidad aún produce papers, miles de ellos, en revistas de alto impacto. Pero una parte creciente de esta producción carece de valor real. Un estudio publicado por Begley & Ellis en 2012 (el más citado hasta el momento, no obstante se sepa que los porcentajes no han mejorado de entonces a la fecha, sino lo contrario) encontró que solo el 11% de 53 estudios preclínicos en oncología podían replicarse. Este fenómeno, conocido como la «crisis de replicabilidad», no es un error metodológico aislado, sino un síntoma de un sistema bastante corrupto, donde la cantidad de publicaciones se valora más que la calidad del conocimiento. Los investigadores universitarios no son juzgados por la profundidad de sus hallazgos, sino por el número de papers que firman, lo que incentiva la producción masiva de estudios superficiales, fragmentados, irrelevantes.
En contraste, los institutos de investigación privados, como el Salk Institute, el Broad Institute o el Max Planck Society (que, aunque con financiamiento público, opera con autonomía y exigencias de resultados), exigen avances reales y premian la innovación, la aplicabilidad, el impacto. Un ejemplo claro es el desarrollo de la tecnología CRISPR: aunque sus bases teóricas surgieron en universidades, fue en institutos como el Broad Institute donde se optimizó, patentó y aplicó de forma sistemática. Allí, la investigación es efectivamente una operación intelectiva con consecuencias materiales.
Es claro que los centros de investigación privados y las fundaciones tienen una tasa de retorno de inversión (ROI) científica más alta que las universidades públicas. Por ejemplo, el Howard Hughes Medical Institute (HHMI) invierte en proyectos de alto riesgo/alto beneficio, con un 32% de sus publicaciones en el top 10% de citaciones (vs. ~15% en universidades promedio). En cambio, universidades públicas, pero también privadas (por ejemplo, algunas de España o México) sufren de lentitud burocrática o insuficiencia de recursos, lo que retrasa mucho la ejecución de proyectos.
Las y centros especializados suelen ser más selectivos en sus contrataciones y líneas de investigación. Por ejemplo: El Kavli Institute (EE.UU.) solo trabaja en áreas estratégicas (nanotecnología, astrofísica), mientras que universidades, sobre todo públicas, mantienen departamentos con baja productividad por razones políticas.
Las instituciones operan con mayor autonomía, menos burocracia y sistemas meritocráticos. Veamos un par de casos: La Fundación Carlos Slim (México) financia proyectos con evaluaciones externas rigurosas, mientras que las universidades del mismo país enfrentan, como muchas otras del continente, el más crudo clientelismo académico. Por otro lado, tenemos lo que ocurre Chan Zuckerberg Initiative, que invirtió $3 mil millones en investigación biomédica entre 2015-2023, superando el presupuesto anual de investigación de muchas universidades estatales y privadas juntas.
En los institutos privados, se destruye el conocimiento obsoleto y se construye uno nuevo. En las universidades, se repite el conocimiento sin destruir nada. Puro buenismo.
Esta bifurcación tiene consecuencias profundas para la formación del estudiante. Como señala Daniel Ramos, notable biólogo peruano, especialista en líquenes, en una entrevista reciente: «recién llegas a desarrollar tu carrera, cuando la ejerces, y finalmente logras avances importantes cuando estás, digamos, «en la cancha»». Y es que dicha «cancha» no es la universidad, sino el instituto, el laboratorio privado, el centro de innovación. Allí, los estudiantes no aprenden a escribir papers para cumplir requisitos, sino a resolver problemas, a operar con criterios, a gestionar el conocimiento. Allí, se les exige claridad, no jerga; resultados, comentarios críticos, no opiniones.
La universidad, en su forma actual, se ha convertido en una entidad obesa, como dice el entrevistado, que tiene recursos, pero los usa mal, o los corrompe. Las universidades públicas apenas generan investigación de calidad, y las privadas, lejos de ser alternativas, explotan la supuesta especialización para inutilizar a los estudiantes, condenándolos a carreras sin salida. Mientras tanto, el conocimiento útil, el que amplía el mundo, se produce en otro lado, en espacios que no se interesan por el debate narcisista de los MUN ni por los papers de subvención, sino por la efectividad, la operatividad, la realidad. Y, a veces, de modos a todas luces reprobables.
En efecto, por si fuera poco, la universidad se enfrenta ahora a la competencia desleal, siempre presente, pero ahora llevada a un nuevo nivel. Un informe de FireEye Mandiant (2023), el 60% de los ataques a universidades entre 2020-2023 provinieron de grupos asociados a estados-nación, principalmente China (APT41), Rusia (Cozy Bear) e Irán (Charming Kitten).
Ejemplos concretos:
– En 2022, la Universidad de Manchester (Reino Unido) sufrió un ataque atribuido a hackers rusos que buscaban datos sobre materiales avanzados para aviones furtivos. El ataque paralizó investigaciones por seis meses (The Guardian, 15/03/2023).
– El FBI alertó en 2024 que doce universidades con contratos del Departamento de Defensa (incluyendo MIT y CalTech) fueron infiltradas mediante vulnerabilidades en software de gestión académica (Banner).
Como dice Bruce Schneier, experto en ciberseguridad (MIT Technology Review, 2023), «Las universidades son el eslabón débil en la cadena de seguridad nacional. Investigamos con estándares abiertos, pero operamos con firewalls de los años 90». En 2023, un grupo vinculado a China explotó una vulnerabilidad en VMware Horizon usada por cuarenta universidades europeas para robar datos de nanotecnología (Informe ESET, 2024). El 25% de los ataques usan credenciales robadas de estudiantes o profesores, según el Informe Verizon DBIR 2024. Y hay más: En un caso confirmado por la NSA, hackers iraníes se hicieron pasar por académicos en un seminario de la Universidad de Harvard sobre inteligencia artificial, accediendo a algoritmos no publicados (Cybersecurity & Infrastructure Security Agency, 2023).
Entre las consecuencias, figura un incremento en la, de por sí alarmante, fuga de talentos. El 30% de los investigadores en ciberseguridad en Alemania han migrado al sector privado por falta de protección en universidades, según el Estudio Fraunhofer de 2024. La tentación es enorme para algunos: el robo de una sola patente de baterías de litio-air (en desarrollo en Oxford) podría valer USD 2.000 millones en el mercado negro, según coinciden diversas fuentes de seguimiento de operativos de Interpol.
Jürgen Habermas advertía que la «colonización del mundo académico por intereses estratégicos» destruye su función crítica. Hoy, esto se materializa con estados y corporaciones espiando universidades. Que ¿qué se hace al respecto? Solo el 8% de las universidades en América Latina tienen equipos dedicados a ciberseguridad (Estudio OEA, 2024). El 90% de los robos de datos no se hacen públicos por miedo a dañar reputaciones (Nature, 2023). Por otra parte, la ETH Zurich gasta $ 10 millones anuales en ciberseguridad, incluyendo honeypots (trampas con datos falsos), con buenos resultados: cero robos exitosos desde 2021.
De modo que sí, hay soluciones, pero difícilmente, al menos por estos lares, una clara voluntad política. Es más barato limpiar un hackeo que prevenirlo. Asimismo, hay que tener en cuenta que muchos agentes políticos con potestad para la toma de medidas al respecto, se encuentran vinculados, incluso comprometidos, con conglomerados comerciales bajo cuyo manto operan variedad de institutos y fundaciones de las que, por cierto, le resultará al lector bastante difícil encontrar una sola crítica en Internet. Es casi como buscar lo propio sobre Open Society.
La verdadera investigación, la que importa, y ahora ocurre lejos de los muros de tantas faucoultades, en institutos que, aunque motivados por el mercado, al menos exigen racionalidad, no devoción. Así constatamos, una vez más, que las instituciones, una vez aparecen, son indisolubles salvo a través de nuevas instituciones. Y si la universidad no puede reformarse, toca crear otras.
Referencias bibliográficas:
– American Psychological Association. (2020). Publication manual of the American Psychological Association (7th ed.).
– Begley, C. G., & Ellis, P. M. (2012). Drug development: Raise standards for preclinical cancer research. Nature, 483 (7391), 531–533.
– Cybersecurity & Infrastructure Security Agency (CISA). (2023). Advisory on Iranian cyber actors targeting academic institutions.
– ESET. (2024). Threat report: Vulnerabilities in VMware Horizon exploited in academic sector.
– Fanelli, D. (2018). Opinion: Is science really facing a reproducibility crisis, and do we need it to? Proceedings of the National Academy of Sciences, 115(11), 2628–2631.
– FireEye Mandiant. (2023). M-Trends 2023: Threat landscape and academic sector vulnerabilities.
– Habermas, J. (1987). The theory of communicative action, Vol. 2: Lifeworld and system: A critique of functionalist reason. Beacon Press.
– Higher Education Policy Institute (HEPI). (2023). Academic freedom in the UK: Views from the frontline. HEPI Report 174.
– Interpol. (2023). Emerging cyber threats to critical research infrastructure. Interpol General Secretariat.
– Martin, B. R. (2012). The changing social contract for science and innovation. Minerva, 50 (3), 351–364.
– Nature. (2023). The silent epidemic: Data theft in universities. Nature, 615 (7951), S12–S15.
– Nature Index. (2023). Annual table: Leading institutions in life sciences.
– OECD. (2021). Main science and technology indicators, Volume 2021 Issue 1. OECD.
– Schneier, B. (2023, June 15). Why universities are the weakest link in national security. MIT Technology Review.
– Verizon. (2023). Data breach investigations report (DBIR) 2023.
– Woolston, C. (2016). Psychology’s reproducibility crisis: Blame games. Nature, 530 (7588), 372–373.
– Wilsdon, J., et al. (2015). The metric tide: Report of the independent review of the role of metrics in research assessment and management.
