EN LA SALA DE EXPOSICIÓN - 8

La escena se cuela, de pronto, directamente — en el instante previo, — y reconoces la noche serena, la cena tranquila, las voces de ellos, mamá y papá, el silencio concentrado de la pequeña, que untaba margarina a un trozo de pan; hasta que, de pronto, reconoces un nombre, suena en voz de tu madre y el signo se tiñe de intriga, tiende al cielo evocado de las mañanas, su usual celeste, claro de futuro, el acre aliento de la certeza impar — devoradora de color…; ¿hablas de ella, mamá, de la señora que…?, ¿de ella has dicho, y dices…?; así es y se ha ido, ya no está; ¿la viejita, la mujer que conocía

Ella, adónde? Ella… Dónde? Cuál?

— los límites, todo, límites

vida la vida —

Ella… Dónde? Cuál?

Es — la muerte, nada más.

Lugar común, quién sabe — más allá.

Pero es que una cosa son los juegos

el afán de los héroes y otra muy distinta,

que no hay telón

— y, a cambio, en cambio:

La mano amarga desciende al párpado, se posa — pausa y luego

se desliza, desgarra la tersura rosa en surcos — la mueca del grito curvo

que atraganta, el silencio que golpea

que arremete, besa — helio

— el paladar — cuña — al fin ahogos — la marea:

Ya no está. Ya no está.

Debería acaso preguntar, pero

no hay reclamo que valga.

Nada.

Maldito — absurdo, y qué infernal

Pero la bestia eres tú mismo, que creíste… tú que

aún dudas por dudar

Si algún vestigio, las causas, ¿adónde,

dónde, siempre y nunca más?

Ya no. No está.

Entonces, vuelto hacia el padre,

que la madre frunce el ceño,

la cuestión penúltima:

¿Tú también, papá, también pasará?

Y la respuesta afirmativa zanja

el equívoco, porque decir sí es decir

que todos y tú con nosotros y ellos, a la nada,

el absurdo, absurdo — Nada, nada…

No ser, no estar…

Quebrados pistilos, aroma de mareas y el rumor de los álamos, sobre las lomas de piel serena

del vientre de una bebé, y la maravilla mecánica del ojo, un cúmulo de obstinada minucia,

dragado con la mierda y el rencor y la memoria extraviada de masas seniles entre enfermos

de piedad, dragado, al fin — al cabo — más allá… donde el rumor ajeno es apenas mito y su

afán de asomo, eco de la primera resistencia:

Tus ojos negros, tu labio que vibra, y los dedos que se tienden al frente,

— Si cupiera estrangular a ése, a Dios… Que no,

no tiene voz, como tú, pequeño:

No entiendo. — No cabe hacerlo.

No quiero. — Es irrelevante.

Yo. — Serás ahogo sin testigos y a nadie podrás enseñar cómo es que se muere de mejor o

peor manera.

Sin herencias. Sin más. Ni menos. Nada.