EN LA SALA DE EXPOSICIÓN - 4
Pero tras aquel primer paso, pinchada el alma de luz — asombro nuevo, crujen los correajes del bruxismo regular, tantas justificaciones, la coartada entera de una vida mediocre, y se dice uno que puede apartar la mano, cerrar los ojos, sellar los labios y volverse de inmediato, ya, ya, para regresar, la espalda contra los muros, escurriendo con el sudor la sombra de donde podrían asomar ahora clamores de consciencia, harta de culpas, acaso mediante estigmas precisos — coordenadas de una nueva vía, porque ay, requeriría tanto de uno, tanto… y es el vértigo, sí, que parece buscar aquí mismo en la sala, ya que no hay salida, en las imágenes, tus cuadros, un símil justificador, campo para una nueva digresión, en vano, en vano; pues los cuerpos responden uno a uno y todos en conjunto,
coordenadas que se cierran, un espectro agudizado, timbre, acaso rojo, que define el sentido sobre el pecho, en la cabeza, en las palmas de las manos y las plantas de los pies, de vuelta en la frente, entre los ojos, en uno mismo atravesado, de pronto entero, reducido a escala detrás de la garganta, y a la vez tan, tan por fuera, desdoblado, con el pulso mismo que se extravía en el eco de los huesos, contra la piel, las raíces de los cabellos, para elevarse nuevamente, capa a capa, molecular, ilegibles los patrones, tan rápido, detrás de la edad, a una voz contenida, nuevamente — el secreto primero, miedo abrasador que, sin embargo, lo revuelve a uno más vivo que nunca: es la sombra negra detrás de los arbustos en el jardín — que viene por ti, que te impulsa a soltar el triciclo de fierro y patear el aire, aligerarte como en los sueños, remontar tu propio aliento y llegar cuanto antes allá, a la puerta donde oyes la voz de mamá y de papá, donde discurre tan ajeno otro par de historias, y debes intersecarlas, lo sabes, y no, para revelarles de una vez, son quienes son y te han salvado, ahora mismo, de la sombra del olvido, del lomo de la noche, tornado de pronto, presto a rascarse astros pulverizados en tu inocencia finita, como si algo no supiera, como si calzara en su marea el calificativo justo, a magullar de límites la sonrisa diáfana, en verdad, reflejo de una nube de paso, y las lágrimas, tantas, justas de veras, todavía por entonces, antes de que aprendieras del engaño, del envés de las palabras, de cualquier reclamo, precisamente, de la ilusión de justicia…, y fíjate bien, oh, a quiénes acudes, a quiénes, pero es que probablemente no sepan mejor que tú quienes son en realidad ellos dos, su enormidad, y cómo su abrazo te disuelve un poco de vuelta, lejos de los muros, donde la noche carece de lados, antes, antes, también del vértigo
