Despropósito: Aproximación institucional a la crisis de la familia en el llamado Mundo Occidental actual

Por Juan Pablo Torres Muñiz

La familia, lejos de ser una mera construcción social contingente, constituye una realidad antropológica fundamental para el desarrollo humano y la sostenibilidad del orden político. En el marco de la civilización occidental, la institución de la familia ha operado históricamente como el núcleo elemental de la sostenibilidad social, el espacio primario donde la persona se constituye a través de un denso tejido de responsabilidades, legados y proyectos compartidos. Sin embargo, el panorama contemporáneo revela una profunda crisis en esta institución fundamental, manifestada en un creciente escepticismo hacia la formación de parejas estables y la constitución familiar. Este fenómeno no es una evolución espontánea ni una mera expresión de nuevas libertades, sino la consecuencia directa de una operación de desinstitucionalización masiva, impulsada por un turbo-capitalismo global que requiere consumidores despersonalizados, atomizados e incapaces de sostener compromisos a largo plazo. Esta tendencia representa una regresión antropológica, una renuncia a la racionalidad que nos constituye como personas en favor de un sentimentalismo idealista y una perversa idealización de la autonomía que, lejos de liberar, condena al individuo al desamparo y a la inestabilidad afectiva.

[Célula]

La filosofía política clásica ya identificaba a la familia (οἰκία) como la célula base de la polis. Aristóteles, en su Política, afirma que «la ciudad-estado es por naturaleza anterior a la familia y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte» (1253a19-20), pero subraya que es a partir de la asociación natural del hombre y la mujer, y de la familia, como se constituye la aldea y, finalmente, la ciudad-estado. La familia es, por tanto, la primera escuela de virtud cívica, donde el individuo aprende a ejercer autoridad, obedecer normas y asumir responsabilidades hacia otros.

La sociología moderna corrobora esta función. Émile Durkheim, en sus estudios sobre la división del trabajo social, señalaba que la familia actúa como un «hecho social total», integrando al individuo en un sistema de obligaciones y solidaridades que trascienden su interés inmediato. La desintegración de este vínculo debilita el cemento social, generando anomia y favoreciendo la intervención directa del Estado en hábitos que antes eran de competencia familiar.

La economía institucional y la sociología de la educación han demostrado de manera robusta la correlación entre estructura familiar estable y marco de influencia positivo en los hijos. Los niños que crecen en hogares con sus dos padres biológicos casados presentan, en promedio, mayores niveles de rendimiento académico y menores tasas de abandono escolar, mejor salud física y mental, menor probabilidad de involucramiento en conductas de riesgo (delincuencia, consumo de sustancias), así como mayores niveles de movilidad social ascendente.

Por ejemplo, un informe de la Annie E. Casey Foundation (2021) señala que la inestabilidad familiar es un predictor significativo de pobreza infantil. La familia estable provee el «capital social» (en términos de James S. Coleman) necesario para que el individuo internalice el autocontrol, la orientación al futuro y la capacidad de esfuerzo, elementos indispensables para una educación de calidad que enfrente la realidad material, es decir, que prepare para las exigencias de la vida adulta, la productividad y la asunción de responsabilidades.

Como institución intermedia, la familia actúa como un dique de contención tanto frente a la omnipresencia del Estado como frente a la lógica atomizadora del mercado. El jurista y teórico del derecho Rudolf von Jhering ya destacaba que la familia es una comunidad natural de vida y destino que protege al individuo de la condición de mero número ante la administración estatal.

La erosión de la familia conduce a lo que el sociólogo Robert Nisbet, en su obra The Quest for Community (1953), identificó como el «Estado absorbente»: cuando las asociaciones intermedias se debilitan, el individuo, aislado, busca refugio y reconocimiento en el Estado, que incrementa su poder en detrimento de las libertades. Ahora bien, es claro que, en panorama actual, lo que se persigue es más bien un «Mercado absorbente». En efecto, el mercado turbo-capitalista encuentra en el individuo desvinculado un consumidor ideal, cuya identidad líquida es moldeable por las tendencias. La familia, al promover proyectos a largo plazo y lazos de fidelidad, se opone a esta lógica de consumo inmediato y despersonalización.

Un Estado ordenado no es simplemente aquel que mantiene la seguridad, sino el que favorece las condiciones para el florecimiento humano. Esto requiere ciudadanos capaces de autogobierno, virtud cívica y responsabilidad. La familia es la institución clave para formar dicho carácter.

Una educación auténtica, orientada a enfrentar la realidad material, depende de que el niño internalice desde pequeño los conceptos de límite, deber, reciprocidad y verdad. Esto ocurre primariamente en el seno familiar. La psicología del desarrollo, desde la teoría del apego de John Bowlby hasta los estudios más recientes, confirma que la seguridad afectiva proporcionada por una familia estable es el sustrato necesario para el desarrollo de una personalidad resiliente y racional, capaz de postergar gratificaciones y de actuar conforme a principios y no solo a impulsos.

La crisis educativa contemporánea, caracterizada por un descenso en el nivel de conocimientos objetivos y un auge del subjetivismo pedagógico, está directamente ligada a la crisis de la institución familiar. Cuando la familia se debilita, la escuela se ve sobrecargada con funciones de contención afectiva y socialización básica, descuidando su misión instructiva fundamental.

El problema es, obviamente, complejo. Tanto que nos lleva al extremo de explicar, hoy en día, hechos, sucesos y procesos, además de situaciones, otrora obvias.

[Enfermedad]

La raíz de este proceso puede rastrearse en la vulgarización de ciertas corrientes filosóficas que, irónicamente, nacieron con una expresa intención revolucionaria «positiva». La filosofía de la praxis, como la entendía Antonio Gramsci, era una superación del materialismo mecanicista y del idealismo especulativo; buscaba unificar teoría y práctica, reconociendo que el hombre es, ante todo, «creación histórica». Marx y Engels, por su parte, sentaron las bases del materialismo histórico, demostrando que «no es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia». Para ellos, la historia es la historia de la lucha de clases, y las superestructuras —ideología, moral, religión— emanan de la base material de la producción.

No obstante, en su difusión masiva, esta filosofía sufrió una «degeneración», convirtiéndose en lo que Gramsci llamó «superstición» o lo que muchos otros convinieron en llamar «Marxismo cultural»: un conjunto de ideas-fuerza desvinculadas de un análisis riguroso de la realidad material. Esta versión degradada, que ha infectado las universidades y los medios, ha sido el instrumento perfecto para el mercado pletórico. Al promover un relativismo radical y un subjetivismo extremo, se ataca directamente la institucionalidad. Las «izquierdas indefinidas», en su afán por, como decían Marx y Engels, luchar solamente contra «frases» en lugar de contra el mundo real existente, se convierten en las principales contribuyentes de este sistema. Fomentan una crítica que no se basa en el análisis de las condiciones de producción, sino en la exaltación de identidades fragmentadas y la denuncia de «micro-agresiones». Así, la lucha de clases real es reemplazada por una amalgama de enfoques ideológicos carentes de metodología, cuyo objetivo no es la emancipación del proletariado, sino la legitimación de «narrativas identitarias efímeras».

Este proceso es clave para la adolescentización de la población: la creación de un sujeto que adolece de personalidad, ideal para el consumo. El mercado explota esta condición ofreciendo identificación pasajera con supuestos modelos de éxito, y una narrativa de empoderamiento que, en lugar de fomentar la autonomía racional, promueve una autoafirmación subjetiva y victimista. El «yo soy mi propia verdad» se convierte en el eslogan de una servidumbre consumista, donde la identidad, el dolor y la memoria se transforman en productos de mercado. En este contexto, el ataque a la familia no es casual. Como señaló Engels, la familia moderna contiene en germen los antagonismos que se desarrollan en la sociedad. Al presentarla como una institución inherentemente opresiva, este aparataje ideológico la debilita, aislando al individuo y haciéndolo más dependiente del mercado para la construcción de su identidad. La devaluación de la procreación se vuelve una consecuencia lógica en una sociedad de individuos que no pueden ni siquiera imaginarse como personas adultas responsables de hijos.

[Además]

Las prácticas sexuales también son redefinidas. Se promueve una volubilidad sin precedentes, desvinculando el sexo de la reproducción y del compromiso afectivo. La filosofía queer, heredera del posmodernismo, llega a afirmar que el sexo es un constructo social arbitrario, negando su base material. Esta «candidez interesada» es funcional al capitalismo neoliberal, que se beneficia de la producción de subjetividades y deseos que él mismo puede satisfacer. Se fomenta un sentimentalismo radical donde «la subjetividad se autogenera en el propio individuo y es la escala que ha de actuar como la medida de todas las cosas». Cualquier crítica racional es descalificada como «transfobia» u «odio», una nueva forma de censura que impide el debate. La libertad, que es una fuerza que se ejerce contra otras fuerzas, se confunde con el ideal de hacer lo que a uno le plazca, sin considerar que la autonomía solo se manifiesta gobernando la propia libertad en el doble rango normativo de los límites de uno mismo y de la sociedad.

Lejos de ser fenómenos independientes, el desplome de la natalidad y la epidemia de patologías ligadas a la soledad constituyen la verificación estadística de una misma crisis sistémica.

La transición demográfica en Occidente ha entrado en una fase de declive acelerado, lejos del mero «equilibrio». Los datos no reflejan una elección libre, sino un fracaso colectivo en la reproducción biológica y cultural.

Según el Banco Mundial (2023), la tasa de fecundidad global es de 2.3 hijos por mujer, pero en la mayoría de los países occidentales se sitúa muy por debajo del nivel de reemplazo generacional (2.1). En la Unión Europea (Eurostat, 2022), la media se sitúa en 1.53. Países del sur de Europa, donde la crisis institucional es más aguda, presentan cifras críticas: España (1.19), Italia (1.24), Grecia (1.43). Alemania y Austria rondan el 1.58. en el Este Asiático (OCDE, 2023), la situación se asemeja: Japón (1.30), Corea del Sur (0.81) —la más baja del mundo— ejemplifican la forma más extrema de esta tendencia, combinando hipermodernidad capitalista con un colapso de los lazos familiares tradicionales. En Estados Unidos (CDC, 2022), la tasa ha caído a 1.66, muy por debajo del reemplazo, indicando que el fenómeno no es exclusivo, ni mucho menos, de Europa.

Esta caída de la natalidad se correlaciona directamente con el retraso en la nupcialidad y el aumento de hogares unipersonales. La edad media al primer matrimonio, según Eurostat, supera los 30 años en la mayoría de los estados miembros. En España e Italia, se sitúa en 33.5 y 33.2 años para las mujeres, y 35.5 y 35.9 para los hombres, respectivamente. La data sobre hogares unipersonales dice también lo suyo (OCDE, 2021): En países como Alemania (42%), Francia (36%) y los países nórdicos (alrededor del 40%), los hogares de una sola persona son ya la forma de convivencia más común. Este dato materializa la atomización social.

La ONU (World Population Prospects 2022) proyecta que, sin migración, la población de Europa disminuirá en 90 millones para 2050. La Comisión Europea advierte constantemente sobre el impacto insostenible en los sistemas de pensiones y sanidad, donde una base cada vez menor de trabajadores jóvenes debe sostener a una población anciana en crecimiento. Esto no es una teoría; es una proyección actuarial basada en datos presentes. Así como es una realidad evidente, el impulso de buena parte del Viejo Continente hacia la guerra, como supuesta solución.

La contrapartida subjetiva de esta implosión demográfica es el deterioro de la salud mental, donde la falta de vínculos estables —especialmente de pareja— emerge como un factor de riesgo determinante.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) identifica la depresión como una de las principales causas de discapacidad a nivel mundial. Un metaanálisis publicado en Psychological Medicine (2021) concluyó que los individuos que viven solos tienen un riesgo significativamente mayor de desarrollar depresión en comparación con aquellos que viven en compañía. Un estudio seminal de Holt-Lunstad et al. (2015) en Perspectives on Psychological Science, que analizó datos de 3.4 millones de personas, demostró que la soledad y el aislamiento social aumentan el riesgo de mortalidad prematura en un 26% y 29% respectivamente, un efecto comparable al tabaquismo o la obesidad. Esto convierte a la soledad en un problema de salud pública de primer orden, no en una mera sensación subjetiva.

Los datos del General Social Survey (GSS) de EE.UU.y de la European Social Survey (ESS) son consistentes: las personas casadas reportan, en promedio, mayores niveles de satisfacción con su vida y menor incidencia de depresión y ansiedad que las solteras, divorciadas o viudas. Un informe del Institute for Family Studies (2019) señala que la infelicidad es marcadamente más alta entre quienes no tienen una pareja estable. La institución conyugal, lejos de ser una «carga», funciona como un amortiguador estadístico frente al malestar psíquico.

El caso de la llamada «generación Z» es paradigmático. Datos de la American Psychological Association (2022) muestran tasas sin precedentes de ansiedad, depresión y soledad entre los jóvenes. The Cigna Group (Informe de Soledad 2021) encontró que casi el 80% de los adultos jóvenes (18-24 años) reportan sentirse solos, una cifra muy superior a la de los grupos de mayor edad. Esto desmiente la idealización de una juventud liberada y conectada; los datos hablan de una generación hiperconectada tecnológicamente pero profundamente aislada afectivamente.

[Instrumentalización]

Este cúmulo de constructos tendencioso opera como la ideología funcional del turbo-capitalismo. Ha vaciado de contenido la crítica materialista, reemplazándola por un idealismo subjetivista que, bajo una apariencia revolucionaria, sirve para fragmentar la sociedad y crear al consumidor perfecto: un adolescente perpetuo, emocionalmente inestable y desvinculado de las instituciones que podrían ofrecerle un marco para su libertad. La crítica de Gramsci a las versiones mecanicistas y supersticiosas de la filosofía de la praxis se vuelve hoy profética: una teoría que no se mantiene en contacto con la vida práctica y las «personas sencillas» se convierte en una «elucubración individual». Al renunciar al análisis de la estructura económica real, esta corriente ha abandonado la misión de transformar el mundo para dedicarse a, como Marx y Engels criticaron a los jóvenes hegelianos, interpretarlo de otro modo, convirtiéndose, irónicamente, en el mejor aliado del orden que pretendía combatir.

Las implicaciones futuras de esta deriva son graves y multifacéticas. A nivel demográfico, la continuación de estas tendencias augura un envejecimiento acelerado de la población y una crisis de sostenibilidad de los sistemas de pensiones y salud. Económicamente, una sociedad de individuos atomizados, sin lazos familiares sólidos, es más vulnerable a las crisis, con menor capacidad de ahorro colectivo y resiliencia. Políticamente, la erosión de la familia como institución intermedia entre el individuo y el Estado deja a la persona más expuesta al poder de este último y al del mercado, debilitando el tejido de la sociedad civil. Culturalmente, se arriesga a una pérdida de la transmisión intergeneracional de saberes y valores, reemplazada por las modas efímeras del mercado y la propaganda ideológica. La proyección futura, de no revertirse este proceso, es la de una sociedad de individuos aislados, gestionados por un Estado cada vez más interventor y un mercado omnipresente, en la que la libertad se reduce a la capacidad de consumo y la personalidad a una serie de identidades precarias.

Las instituciones son el único marco posible para una libertad auténtica y una sociedad organizada.

 

 

Referencias Bibliográficas:

  • American Psychological Association (APA). Stress in America™ 2022.
  • Aristóteles. Política. Libro I.
  • Banco Mundial. Fertility rate, total (births per woman). 2023.
  • Bowlby, John. Attachment and Loss (Vol. 1-3, 1969-1980).
  • Coleman, James S. Social Capital in the Creation of Human Capital. American Journal of Sociology, 1988.
  • Engels, F. (1891). El origen de la familia, la propiedad privada y el estado. (Trad. Anónimo). Editorial Progreso. (Obra original publicada en 1884).
  • Errasti, J., & Pérez Álvarez, M. (2022). Nadie nace en un cuerpo equivocado: Éxito y miseria de la identidad de género. Deusto.
  • European Social Survey (ESS). Round 10 Data. 2020.
  • Fertility Indicators. 2022-2023.
  • Durkheim, Émile. La división del trabajo social (1893).
  • Gramsci, A. (1998). Para la reforma moral e intelectual. (A. A. Santucci, Ed.).
  • Gramsci, A. (2013). Antología. (M. Sacristán, Selec., Trad. y Notas). Akal. (Obra original publicada en 1974).
  • Holt-Lunstad, J., Smith, T. B., Baker, M., Harris, T., & Stephenson, D. Loneliness and social isolation as risk factors for mortality: A meta-analytic review. Perspectives on Psychological Science, 10(2), 2015.
  • Institute for Family Studies. The Married Happiness Gap. 2019.
  • Marx, K., & Engels, F. (1974). Obras escogidas (en tres tomos). Editorial Progreso.
  • Marx, K., & Engels, F. (s.f.). La Sagrada Familia. (Obra original publicada en 1845).
  • National Opinion Research Center. General Social Survey (GSS).
  • Nisbet, Robert. The Quest for Community: A Study in the Ethics of Order and Freedom (1953).
  • Family Database. (Datos sobre estructura familiar, fecundidad y resultados infantiles).
  • Pew Research Center. The Decline in Marriage and Rise of New Families (2010).
  • Putnam, Robert D. Our Kids: The American Dream in Crisis (2015).
  • The Cigna Group. The Loneliness Index. 2021.
  • Torres Muñiz, J. P. (2022). Homo Institutionalis.
  • Centers for Disease Control and Prevention (CDC).National Vital Statistics Reports. 2022.
  • United Nations, Department of Economic and Social Affairs.World Population Prospects 2022.
  • Wilcox, W. Bradford. The Sustainable Demographic Dividend: What Do Marriage & Fertility Have to Do with the Economy? Social Trends Institute, 2011. 1.
  • World Health Organization (WHO). Depression Fact Sheet. 2021.

 

 

ENGLISH VERSION

Absurdity: An Institutional Approach to the Crisis of the Family in the So-Called Current Western World

Translated by Tiffany Trimble

The family, far from being a mere contingent social construct, constitutes a fundamental anthropological reality for human development and the sustainability of the political order. Within the framework of Western civilization, the institution of the family has historically operated as the elementary nucleus of social sustainability, the primary space where the person is constituted through a dense fabric of responsibilities, legacies, and shared projects. However, the contemporary panorama reveals a profound crisis in this fundamental institution, manifested in a growing skepticism towards the formation of stable couples and family constitution. This phenomenon is not a spontaneous evolution nor a mere expression of new freedoms, but the direct consequence of a massive deinstitutionalization operation, driven by a global turbo-capitalism that requires depersonalized, atomized consumers incapable of sustaining long-term commitments. This tendency represents an anthropological regression, a renunciation of the rationality that constitutes us as persons in favor of an idealist sentimentalism and a perverse idealization of autonomy that, far from liberating, condemns the individual to helplessness and affective instability.

[Cell]

Classical political philosophy already identified the family (οἰκία) as the basic cell of the polis. Aristotle, in his Politics, states that «the state is by nature prior to the family and to the individual, since the whole is of necessity prior to the part» (1253a19-20), but he emphasizes that it is from the natural association of man and woman, and from the family, that the village and, finally, the city-state are constituted. The family is, therefore, the first school of civic virtue, where the individual learns to exercise authority, obey norms, and assume responsibilities towards others.

Modern sociology corroborates this function. Émile Durkheim, in his studies on the division of social labor, pointed out that the family acts as a «total social fact,» integrating the individual into a system of obligations and solidarities that transcend their immediate interest. The disintegration of this bond weakens the social cement, generating anomie and favoring the direct intervention of the State in habits that were formerly the competence of the family.

Institutional economics and the sociology of education have robustly demonstrated the correlation between stable family structure and a positive framework of influence on children. Children who grow up in homes with their two married biological parents present, on average, higher levels of academic achievement and lower rates of school dropout, better physical and mental health, lower probability of involvement in risk behaviors (delinquency, substance use), as well as higher levels of upward social mobility.

For example, a report from the Annie E. Casey Foundation (2021) indicates that family instability is a significant predictor of child poverty. The stable family provides the «social capital» (in terms of James S. Coleman) necessary for the individual to internalize self-control, future orientation, and the capacity for effort, elements indispensable for a quality education that confronts material reality, that is, that prepares for the demands of adult life, productivity, and the assumption of responsibilities.

As an intermediate institution, the family acts as a containment dike both against the omnipresence of the State and against the atomizing logic of the market. The jurist and legal theorist Rudolf von Jhering already highlighted that the family is a natural community of life and destiny that protects the individual from being a mere number before the state administration.

The erosion of the family leads to what the sociologist Robert Nisbet, in his work The Quest for Community (1953), identified as the «absorbent State»: when intermediate associations weaken, the isolated individual seeks refuge and recognition in the State, which increases its power to the detriment of freedoms. However, it is clear that, in the current panorama, what is pursued is rather an «absorbent Market.» Indeed, turbo-capitalist market finds in the disconnected individual an ideal consumer, whose liquid identity is malleable by trends. The family, by promoting long-term projects and bonds of fidelity, opposes this logic of immediate consumption and depersonalization.

An ordered State is not simply one that maintains security, but one that favors the conditions for human flourishing. This requires citizens capable of self-government, civic virtue, and responsibility. The family is the key institution for forming such character.

An authentic education, oriented towards confronting material reality, depends on the child internalizing from an early age the concepts of limit, duty, reciprocity, and truth. This occurs primarily within the family. Developmental psychology, from John Bowlby’s attachment theory to the most recent studies, confirms that the affective security provided by a stable family is the necessary substrate for the development of a resilient and rational personality, capable of postponing gratifications and acting according to principles and not just impulses.

The contemporary educational crisis, characterized by a decline in the level of objective knowledge and a rise in pedagogical subjectivism, is directly linked to the crisis of the family institution. When the family weakens, the school becomes overloaded with functions of affective containment and basic socialization, neglecting its fundamental instructive mission.

The problem is, obviously, complex. So much so that it leads us to the extreme of having to explain, nowadays, facts, events, and processes, as well as situations, once obvious.

[Sickness]

The root of this process can be traced to the vulgarization of certain philosophical currents that, ironically, were born with an express «positive» revolutionary intention. The philosophy of praxis, as understood by Antonio Gramsci, was an overcoming of mechanistic materialism and speculative idealism; it sought to unify theory and practice, recognizing that man is, above all, a «historical creation.» Marx and Engels, for their part, laid the foundations of historical materialism, demonstrating that «it is not the consciousness of men that determines their existence, but their social existence that determines their consciousness.» For them, history is the history of class struggle, and superstructures—ideology, morality, religion—emanate from the material base of production.

However, in its mass diffusion, this philosophy underwent a «degeneration,» becoming what Gramsci called «superstition» or what many others agreed to call «Cultural Marxism»: a set of force-ideas disconnected from a rigorous analysis of material reality. This degraded version, which has infected universities and the media, has been the perfect instrument for the plethoric market. By promoting a radical relativism and an extreme subjectivism, it directly attacks institutionality. The «undefined lefts,» in their eagerness to, as Marx and Engels said, fight only against «phrases» instead of against the existing real world, become the main contributors to this system. They foster a criticism that is not based on the analysis of production conditions, but on the exaltation of fragmented identities and the denunciation of «micro-aggressions.» Thus, the real class struggle is replaced by an amalgam of ideological approaches lacking methodology, whose objective is not the emancipation of the proletariat, but the legitimization of «ephemeral identity narratives.»

This process is key to the adolescent-ization of the population: the creation of a subject who lacks personality, ideal for consumption. The market exploits this condition by offering fleeting identification with supposed models of success, and a narrative of empowerment that, instead of fostering rational autonomy, promotes a subjective and victimizing self-affirmation. The «I am my own truth» becomes the slogan of a consumerist servitude, where identity, pain, and memory are transformed into market products. In this context, the attack on the family is not accidental. As Engels pointed out, the modern family contains in germ the antagonisms that develop in society. By presenting it as an inherently oppressive institution, this ideological apparatus weakens it, isolating the individual and making them more dependent on the market for the construction of their identity. The devaluation of procreation becomes a logical consequence in a society of individuals who cannot even imagine themselves as responsible adults with children.

[Furthermore]

Sexual practices are also redefined. An unprecedented volatility is promoted, disconnecting sex from reproduction and affective commitment. Queer philosophy, heir to postmodernism, goes so far as to affirm that sex is an arbitrary social construct, denying its material basis. This «interested naivety» is functional to neoliberal capitalism, which benefits from the production of subjectivities and desires that it itself can satisfy. A radical sentimentalism is fostered where «subjectivity self-generates in the individual themselves and is the scale that must act as the measure of all things.» Any rational criticism is disqualified as «transphobia» or «hate,» a new form of censorship that prevents debate. Freedom, which is a force exercised against other forces, is confused with the ideal of doing as one pleases, without considering that autonomy only manifests itself by governing one’s own freedom within the dual normative range of one’s own limits and those of society.

Far from being independent phenomena, the plummeting birth rate and the epidemic of pathologies linked to loneliness constitute the statistical verification of the same systemic crisis.

The demographic transition in the West has entered a phase of accelerated decline, far from mere «equilibrium.» The data does not reflect a free choice, but a collective failure in biological and cultural reproduction.

According to the World Bank (2023), the global fertility rate is 2.3 children per woman, but in most Western countries it is well below the generational replacement level (2.1). In the European Union (Eurostat, 2022), the average is 1.53. Countries in Southern Europe, where the institutional crisis is more acute, present critical figures: Spain (1.19), Italy (1.24), Greece (1.43). Germany and Austria are around 1.58. In East Asia (OECD, 2023), the situation is similar: Japan (1.30), South Korea (0.81) — the lowest in the world — exemplify the most extreme form of this tendency, combining capitalist hypermodernity with a collapse of traditional family ties. In the United States (CDC, 2022), the rate has fallen to 1.66, well below replacement, indicating that the phenomenon is not exclusive, far from it, to Europe.

This drop in the birth rate correlates directly with the delay in nuptiality and the increase in single-person households. The average age at first marriage, according to Eurostat, exceeds 30 years in most member states. In Spain and Italy, it is 33.5 and 33.2 years for women, and 35.5 and 35.9 for men, respectively. Data on single-person households also speaks volumes (OECD, 2021): In countries like Germany (42%), France (36%) and the Nordic countries (around 40%), single-person households are already the most common form of cohabitation. This data materializes social atomization.

The UN (World Population Prospects 2022) projects that, without migration, Europe’s population will decrease by 90 million by 2050. The European Commission constantly warns about the unsustainable impact on pension and health systems, where an ever-smaller base of young workers must support a growing elderly population. This is not a theory; it is an actuarial projection based on present data. Just as it is an evident reality, the drive of a good part of the Old Continent towards war, as a supposed solution.

The subjective counterpart of this demographic implosion is the deterioration of mental health, where the lack of stable bonds — especially of a couple — emerges as a determining risk factor.

The World Health Organization (WHO) identifies depression as one of the leading causes of disability worldwide. A meta-analysis published in Psychological Medicine (2021) concluded that individuals living alone have a significantly higher risk of developing depression compared to those living with others. A seminal study by Holt-Lunstad et al. (2015) in Perspectives on Psychological Science, which analyzed data from 3.4 million people, demonstrated that loneliness and social isolation increase the risk of premature mortality by 26% and 29% respectively, an effect comparable to smoking or obesity. This makes loneliness a first-order public health problem, not a mere subjective sensation.

Data from the US General Social Survey (GSS) and the European Social Survey (ESS) are consistent: married people report, on average, higher levels of life satisfaction and lower incidence of depression and anxiety than single, divorced, or widowed people. A report from the Institute for Family Studies (2019) indicates that unhappiness is markedly higher among those who do not have a stable partner. The conjugal institution, far from being a «burden,» functions as a statistical buffer against psychological distress.

The case of the so-called «Generation Z» is paradigmatic. Data from the American Psychological Association (2022) shows unprecedented rates of anxiety, depression, and loneliness among young people. The Cigna Group (Loneliness Report 2021) found that almost 80% of young adults (18-24 years) report feeling lonely, a figure much higher than that of older groups. This disproves the idealization of a liberated and connected youth; the data speaks of a generation hyper-connected technologically but profoundly isolated affectively.

[Instrumentalization]

This accumulation of tendentious constructs operates as the functional ideology of turbo-capitalism. It has emptied materialist critique of its content, replacing it with a subjectivist idealism that, under a revolutionary appearance, serves to fragment society and create the perfect consumer: a perpetual adolescent, emotionally unstable and disconnected from the institutions that could offer him a framework for his freedom. Gramsci’s critique of the mechanistic and superstitious versions of the philosophy of praxis becomes prophetic today: a theory that does not maintain contact with practical life and «simple people» becomes an «individual elucubration.» By renouncing the analysis of the real economic structure, this current has abandoned the mission of transforming the world to dedicate itself to, as Marx and Engels criticized the Young Hegelians, interpreting it differently, becoming, ironically, the best ally of the order it intended to combat.

The future implications of this drift are serious and multifaceted. At the demographic level, the continuation of these trends foreshadows an accelerated aging of the population and a sustainability crisis for pension and health systems. Economically, a society of atomized individuals, without solid family ties, is more vulnerable to crises, with less capacity for collective savings and resilience. Politically, the erosion of the family as an intermediate institution between the individual and the State leaves the person more exposed to the power of the latter and that of the market, weakening the fabric of civil society. Culturally, it risks a loss of the intergenerational transmission of knowledge and values, replaced by the ephemeral fashions of the market and ideological propaganda. The future projection, if this process is not reversed, is that of a society of isolated individuals, managed by an increasingly interventionist State and an omnipresent market, in which freedom is reduced to the capacity for consumption and personality to a series of precarious identities.

Institutions are the only possible framework for authentic freedom and an organized society.