Enfoques y desenfoques: Transcripción de una intervención en foro sobre Educación y Literatura
Por Juan Pablo Torres Muñiz

Se me ha invitado aquí para reiterar algo que, a quienes interesa de veras la Literatura, les resultará sin novedad: El sistema educativo contemporáneo, especialmente en la Anglosfera y sus satélites ideológicos, va de mal en peor: ha convertido a lo que denomina literatura en un mero instrumento al servicio de discursos identitarios y agendas políticas. Este giro no solo es una corrupción epistemológica del propósito formativo de la educación, sino un fraude institucional que desvía a la literatura de su verdadera función crítica y racional, para reemplazarla por un entretenimiento ideológico vacío, disfrazado de conciencia social.
La literatura, como arte, debe ser entendida en términos de situación comunicativa: una construcción racional donde confluyen autor, lector, obra (de ficción) y marco institucional. Su finalidad última no es ni entretener ni adoctrinar, sino cuestionar la realidad institucional desde una perspectiva dialéctica, con base en una visión particular del mundo, elaborada con criterios racionales y técnicas artísticas específicas. Pero esto, hoy día, se ve sistemáticamente socavado por una pedagogía que prioriza la emoción sobre la razón, la identidad sobre la crítica, y la denuncia sobre la comprensión.
En lugar de formar sujetos capaces de operar críticamente con conceptos, categorías, procesos y fenómenos —es decir, pensadores autónomos—, el sistema educativo actual parece orientarse hacia la producción de ciudadanos sensibilizados emocionalmente, pero intelectualmente inermes. Esta tendencia, profundamente arraigada en los llamados estudios culturales, pretende reemplazar la crítica racional por la crítica identitaria, sustituyendo el análisis estructural de la sociedad por la retórica victimista, el estudio de la forma literaria por la moralina afectiva, y la teoría crítica por la propaganda ideológica.
Este enfoque tiene su epicentro en universidades anglosajonas, donde disciplinas como Gender Studies , Critical Race Theory o Queer Theory han —aquí el término es correcto— colonizado programas literarios, imponiendo cánones basados en identidades colectivas más que en calidad artística o relevancia histórica. El resultado es un currículo fragmentado, atomizado, que sacrifica la continuidad histórica y la coherencia filosófica en aras de legitimar narrativas identitarias efímeras. No hay espacio para el debate racional, ni para la confrontación dialéctica; lo único válido es la experiencia subjetiva, siempre presentada como irrebatible, inapelable, como la llaman: sagrada.
Esto se traduce en prácticas docentes donde se valora más la representación de ciertos grupos sociales en una novela que la estructura narrativa, la complejidad lingüística o la originalidad temática. Se premia la pertenencia identitaria del autor antes que la solidez de su propuesta estética. Y, lo peor de todo, se exige a los estudiantes que interpreten textos clásicos desde coordenadas anacrónicas e ideológicas, descontextualizándolos brutalmente, sin considerar siquiera el marco histórico, cultural y normativo en que fueron producciones. Así, Shakespeare es culpable de machismo, Dickens de colonialismo, y Twain de racismo, sin reconocer que estos autores son objeto de estudio porque reflejan o, más bien, refractan parte importante de su época, así como critican otras instituciones, cuando no esas mismas en las que se inscriben. (Ni qué decir, de casos más actuales: bobadas confusas como Djuna Barnes pro LGBT, Evelyn Waugh sectario, Philip Roth antisemita o Cormac McCarthy misógino…)
La confusión de miles de estudiantes adolescentes (de todas las edades) que pretenden dejar de serlo (al margen de la edad) es comprensible: ¿Dónde queda este propósito cuando la lectura se reduce a una búsqueda compulsiva de microagresiones, ofensas potenciales o faltas de representación?
Hay que ser claros: los llamados estudios culturales no son una disciplina, sino una amalgama de enfoques ideológicos que se presentan como científicos, pero carecen de metodología rigurosa, de fundamentación filosófica sólida y, sobre todo, de veracidad. Su objetivo no es ampliar el conocimiento, sino controlarlo; no es criticar instituciones, sino sustituirlas por nuevas formas de autoridad, difusas, informales, pero igualmente opresivas.
Bajo la apariencia de libertad, pluralidad y empoderamiento, los estudios culturales promueven una homogeneización conceptual extrema, donde todo debe pasar por el tamiz de la identidad, la victimización y la corrección política. No se permite la duda, ni la ironía, ni la crítica interna. Quien cuestione esta ortodoxia es tachado de conservador, retrógrado o, directamente, de cómplice del sistema opresor.
Esta dinámica se corresponde con la despersonalización masiva, donde la persona —como sujeto autónomo, racional y responsable— es sustituida por ese famoso constructo: ser humano, categoría abstracta, indiferenciada, que nada puede hacer salvo sentirse víctima o privilegiado. En este contexto, la literatura pierde su dimensión crítica y se convierte en una herramienta de terapia colectiva, donde cada texto es una oportunidad para proyectar traumas personales, culpas ancestrales o esperanzas redentoras.
Pero esto no es crítica. Es propaganda. Y no es educación. Es adoctrinamiento.
Ejemplos:
Un ejemplo paradigmático de esta deriva es el caso de la Universidad de Cambridge, que en 2018 anunció la eliminación de Shakespeare de algunos cursos introductorios, argumentando que «no era relevante» para estudiantes de determinados orígenes étnicos. La decisión fue recibida con aplausos en ciertos círculos académicos, mientras que otros la calificaron como un acto de autodestrucción intelectual. Sí, Shakespeare. Sí, en plena Anglosfera.
Otro ejemplo es el uso de la novela The Hate U Give, de Angie Thomas, en escuelas secundarias estadounidenses. Ícono del activismo racial, se la enseña no tanto por su mérito literario (pobrísimo, prácticamente nulo), sino por su capacidad para generar debates sobre la violencia policial y la discriminación racial, aunque siempre a través del victimismo políticamente correcto. Se impone como lectura obligatoria sin permitir que los estudiantes puedan analizarla críticamente, sin cuestionar su simplificación de temas complejos o su reduccionismo ideológico.
Incluso en niveles superiores, como en Harvard o Yale, se observa una tendencia creciente a evaluar obras literarias no por su calidad artística, sino por su «conciencia social». Las revistas dizque académicas publican más ensayos sobre cómo ciertos libros pueden servir para combatir el patriarcado que sobre su estructura narrativa o su influencia estilística.
Y demás queda hablar de las reseñas de los más famosos diarios, donde el supuesto crítico de turno dice que tal o cual obra lo conmovió, hizo llorar o inquietó, y la compara con otra de otro autor, como si su sola mención fuera suficiente para convencer a seguidores de determinados cánones ideológicos y culturales. Además, omiten groseramente a los mejores escritores en otras lenguas, de quienes grandes figuras como Joyce, Faulkner, O’Connor, Gaddis y Bellow, entre otros, sí que aprendieron.
En 2023, el estado de California adoptó nuevas directrices curriculares para la enseñanza de las humanidades, incluyendo literatura, historia y arte, bajo el marco conceptual del Ethnic Studies Model Curriculum. Este documento, elaborado por el Departamento de Educación de California, propone una revisión radical del canon literario tradicional, enfocándose en autores y obras que representen las experiencias de grupos minoritarios, especialmente afroamericanos, latinos, asiáticos y nativos norteamericanos.
Las consecuencias:
– Descontextualización histórica: Se exige a los estudiantes interpretar textos clásicos desde coordenadas anacrónicas e ideológicas.
– Falta de criterio poético estético: No hay distinción entre calidad artística y representación social. Autores menores son elevados al mismo nivel que figuras canónicas, sin justificación real.
– Censura encubierta: Obras consideradas «problemáticas» (por su presunto sexismo, colonialismo o falta de representación) son excluidas de los programas escolares, limitando el acceso de los estudiantes a la riqueza y complejidad de la tradición literaria.
Esto fue denunciado por académicos como John Ellis, profesor emérito de la Universidad de Massachusetts, quien señaló en una carta abierta publicada en The Wall Street Journal que estas reformas están más orientadas hacia la propaganda ideológica que hacia la educación crítica.
¿Más voces disidentes? El informe de la Higher Education Policy Institute (HEPI), publicado en 2024, alertó sobre la crisis del pensamiento crítico en las universidades británicas, atribuyendo buena parte de esta situación al predominio de enfoques ideológicos en las disciplinas humanísticas. Según el informe, en más del 40% de los departamentos de literatura en universidades del Reino Unido, se penaliza explícita o implícitamente a los estudiantes que presentan trabajos que cuestionan las teorías identitarias o utilizan métodos de análisis tradicionales.
Finalmente, veamos el supuesto buen ejemplo de Finlandia. En 2023, el Ministerio de Educación finlandés publicó un nuevo currículo nacional para enseñanza media y superior que mantiene la centralidad del pensamiento crítico, la ciencia y la literatura como herramienta de reflexión universal. Este modelo no ignora la diversidad cultural ni la importancia de los contextos históricos, pero no subordina la formación intelectual a agendas identitarias. Los estudiantes leen a Cervantes, Tolstói, García Márquez y otros clásicos internacionales (tampoco es que Finlandia cuente realmente con una literatura propia significativa). El problema es que la interpretación de dichos textos pasa, necesariamente, por el sesgo idealista de los referentes románticos alemanes y a franceses. Pero algo es algo.
Al respecto del Quijote, en particular, es necesario subrayar un par de ideas importantes, algo que, por otra parte, ya ha sido hecho con solvencia por personas como el profesor Jesús G. Maestro, entre otros, pero en lo que, pinta claro, no sobra insistir:
La interpretación romántica del Quijote, especialmente aquella desarrollada por el romanticismo alemán, es una de las más perversas deformaciones ideológicas de la historia de la crítica literaria. Bajo este enfoque, Don Quijote no es un personaje trágicamente cómico, víctima de su propio desvarío ideológico, sino un héroe moderno que vive sus sueños, un mártir de la imaginación frente a una realidad vulgar y opresiva. Esta visión, profundamente idealista, transforma al Quijote en un icono de la subjetividad creativa, en un defensor de los valores inmateriales frente al mundo prosaico, y lo eleva a la categoría de símbolo de la libertad individual. Pero esta lectura no solo es errónea; es una traición radical al espíritu mismo de la novela de Cervantes.
Para comprender adecuadamente esta cuestión, debemos partir de una premisa fundamental: el arte es una situación comunicativa institucionalizada, lo que implica que la obra debe ser leída dentro de un marco racional, histórico y social, donde confluyen autor, lector, texto y marco institucional. El Quijote no es una fábula abstracta sobre la imaginación, ni una apología del sueño heroico, es una novela que examina críticamente la relación entre la ficción y la realidad, entre la locura idealista y la sabiduría práctica, entre la fantasía y el conocimiento efectivo del mundo.
El romanticismo alemán, con figuras como Friedrich Schlegel o Novalis, convirtió al Quijote en un arquetipo del artista moderno: aquel que, marginado por la sociedad burguesa, vive en la soledad de su visión interior, enfrentándose a un mundo hostil con la única arma de su imaginación. Esta visión, profundamente idealista, rechaza cualquier noción de límite material, de contexto histórico, de responsabilidad social. Don Quijote se convierte así en un precursor del poeta maldito, del genio incomprendido, del soñador que persiste contra toda evidencia empírica.
Pero esto no solo es falso: es peligroso. Porque la obra maestra de Cervantes no es una novela sobre el triunfo del espíritu sobre la materia; es una novela sobre el fracaso rotundo del idealismo frente a la realidad institucional. En ningún momento Cervantes exalta al hidalgo manchego como modelo de vida. Al contrario: lo presenta como un hombre cuya mente está «llena de todo género de disparates», y cuyas acciones, aunque a veces nobles en intención, son siempre desastrosas en ejecución.
Dicho en términos toscos: El Quijote no es un visionario; es un engañador. Y Sancho Panza no es su discípulo, sino su víctima involuntaria. El primero se cree investido de una misión divina, una especie de redentor de la justicia, mientras que el segundo simplemente quiere comer, dormir y tener un gobierno que le permita vivir tranquilo. En esta dinámica, el Quijote manipula al villano con promesas vacías, le hace creer en tesoros que no existen, en islas que nunca llegan, en batallas que no son más que peleas ridículas con molinos o rebaños de ovejas.
Y esto no es heroísmo. Es estafa moral.
Cervantes construye su novela precisamente para mostrar cómo el idealismo, cuando se separa de la realidad institucional, conduce inevitablemente al absurdo. Los ideales caballerescos del Quijote no solo son anacrónicos; son irrelevantes. Su visión del mundo, basada en libros de caballerías y en una moralidad puramente imaginaria, choca constantemente con la realidad concreta: la hostilidad de los mesoneros, la indiferencia de los poderosos, la brutalidad de los soldados, la ambición de los mercaderes, la astucia de los curas y barberos.
En cada episodio, el Quijote intenta imponer su visión ideal del mundo, y en cada uno de ellos fracasa estrepitosamente. Se lanza contra molinos creyendo que son gigantes, confunde prostitutas con damas virtuosas, toma posadas por castillos y pastores por ejércitos. Su percepción de la realidad es sistemáticamente distorsionada por su obsesión con los modelos ficticios que ha leído.
Este fracaso no es accidental. Es estructural. Es inherente a la condición del idealista: alguien que pretende ver el mundo desde una posición puramente subjetiva, sin reconocer las instituciones, las normas sociales, las leyes del intercambio humano. El Quijote no es un crítico de la sociedad; es un escapista que huye de ella, y en su huida, termina causando más daño que bien. Hasta que, finalmente, se redime, mas sin renunciar a un único idealismo inofensivo: su amor por Dulcinea.
Este momento no es un simple giro narrativo; es el clímax moral de toda la novela. El Quijote muere no como un héroe, sino como un hombre que ha comprendido que su vida última fue un error. No hay aquí ninguna glorificación del sueño, sino una condena definitiva del idealismo.
Si hay un mensaje ético en el Quijote, no reside en el protagonista, sino en todos aquellos que lo rodean: los labradores, los mozos de mulas, los frailes, los prisioneros, los pastores, los mercaderes. Estos personajes, muchas veces ignorados por la crítica romántica, representan precisamente la otra cara de la moneda: la inteligencia práctica, la capacidad de sobrevivir en un mundo imperfecto pero real.
Estos hombres y mujeres no tienen grandes ideales, ni proyectos heroicos, ni visiones utópicas. Simplemente trabajan, comen, duermen, cuidan de sus hijos, y procuran mantenerse alejados de los locos y los fanáticos. Son, en palabras de Gustavo Bueno, sujetos de la materia corpórea, sensible y racional, que operan en el mundo desde una perspectiva institucional, histórica y socialmente determinada.
Sancho Panza, sobre todo, no es para nada un campesino bobo, como lo pintan algunas lecturas simplistas. Es un hombre inteligente, perspicaz, que entiende perfectamente que el Quijote está loco, pero que sigue igual porque espera sacar algún provecho práctico. Él representa la figura del ciudadano común, que no aspira a revolucionar el orden institucional, pero que tampoco se deja arrastrar por las ilusiones de los reformadores radicales.
Esta es la gran diferencia entre el arte auténtico y la propaganda idealista: El Quijote, como muestra sublime de lo primero, opera con la realidad, la confronta, la cuestiona racionalmente. Lo segundo, en cambio, la niega, la sustituye por imágenes vacías, por emociones superficiales, por moralinas sentimentales.
Autores como Walter Benjamin o Octavio Paz han mantenido versiones modernizadas de esta visión idealista, presentando al Quijote como un prototipo del intelectual moderno, del escritor marginado, del artista que resiste desde la marginalidad. Benjamin, en su ensayo Sobre el concepto de historia, ve en el Quijote un precursor de la melancolía moderna, del artista que se enfrenta a un mundo vacío de sentido. Paz, en El laberinto de la soledad, lo convierte en símbolo de la identidad hispanoamericana, un ser que busca su esencia en medio de la nada. Ambas interpretaciones, aunque eruditas, siguen la línea romántica: transformar al Quijote en un mito, en una figura simbólica, en lugar de analizarlo como un personaje histórico, social y culturalmente situado.
Incluso en el ámbito académico contemporáneo, la visión idealista persiste. En cursos universitarios anglosajones, el Quijote es frecuentemente enseñado como una novela sobre la «resistencia a la opresión», sobre el «valor de seguir tus sueños», sobre la «importancia de la imaginación». Nada más lejos de la verdad. Este enfoque no solo malinterpreta la novela; la prostituye, la reduce a un manual de autoayuda para adolescentes perpetuos.
Un estudio reciente de la Universidad de Oxford (2023) reveló que el 68% de los estudiantes británicos consideraban al Quijote un «héroe de la imaginación», y solo el 14% lo veían como un personaje tragicómico. Esta distorsión, fruto de décadas de pedagogía romántica (contra la didáctica racional) demuestra cómo el sistema educativo sigue siendo cómplice de la falsificación idealista.
Salvo que tengan ustedes, algo más qué decir…
Gracias.