El gran tablero: Actualidad geopolítica y el pivote olvidado de Hispanoamérica

Por Juan Pablo Torres Muñiz

La narrativa dominante en los medios europeos y atlánticos insiste en enmarcar la creciente animadversión social dentro del paradigma obsoleto de «izquierda versus derecha». Este marco, sin embargo, actúa como una cortina de humo que oculta la verdadera fractura tectónica de nuestra era: el conflicto entre el globalismo transnacional, encarnado por los intereses financieros de la Anglosfera (con centro en Washington y Londres) y sus estructuras de governance supranacional (UE, FMI, OTAN), y el soberanismo multipolar, representado por potencias revisionistas como China y Rusia, y una miríada de movimientos nacional-populares que rechazan la hegemonía de un orden unipolar.

La Unión Europea, en este escenario, desempeña el papel trágico de un vasallo geopolítico. Su élite burocrática en Bruselas, alejada de la voluntad popular de sus naciones constituyentes, ejecuta los designios de la Anglosfera. La animadversión a los rusos, alimentada metódicamente y convertida en doctrina de estado, sirve a un propósito dual: cohesionar internamente un proyecto europeo en crisis mediante la creación de un chivo expiatorio externo, y justificar la sumisión estratégica a la OTAN, el brazo militar de este orden globalista. Ucrania representa solo el teatro más candente y visible de esta confrontación proxy, un campo de batalla donde Europa sacrifica su seguridad energética, su estabilidad económica y su autonomía estratégica en el altar de los intereses anglosajones.

Sin embargo, este foco en el este europeo desvía la atención de los escenarios donde la pugna por el dominio del siglo XXI realmente se decide: Medio Oriente, con su eterno valor geoenergético, y, de manera crucial y sistemáticamente subestimada, Hispanoamérica.

 

[Petróleo y gas como pilares]

La narrativa de una «transición energética» acelerada e inminente, promovida por los centros de poder globalista, enfrenta un choque brutal con la realidad geopolítica y geoeconómica. Lejos de ser reliquias de un pasado superado, satanizado, por cierto, los hidrocarburos —petróleo y gas— reafirman su dominio absoluto como los pilares estructurales de la civilización industrial en el Siglo XXI. El abandono prematuro de estas fuentes de energía densa, confiable y geopolitizada, sin alternativas viables a escala masiva, representa un ideal fantástico, peligroso, que solo sirve a agendas de desindustrialización competitiva y a una recentralización del control energético bajo nuevos monopolios.

La crisis energética desatada en Europa tras el conflicto en Ucrania desnuda esta verdad esencial: la seguridad nacional, la estabilidad social y la soberanía de una nación permanecen indisolublemente ligadas al acceso seguro y asequible a los hidrocarburos. Este episodio, lejos de constituir una anomalía, es el preludio de una era de disputa feroz por los recursos restantes, donde el control de los flujos de energía actuará como el arma definitiva y el instrumento de poder por excelencia.

El valor del petróleo trasciende lo meramente económico; es un instrumento de guerra híbrida, de coerción financiera y de alianzas estratégicas. Los oleoductos y las rutas marítimas, por ejemplo, constituyen las arterias del poder global, cuyo control equivale a controlar la vida de las naciones.

El sistema petrodólar, establecido en los acuerdos USA-Arabia Saudí en la década de 1970, sigue siendo la piedra angular del dominio financiero anglosajón. La obligación de comerciar petróleo en dólares estadounidenses genera una demanda artificial global de la divisa, sustentando su valor y permitiendo a Washington ejercer un poder de veto sobre la economía mundial mediante sanciones. Todo intento de romper este corsé —como los de Irak, Libia, Irán o Venezuela— recibe una respuesta inmediata y violenta, lo que demuestra que la guerra por el petróleo es, ante todo, por el sistema monetario que lo sustenta.

En este sentido, la OTAN opera como una guardiana de los flujos del oro negro. La arquitectura de seguridad de la OTAN, lejos de su narrativa defensiva, garantiza la protección de las rutas de suministro energético hacia Europa y Estados Unidos, asegura el acceso a yacimientos en regiones inestables y disciplina a los actores que desafían este orden. El Mar de China Meridional, el Golfo Pérsico y el Este de Europa son escenarios en que la rivalidad por el control de estos recursos se militariza.

El gas natural, por su parte, emerge como el hidrocarburo pivote del siglo XXI. Su relativa «limpieza» comparado con el carbón y su idoneidad para la generación eléctrica de base lo convierten en un puente estratégico. Sin embargo, su naturaleza —que depende de costosos gasoductos o de complejos procesos de licuefacción (GNL)— lo hace enormemente vulnerable a la manipulación política.

Veamos el caso de Rusia. Su estrategia durante décadas consistió en tejer una red de interdependencia energética con Europa a través de gasoductos como Nord Stream. Esta interdependencia, lejos de ser un escudo para la paz, se convirtió en un campo de batalla. El sabotaje de Nord Stream representa un punto de inflexión histórico: la demostración tangible de que la infraestructura energética constituye un objetivo militar legítimo en la guerra no convencional entre globalistas y soberanistas. Lo paradójico —aunque, claro, sólo a nivel superficial— es que dicho sabotaje fue obra de la CIA.

Todo tiene explicación, desde luego. La «evolución del esquisto» transformó a Estados Unidos de importador en exportador global de GNL. La destrucción de la competencia pipeline rusa abre las compuertas para el GNL estadounidense, significativamente más costoso, asegurando a Washington un doble beneficio: debilitar económicamente a Europa transfiriendo su riqueza industrial a través del Atlántico, y consolidar el control anglosajón sobre la seguridad energética europea. Europa, al renunciar al gas ruso barato, acepta su vasallaje energético y se desindustrializa en favor de intereses norteamericanos.

 

[Convergencia]

La idea de una sustitución rápida de los hidrocarburos choca con una paradoja insuperable: la así llamada «transición verde» depende por completo de una intensificación masiva en la extracción de minerales críticos (litio, cobalto, tierras raras), un proceso que a su vez consume enormes cantidades de energía… que proveniente mayoritariamente de hidrocarburos. La construcción de parques eólicos, paneles solares y vehículos eléctricos demanda más acero, más cemento, más plásticos y más energía, todos ellos intensivos en el uso de petróleo, gas y carbón.

He aquí el círculo vicioso: la demanda de energía acelera, haciendo incluso más vital el control de los yacimientos de hidrocarburos de bajo coste. Los países que posean ambas cosas —reservas tradicionales de petróleo y gas y los minerales críticos de la transición— se erigen en los dueños absolutos del tablero. Rusia, con sus vastos recursos gasísticos y su posición en el Ártico; China, con su dominio casi monopólico del procesamiento de tierras raras; e Hispanoamérica, con su triángulo del litio y sus gigantescas reservas de petróleo y gas, se perfilan como los actores imprescindibles.

El petróleo y el gas lejos de desaparecer, profundizan su centralidad. La pugna ya no gira en torno a quién tiene más reservas, sino a quién controla las rutas de suministro, los sistemas de financiamiento y la infraestructura crítica global. Esta lucha redefine alianzas, fomenta la creación de bloques rivales (como la expansión del BRICS+) y convierte a cada yacimiento, gasoducto y terminal de GNL en una pieza de un ajedrez global.

La insistencia del globalismo en desmantelar prematuramente la infraestructura de hidrocarburos occidentales, mientras sus rivales geopolíticos la expanden, delata una estrategia de autosabotaje controlado: debilitar a las naciones soberanas de Occidente, hacerlas totalmente dependientes de un nuevo modelo energético —centralizado, digitalizado y de acceso restringido— que otorgue a una élite tecnocrática un poder sin precedentes sobre la vida económica y social. Quien domine la energía, dominará el futuro. Y esa batalla, la más decisiva de todas, ya está en marcha, con los hidrocarburos como el botín y el campo de batalla simultáneamente.

 

[Hispanoamérica…]

La estrategia anglosajona no opera sólo como un proyecto ideológico, sino, como dice Alfredo Jalife, principalmente, como una manifestación del «heartland» que busca controlar la World Island (Eurasia) con todos sus recursos y periferias. En este esquema, Hispanoamérica constituye el «hinterland» por excelencia, la retaguardia de recursos que garantiza la perpetuación del poder anglosajón.

La región posee las mayores reservas probadas de petróleo del mundo (Venezuela), vastos yacimientos de gas natural (Argentina, Bolivia, Trinidad y Tobago), y la mayor reserva de agua dulce del planeta (el Acuífero Guaraní y los Andes Tropicales). El control de estos recursos equivale a controlar las arterias de la economía global. La desestabilización constante de Venezuela, el acoso a Nicaragua, y la presión sobre Bolivia responden a una lógica de extraer estos recursos en términos favorables al capital globalista, despojando a los estados nacionales de su soberanía sobre sus riquezas naturales. Toda iniciativa de integración energética suramericana (como la malograda UNASUR o Petrocaribe) siempre topa con la feroz oposición y el sabotaje desde Washington y sus aliados regionales.

La llamada «transición verde» y la revolución digital 4.0 convierten a Suramérica en una pieza absolutamente crítica. La región alberga:

– Litio: El «petróleo blanco». El Triángulo del Litio (Argentina, Bolivia, Chile) concentra más del 50% de las reservas mundiales. Este mineral es indispensable para las baterías de vehículos eléctricos y el almacenamiento de energías renovables.

– Cobre: Chile y Perú son gigantes globales. El cobre es la sangre de toda la infraestructura eléctrica y digital.

– Niobio, Tierras Raras, y otros minerales estratégicos: Brasil posee más del 90% de las reservas conocidas de niobio, vital para aleaciones superresistentes en aeronáutica y cohetería. Las tierras raras, esenciales para imanes, pantallas táctiles y tecnología militar, también presentan yacimientos significativos.

Quien controle el acceso a estos minerales dominará las cadenas de suministro del siglo XXI. China comprende perfectamente esta realidad. La Nueva Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative – BRI) avanza con fuerza en la región, financiando infraestructura, generando interdependencia económica y asegurándose acuerdos de suministro a largo plazo. Esta penetración pacífica pero firme representa una pesadilla para la geostrategia anglosajona, que históricamente consideró a la región prácticamente suya; como dicen, «su patio trasero».

 

[El vacío de la influencia europea]

La Unión Europea, en su servilismo atlántico, sacrifica su influencia histórica y cultural en Hispanoamérica. Su alineamiento automático con la política exterior de Estados Unidos, su retórica agresiva hacia gobiernos soberanistas y su subordinación a la agenda de la OTAN la convierten en un actor cada vez menos creíble y relevante para muchos países de la región. Europa mira con desdén y condescendencia a sus socios naturales, privilegiando su vínculo transatlántico.

Este vacío de influencia lo ocupan, de inmediato, dos actores antagónicos:

– China, que ofrece inversiones sin condicionalidades políticas (al menos explícitas), un mercado hambriento de commodities y un modelo de cooperación Sur-Sur que resuena en elites políticas y económicas frustradas con el tradicional paternalismo occidental; y

– Rusia, que provee cooperación militar, seguridad informática, grano y fertilizantes a precios competitivos, posicionándose como un contrapeso estratégico a la hegemonía estadounidense.

La crisis europea de división violenta refleja la agonía de un viejo orden que se resiste a su eclipse. La «izquierda» globalista abraza el neoliberalismo financiero y el intervencionismo humanitario, mientras la «derecha» soberanista reclama identidad, límites y control nacional. Esta confusión deliberada enmascara la lucha central: la construcción de un mundo multipolar frente a la imposición forzada de un imperio en decadencia.

En este contexto, Hispanoamérica deja de ser un mero objeto de la historia para convertirse en un sujeto geopolítico decisivo. Su vasto arsenal de recursos naturales, su posición geoestratégica entre los dos grandes océanos la sitúa en el ojo del huracán. La región representa el gran botín, pero también el potencial granero y arsenal del bloque que logre ganar su confianza y asegurar sus alianzas.

La pregunta de fondo es, acaso, si Hispanoamérica conseguirá articular un proyecto de integración soberana que le permita negociar desde una posición de fuerza, o si, por el contrario, su fragmentación y subordinación perpetuarán el modelo extractivista que la convierte en el hinterland en disputa de una guerra fría renovada, cuyas batallas preliminares ya incendian las praderas de Europa del Este y los desiertos de Oriente Medio. Ignorar esta realidad supone un error estratégico de dimensiones catastróficas.

 

[El verdadero panorama]

La narrativa de un enfrentamiento absoluto entre Rusia y Estados Unidos, amplificada por los medios del globalismo atlantista, sufre una fractura reveladora con cada contacto estratégico entre ambas potencias. La reciente cumbre, hace apenas unos días, lejos de ser un mero ejercicio de gestión de crisis, representa un momento de delimitación de esferas de influencia y de negociación entre pares geostratégicos. Este diálogo, que opera por encima de las cabezas de los líderes europeos, desmonta la fachada de un antagonismo irreconciliable y apunta hacia una realidad más cruda y cíclica en la historia de las grandes potencias: la tendencia a entenderse a expensas de terceros.

En este tablero, Venezuela emerge como la pieza de cambio por excelencia, el campo de pruebas donde Moscú y Washington coreografían un conflicto controlado para alcanzar un reacomodo mutuamente beneficioso, sacrificando la soberanía de Caracas en el altar de la realpolitik.

El férreo cerco económico, financiero y diplomático impuesto por Washington contra Venezuela trasciende el objetivo declarado de «restablecer la democracia». Constituye una estrategia de estrangulamiento calculado diseñada para alcanzar varios objetivos simultáneos: – Debilitar al actor externo (Rusia), pues las sanciones y el bloqueo pretenden agotar los recursos económicos rusos invertidos en el país, aumentar el coste de mantener su influencia y forzar a Moscú a la mesa de negociación. Cada barril de petróleo que Venezuela deja de exportar es un ingreso que Rosneft o Gazprom dejan de percibir.

– Crear un hecho consumado para el reparto: La destrucción sistemática de la industria petrolera nacional (PDVSA) mediante sanciones extraterritoriales busca un colapso interno tan severo que cualquier solución futura pase inevitablemente por una desrusificación parcial del sector energético venezolano. Washington fuerza una situación donde la recuperación económica requiere levantar las sanciones, y levantar las sanciones requiere un acuerdo que garantice el acceso de sus corporaciones energéticas a las vastas reservas del Orinoco.

– Garantizar la provisión estratégica: En un contexto de volatilidad energética global y de necesidad de aislar aún más a Irán y Rusia, controlar o influir decisivamente en las reservas venezolanas representa un objetivo de seguridad nacional para EEUU. Es una jugada para reafirmar la Doctrina Monroe en su versión energética del siglo XXI.

 

[Reparto Tácito]

La cumbre de Anchorage, Alaska, entre Rusia y Estados Unidos, lejos de ser un mero ejercicio diplomático rutinario, o de un encuentro principalmente a propósito de la crisis de Ucrania, cuya suerte en realidad, ya ha sido echada, constituyó un acto de alto simbolismo geopolítico, un punto de inflexión histórica respecto de la distribución de fuerzas y poderes a nivel global, con un horizonte multipolar. La elección de Alaska como sede—un territorio estadounidense con proximidad extrema a la costa rusa, de la que formó parte hasta que fue comprada por el país norteamericano—no fue casual. Escenificó de manera cruda la nueva realidad del orden mundial: la frontera física entre ambas potencias se erige como la línea de fractura principal de una nueva Guerra Fría, cuyos teatros críticos son el dominio del Ártico y la renegociación de la arquitectura de disuasión nuclear global. Este encuentro representó el reconocimiento tácito de un empate estratégico y la necesidad imperiosa de establecer reglas de engagement para un conflicto que, de otro modo, amenaza con desbordarse.

El deshielo acelerado del Ártico, consecuencia directa del cambio climático, está redibujando el mapa geopolítico y económico mundial. La región deja de ser una frontera helada para convertirse en una zona de tránsito crucial y un repositorio de recursos sin parangón.

La Ruta Marítima del Norte (Northern Sea Route – NSR), controlada por Rusia, se presenta como el futuro «Canal de Suez» del Norte, acortando drásticamente el tiempo y el coste del transporte marítimo entre Asia y Europa. El dominio ruso sobre esta vía—que reclama como aguas territoriales—choca frontalmente con la visión de Estados Unidos y la OTAN, que la defienden como aguas internacionales. La cumbre sirvió para que Moscú reafirmara su fait accompli: una presencia militar masiva en la región (base de Ártico Trébol, misiles Bastion) y el control efectivo de la NSR.

Otro asunto a tratar, fue la disputa por los recursos. Se estima que el 30% de las reservas de gas natural no descubiertas y el 13% de las de petróleo se encuentran bajo el Ártico. La plataforma continental rusa, en particular, alberga cantidades colosales. Esta riqueza convierte la región en un objetivo estratégico de primer orden. La cumbre operó como un mecanismo de delimitación implícita: Rusia comunica su determinación de defender sus reclamaciones de soberanía, mientras Estados Unidos advierte que no aceptará un monopolio ruso o chino sobre los recursos y las rutas.

 

[Equilibrio]

El segundo pilar de la cumbre, y quizás el más crucial, fue la discusión sobre «estabilidad estratégica». Este eufemismo diplomático esconde la grave crisis del sistema de control de armamentos que previno un holocausto nuclear durante la Guerra Fría.

La retirada de Estados Unidos del Tratado de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF) en 2019, seguida de la no renovación del Nuevo START en sus últimos días—y su posterior prórroga apresurada—, destruyó la arquitectura de verificación y limitación que garantizaba la previsibilidad. Ambos países se embarcaron en una costosa y peligrosa carrera por desarrollar nuevos sistemas de armas hipersónicas, misiles de crucero nucleares de alcance intermedio y armas antisatélite.

La cumbre de Alaska representó el primer paso para evitar una espiral de gasto e inseguridad mutuamente asegurada. La discusión se centró en la necesidad de un marco nuevo que abarque estas nuevas categorías de armas (hipersónicas, cibernéticas) no cubiertas por tratados obsoletos. El objetivo tácito: evitar una escalada accidental que ninguna de ambas partes desea, pero que se vuelve más probable cada día que pasa sin reglas claras. Es una negociación para gestionar la rivalidad, no para terminarla.

La discusión sobre «estabilidad estratégica» incluye, de manera tácita pero ineludible, la delimitación de líneas rojas en terceros países. Washington comunica sus preocupaciones sobre la profundización de la presencia militar rusa en Venezuela, mientras Moscú podría estar explorando los límites de hasta qué punto puede monetizar su influencia en Caracas sin provocar una escalada directa. La posible oferta implícita: una retirada o reducción gradual del apoyo militar ruso a cambio de un levantamiento parcial de sanciones que permita a las corporaciones rusas operar con mayor libertad (pero compartiendo el espacio con las norteamericanas).

Para Rusia, Venezuela representa un activo geopolítico de alto coste. El objetivo estratégico de Moscú no es tanto mantener un control exclusivo sobre el país, sino evitar su transformación en una plataforma hostil de la OTAN y, idealmente, asegurar que cualquier transición futura respete sus intereses económicos adquiridos. Un acuerdo tácito con Washington que garantice la inviolabilidad de sus inversiones y un papel en la futura extracción petrolera podría ser un resultado más valioso que mantener un punto de apoyo cada vez más oneroso.

 

[Proyección para Iberoamérica]

El desenlace de la crisis venezolana, paralela al desarrollo de la cumbre de Alaska, sentará un precedente monumental para toda Iberoamérica, definiendo el nuevo equilibrio de poder continental.

Hay, en efecto, distintos posibles escenarios, entre dos extremos, principalmente:

– La consolidación del condominio: Si Washington y Moscú logran un gran acuerdo sobre Venezuela, se institucionalizaría una práctica de reparto de influencias donde las potencias extra-hemisféricas negocian el destino de los estados nacionales iberoamericanos por encima de su voluntad. Esto revitalizaría la Doctrina Monroe bajo un formato modernizado y multipolar, donde actores como China, Rusia y EEUU delimitarían sus zonas de privilegio económico. La soberanía quedaría gravemente devaluada.

– La resistencia y el surgimiento del polo sur: Este precedente generaría una reacción contraria en las principales potencias suramericanas (Brasil, México, Argentina). La evidente vulnerabilidad de ser objeto de reparto aceleraría los procesos de integración estratégica autónoma y de rearme soberano. La necesidad de crear mecanismos de defensa colectiva, de diversificar alianzas (acercándose más a China como contrapeso indispensable) y de desarrollar cadenas de valor propias alrededor de los recursos críticos se volvería una prioridad existencial. La crisis, en este caso, actuaría como el catalizador definitivo para el nacimiento de un verdadero polo de poder suramericano.

Entretanto, Pekín observa con atención máxima. Cualquier acuerdo que marginalice sus intereses en Venezuela o en la región lo impulsará a redoblar su apuesta mediante la BRI, el financiamiento y la diplomacia. China se erige como el gran garante de que el «reparto» nunca sea solo bilateral, sino que incluya a un tercer actor con un poder económico y una paciencia estratégica superiores.

¿Qué nos espera por estos lares?

Aceptar un nuevo estatus de hinterland balcanizado, repartido entre potencias foráneas, o emprender la ruta compleja y conflictiva de la unidad estratégica y la soberanía energética y alimentaria. Acaso, con base en una lengua única.

La región posee todos los elementos para ser un sujeto, y no un objeto, de la historia: recursos, población y una posición geoestratégica envidiable. En todo caso, no es tan simple. Y el tiempo se agota.

 

 

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