Derrames: De lo que se busca y lo que se encuentra en el horizonte
Por Juan Pablo Torres Muñiz

Cesó la lluvia, brevemente, salió el sol. Lo supe porque lo sentí asomar a mis espaldas, mientras preparaba mi material para el taller de análisis literario. Entonces, repentinamente, casi sin transición alguna, arrancó a llover de vuelta, la luz menguó, apartada como un tapete que alguien quita de lado, deslizándolo. En su lugar, un rumor áspero.
El cielo — encapuchado, de pronto, negro, se traga los faroles…
No me es posible capturar bien nada de esto con la cámara… No llueve así en muchos sitios. Antes, sólo lo he visto en medio de la sierra (de donde por poco no salgo bien librado de una tormenta). El chaparrón no es ni copioso al modo tropical ni tozudo como el del Ande, todo gotas menudas, persistente, inmisericorde. Es distinto. Como un juego. Un juego bobo que no cesa. Cambios de dirección del viento, una y otra vez; gotas grandes y pequeñas, como chispas sobre los techos. En pugna desde abajo hacia arriba, también, sobre un reflejo mudo sobre el marrón de la tierra… Invita a imaginar qué sería sin nosotros cerca, antes de que fuera poblado este sitio, sólo zorros, venados y vizcachas alrededor, en sus madrigueras; cernícalos a la guarda y uno que otro azor…
Ayer por la tarde, de casualidad, coincidimos en la calle un antiguo alumno y yo. Luego de confirmar que nos encontrábamos bien, le pregunté por detalles de su vida en la universidad y, una vez hubo respondido —todo, buenas noticias—, me pidió mi parecer de la última novela de Gustavo Faverón. Me dijo que acababa de leer Minimosca y que no sabía bien qué pensar. Le dije poco más que lo dicho en la reseña que elaboré hace unas semanas, publicada aquí mismo.
Entiendo, me dijo, sí, es cierto… Pero me confesó, también, que de todas maneras le costaba separar sus preferencias de los criterios que, por ejemplo, habíamos trabajado en clase, parte de los cuales le acaba de exponer a la ligera. Puedes partir de ellos, le dije, y llegar así a una primera conclusión, para, después, arribar a un nuevo juicio, esta vez a partir criterios distintos, subjetivos, derivados de tu gusto. Los gustos no se discuten, son señas, data. Lo sé, continuó, pero me aturdió un poco la avalancha de halagos volcados en todos los medios, especialmente, por parte de Rodrigo Fresán; es que cuando él recomienda una lectura, suelo hacerle caso, aunque sé que no hace crítica, precisamente, sino algo como…, algo como… ¿Una reflexión de barrista de sofá, al cabo de la transmisión del partido de fútbol de su equipo?, le dije. Algo así, algo así…
«Y es que aquí vamos» con Fresán, reseñista entusiasta, de prosa ágil y referencia al tiro. «Porque», fácil, suma uno, dos, tres nombres de famosos y los relaciona entre guiños a propósito de la temática común abordada, un poco al estilo de Harold Bloom, para quien emparentar a alguien —ad hominem—con Shakespeare equivalía a elevarlo a su particular olimpo gnóstico…, sin decir mucho, en realidad, salvo cómo se sentía él al leerlo —oh, memoria y entusiasmo apelantes de placer estético (¡menuda reducción sensible!), influencia en la personalidad del lector (¿ah?) y sabiduría (¿de qué, para qué? ¿En serio?)— mientras evidenciaba su ignorancia del grueso de la tradición greco-latina-hispánica, acaso intencionalmente.
¿Hacen falta reseñistas entusiastas?
Es posible confiar en algunos de ellos, los que, aunque renuentes a exponer criterios claros y desarrollar un sistema de ideas coherente, tienen claro qué subgénero de literatura prefieren y bajo qué tradición, acaso porque pretenden emularlo ellos mismos, con regular o menor éxito; en todo caso porque andan atentos a las novedades y suelen atinar respecto de las propuestas mejor alineadas a los esquemas que prefieren (instaurados por autores de auténtico mérito, una lista difícilmente discutible).
En fin.
Hoy, temprano, recibí la recomendación de un gran amigo mío. Se trata de una novela brasileña. Escueto, su mensaje dice mucho. Apunta donde debe para generar curiosidad: el texto cuestiona a través de una visión original de un mundo, además, relativamente poco explorado.
Resulta curioso. Mi amigo hace ficción, solamente. Pero reconoce la necesidad de una crítica — al margen.
Reviso entre los apuntes de uno de mis cuadernos del año pasado:
Hay quienes se aproximan a determinados trabajos de arte sin idea alguna de qué buscan; lo llaman tener la mente abierta. Lo hacen muchos practicantes de algún arte —en tanto ars, latín, derivado del griego τέχνη (téchne)—, sin saber tampoco qué pretenden con ello, salvo llamar la atención por medio de un uso diestro de la técnica o, a menudo, dada su incapacidad, por la vía rápida de la provocación. También, aunque con menos frecuencia, por ambas formas. A esto lo llaman descubrir el rumbo sobre la marcha o, en el caso de la narración, por ejemplo, dejar que cada personaje decida por sí mismo su destino.
Esta disposición ideal sirve para la invención e incluso para la creación. Pero, en realidad, nunca se parte del vacío. Cada quien arrastra consigo una tradición, además de un yugo institucional contra el que se rebela o por el cual emprende su ataque contra otro. En ocasiones, primero lo uno, luego lo otro, también viceversa.
Cuanto más conscientes de nuestro rumbo, mejor, pues podemos disponer más efectivamente de nuestros recursos expresivos. Sin dicha ventaja, aunque concretemos la obra y ésta resulte asombrosa, apenas y podremos decir algo acertado de ella; en efecto, la articulación de ideas que la funda se realizó a través de un determinado conjunto de técnicas artísticas, y no otra. Por lo tanto, la obra no se presta ya a nuevos desarrollos efectivamente equivalentes, sino a otras versiones, y, desde luego, a las más variadas interpretaciones.
Ahora bien, aunque un autor pueda serlo de una auténtica obra de arte, es decir crítica, no por ello resulta necesariamente capaz de ejercer ninguna crítica por otros medios. Nadie lo obliga a hacerlo, a exponer criterios más o menos claros, coherentes entre sí, así como los juicios que resultan de su aplicación; del mismo modo, tampoco hay obligación alguna de escucharle opinar, ni mucho menos asumir lo que dice como válido.
—Un nuevo año académico, profe…
—Uno nuevo, con sus novedades…
—Usted nos dijo el año pasado… ¡Vaya!, recuerdo el 24 de agosto. Luego, octubre… Todo lo de redes sociales… Les avisé a mis papás. Se sorprendieron. Por cierto, saludos de su parte; se los adelanto…
—Gracias. Hazles llegar los míos, por favor.
—Lo haré.
—¿Y en tu universidad…?
—No, ni loco. Nadie habla de eso, no críticamente. De vez en cuando se escucha algo, pero es sobre todo ruido de conspiranoia. Opiniones. Sólo, excepcionalmente, algún dato interesante. Ya sabe, donde estudio todo ha de ser políticamente correcto… ¡Si viera las «performances artísticas»! El otro día hubo una «marcha bailada contra la micro violencia», o algo por el estilo.
—Hazte compatible con eso.
—Sí, lo tengo claro: nada de cambiar y adaptarse… Pero el orden ha cambiado, al menos afuera, ¿no?… ¿Les dirá a los chicos?
—¿De misiles hipersónicos, computación cuántica, ahora con China a la cabeza? ¿De los satélites de Elon Musk y la propaganda estadounidense que impera aún por sobre cualquier otra en nuestra parte del mundo, al punto de que quienes integran las izquierdas indefinidas se creen que luchan en su contra, cuando en realidad sirven a sus intereses con divisionismo local, mientras los de dizque derechas jalan para su lado? ¿Decirles de la infantilización y adolescentización masivos en beneficio del mercado pletórico? Eso ya lo hice…
—Me sorprende que nadie hable por aquí del escándalo de USAID…
—Eso empezó antes, lo sabes; fue con el inicio de la purga del FBI, el anuncio de la publicación de los archivos de Epstein y P-Diddy, que se viene en breve… Que USAID fue la patrocinadora de cientos de oenegés ambientalistas, elegebeteymás, multiculturalistas, misticistas, ancestralistas, etcétera, en Hispanoamérica, como también, abiertamente, de separatismos político-militares y promotor de revoluciones de colores en otras latitudes, por decir lo menos, aquí no hace el menor eco… Pocos saben, siquiera, qué es precisamente una «revolución de colores», ni les suena Black Rock… Ya ves que se sigue hablando de izquierdas y derechas…
—Recuerdo que nos avisó que a la obra de Chancay debía sucederle la de Corío, pero que, por eso mismo, habría mucho movimiento bajo la mesa respecto de su viabilidad…
—Más bien de quién la hará finalmente viable, y a qué costo…
—¿Y aquí en la escuela?
—Nos dejan trabajar. Es bastante. Afuera, sobre todo, se habla mucho de entornos socioemocionales acogedores, mientras se calla lo archisabido de la manipulación masiva desarrollada durante el aislamiento social. Cunde el negocio editorial, otra rama de lo mismo, auspiciado por ya sabes quiénes.
—¡Y los capibaras!
—Símbolo de candidez, bonachonería… es idiotez feliz. Pobres animales, los capibaras… Pero ya ves que todo pasa; pronto vendrá algo distinto, más ridículo todavía…
MiV. se ha preocupado por mi derrame ocular.
Un accidente.
Leo, estudio. Entreno.
Todo irá bien.
Afuera, llueve de nuevo.
Y esto, así como es, frágil, apenas una serie de escenas, es lo más próximo al lugar del que provengo y al que he de volver cada tanto, a reconstituirme. Mi pozo, el bosque que, más allá, a donde voy, he de expandir — aunque convertido en jardín: geometría impuesta, parámetro de los pasos, pero que — ha de dejar libre cierto caos interior, nuclear, — y la semilla. Siempre.