Cosas de fans: Participación en foro sobre aficiones y fanatismos
Por Juan Pablo Torres Muñiz

Gracias por la invitación.
Imposible negarme.
Toca hablar de fans…
Con gusto…
Cada vez se ve más del fenómeno. Se nota el orgullo. Se trata de una gran cofradía, una nueva tribu. Fanáticos. Y no, no se toman la calificación como peyorativa. Cada quien con su camiseta, disfraz o juguete distintivo.
Adultos de todas partes han adoptado gustos y comportamientos antes, pero no hace mucho, asociados directamente a la infancia o, como máximo, a la adolescencia. Y no, no se trata de un mero disfrute nostálgico, como sobre todo lo pintan. Algo inofensivo. Bueno fuera… Aunque la amplia mayoría de seguidores, fans, otakus, cosplayers e hinchas lo desconozca, configuran una muestra de identidad mercantil basada en el consumo de productos de entretenimiento masivo (superhéroes, animación, sagas fantásticas, equipos de fútbol).
Advertimos, por si hiciera falta, que no se trata de criticar gratuitamente ningún pasatiempo, ni de exigirle a nadie el más alto grado de aprovechamiento de su tiempo de descanso, para nada. Que cada quien se distraiga como más guste, siempre que no afecte nocivamente a los demás. El asunto va de cómo se montan industrias enormes para aprovechar el uso que damos a nuestro tiempo, y se las arreglan para exigir más de éste cada vez, hasta que, quien cede, acaba por entregárselo todo; absorben, sí, a partir de un simple juego, parte importante de su vida.
En juego, la economía de la atención, con corporaciones como Disney, Marvel, DC y otras, que han perfeccionado estrategias de engagement emocional mediante franquicias interminables que fomentan lealtad de por vida, y por generaciones; la evidente crisis de los metarrelatos fruto de la llamada posmodernidad, que ha debilitado las narrativas tradicionales (religión, política, filosofía), dejando un vacío que llenan sus versiones más aligeradas (como siempre), más poses que posturas, así como ficciones maniqueas y moralmente simplonas, con los superhéroes como nueva mitología; y, finalmente, la digitalización como vía para una cultura fan, en que las redes sociales facilitan comunidades donde el capital simbólico se gana mediante conocimiento trivial de universos ficticios (ej.: debates sobre Harry Potter o el canon de Star Wars) o enciclopedismo de clubes y ligas.
[El adulto feliz]
No es ningún secreto que los pasatiempos a los que nos referimos operan, principalmente como: a) mecanismos de evasión ante la complejidad del mundo, algo que ofrece fácilmente cierta ilusión de control; b) sustituto de relaciones profundas, con la socialización basada en fandom (verbigracia: convenciones de cómics), que genera vínculos superficiales pero intensos, centrados en el consumo compartido; y c) negación de la madurez, como hasta el mismo Byung-Chul Han (2015) señala al aludir a la exigencia masiva de una eterna juventud, rechazando la introspección y el pensamiento crítico en favor del culto a lo lúdico.
Acaso nos vemos, efectivamente, ante lo que Sloterdijk (2001) llama infantiloceno: una era en que el adulto delega su autonomía en sistemas de entretenimiento total. Y las consecuencias son enormes. Junto con la pérdida de capacidad analítica, debido a la priorización del consumo de narrativas simples (buenos Vs. malos), nos vemos conque el famoso constructo de la identidad, de por sí problemático, se reduce todavía más, a marcas consumidas («soy de Marvel», «fan de Pixar», «Ala Madrid»), todo mientras se da una clara erosión del espacio público, pues mientras se debaten detalles de ficciones, los problemas reales son relegados.
¿Por qué algunos ven en estos, sus hobbies, la felicidad?
Acaso se trata de una paradoja hedonista. La sobrestimulación constante (nuevos estrenos, merchandising) crea una satisfacción efímera. La gente que valora ante todo la eterna juventud, envejece, quiera o no, con intereses, digamos, poco serios, que los alejan cada vez más de la realidad, a la que tarde o temprano tendrán se enfrentan con estrépito; de hecho, cuanto más postergan el choque, peores los resultados. Entretanto, quienes procuran cultivarse o simplemente reflexionar con hondura desde sus posibilidades, trabajar y vivir de veras, con pasatiempos que son sólo eso, acaban catalogados automáticamente como «aburridos» o incluso «pretenciosos».
Un mercado que commoditiza la nostalgia, una sociedad que premia la evasión sobre la reflexión y un individuo posmoderno que rehúye la madurez por miedo al vacío existencial hacen la receta perfecta. Muy redituable, claro.
Mientras las corporaciones celebran esta tendencia como «cultura pop», quienes procuramos hacer crítica tomamos nota de la incapacidad de imaginar un futuro fuera del consumo infantilizado. Hacer deporte de veras, sin ínfulas, «no mola», ver encuentros deportivos sin apasionarse ni padecer angustia o furor, menos; apreciar lo llamativo, interesante de cierto entretenimiento, pero como nada más eso, peor que peor…
[Modelo de negocio]
Disney es el mayor ejemplo de infantilización comercial. Su modelo se basa en:
– Nostalgia generacional: Reboots de clásicos animados (El Rey León, La Sirenita) para que adultos lleven a sus hijos, y mantengan activo el ciclo.
– Adquisición de franquicias: Marvel, Star Wars, Pixar y Fox permiten dominar el entretenimiento global, asegurando que cada generación tenga su propia mitología Disney.
– Supuestas experiencias inmersivas: Parques temáticos, cruceros y convenciones (D23) convierten el consumo en «identidad».
Los cómics eran un medio marginal hasta que Hollywood los convirtió en una suerte de culto pop. Entonces, se dio la serialización adictiva, con películas interconectadas que exigen consumo continuo; el fanservice emocional, con cameos, postcréditos y dizque teorías que generan enganche perpetuo; eso, aparte eventos de asistencia «obligatoria» para la comunidad (por ejemplo, Avengers: Endgame no fue solo una película, sino un tema tratado como acontecimiento social).
A diferencia de Marvel, DC apela al saborcillo provocador que le atribuyen al trauma y una muy cool oscuridad (The Batman, Joker), atrayendo a adultos que creen consumir algo «más profundo» porque los diálogos son pronunciados ora con voz áspera, ora además con aire meditabundo.
El caso de Star Wars merece atención aparte…
George Lucas vendió la marca como un juguete (1977), no como una película. Disney lo compró en 2012 y lo convirtió en una «fábrica de contenido»: series (The Mandalorian), películas (Rogue One) y parques temáticos. Cuanto más variado y hasta contradictorio el planteamiento de uno y otro producto, mejor: las guerras entre fans mantienen la franquicia relevante. Discutir hace sentir a muchos, que saben algo de valor.
[El Anime: De nicho a mainstream]
HBO Max, Netflix y Crunchyroll han masificado el Anime, antes marginal.
El rollo del power fantasy para adultos, con burdas mezclas de violencia alegórica y narrativas bastante simples, en realidad; los waifus y husbandos, personajes diseñados para simple fetichización, con toneladas de figuritas «sexy» y el furor de comunidades online en Reddit, TikTok y Discord convierten la escena Anime en paradigma de identidad tribal.
En un mundo inestable (crisis laboral, económica, delincuencial, de vigilancia extrema, guerras, etc.), volver a la infancia funciona de lo lindo como aparente mecanismo de defensa. Se trata, ni más ni menos, que del muy mentado síndrome de Peter Pan, aunque digital: Adultos que rechazan responsabilidades y prefieren mundos simples como si ellos mismos provinieran de allí, inocentes, despreocupados, ebrios de vitalidad… para el ocio.
Entretanto, el fandom reemplaza a la religión y la política. Las convenciones como el Comic-Con conforman prácticamente nuevas iglesias, y los debates sobre cómics sustituyen discusiones serias, pero no sólo en dichos eventos, sino en otros de corte pretendidamente académico, acaso por el temor de distintas organizaciones de verse fuera de corriente (quizá el mejor ejemplo sean las chorradas que se montan en los MUN, con munditos de fantasía y cosplay parlamentario).
En fin, «ser fan ya no es un hobby, sino una identidad»: Camisetas de Marvel, tatuajes de Dragon Ball, perfiles de Tinder con fotos de cosplay, a todo dar, marcan la hora. Los NFTs y coleccionables convierten a los fans en «inversores emocionales». Mientras tanto, el discurso público se infantiliza, cada vez más políticos citan, acorde el aliento de la época, a Star Wars o al director técnico de algún club millonario, y el Arte, sí, con maýusculas, es irreconocible para la mayoría, que prefiere considerarlo, sin más, como a sus defensores: aburrido y elitista…, en el mejor de los casos, un producto menos atractivo.
[Mucho más que noventa minutos]
Porque en el fútbol es donde suena más a menudo sandeces como la de que «X no es un equipo, sino un sentimiento».
La industria del entretenimiento, en sus múltiples formas y canales, no solo busca entretener, sino también construir identidades colectivas, reforzar pertenencias y generar adhesiones emocionales profundas. En este contexto, el fanatismo futbolístico se ha convertido en uno de los fenómenos más estudiados por las ciencias sociales, no solo por su dimensión económica, sino por su capacidad para movilizar masas, moldear comportamientos y, en última instancia, convertir a los ciudadanos en consumidores activos y aborregados.
La triple condición que le ha sido reconocida tan a menudo —religión, mercado y espectáculo— define perfectamente cómo el fútbol opera en el siglo XXI. Se le vende al público como un espacio de identidad local, pero se gestiona como un negocio transnacional. Los clubes son corporaciones multinacionales que cotizan en bolsa, tienen accionistas y patrocinadores globales, mientras que sus hinchas son tratados como clientes emocionales.
Una pieza clave en esta maquinaria es la fabricación de ídolos deportivos. Estos jugadores no son simples atletas; son productos culturales cuidadosamente elaborados, comercializados y posicionados en la imaginación colectiva como héroes modernos. Su trayectoria personal (desde la pobreza al éxito), su habilidad técnica, su estilo de vida ostentoso y su presencia mediática convierten a estos individuos en modelos aspiracionales. En efecto, los jugadores de élite son exhibidos como casos de éxito individual, cuando en realidad representan el triunfo del sistema: el sistema que los descubre, los forma, los vende y los utiliza para generar ingresos multimillonarios. Son imágenes manipuladas, perfiles cuidados, historias seleccionadas y vendidas bajo el esquema de «sueño americano» o «éxito latino».
Esto se refuerza con campañas publicitarias, redes sociales gestionadas por equipos de marketing, apariciones en programas de entretenimiento, y contratos con marcas internacionales. Así, el jugador deja de ser simplemente un futbolista para convertirse en marca personal, objeto de consumo visual y simbólico.
Pero hay más. Una de las estrategias más efectivas de la industria es, por supuesto, la mercantilización del odio. Los enfrentamientos entre hinchas de distintos equipos no son siempre caóticos ni fortuitos, sino, más a menudo de lo que se quiere creer, orquestados estratégicamente por los medios de comunicación, las ligas, los sponsors y hasta por los propios clubes.
Cada clásico, cada partido importante, se transforma en un evento mediático que implica cobertura 24/7, merchandising especializado, ediciones limitadas de camisetas, retransmisiones de pago, eventos paralelos y todo tipo de productos asociados. Esta estructura de lucro basada en la emoción colectiva tiene un nombre bien claro: capitalismo afectivo.
El hincha no solo paga por ver a su equipo; paga por sentirse parte de una guerra simbólica. Y esa guerra se convierte en fuente constante de ingresos para quienes controlan la industria.
[Pares]
Es interesante observar cómo el fanatismo futbolístico comparte características fundamentales con fanatismos culturales como el de Star Wars, Harry Potter o los de los universos Marvel y DC. Siempre se genera un espacio de identificación emocional profundo, donde los seguidores no solo consumen contenido, sino que adoptan una identidad colectiva.
Sin embargo, hay diferencias importantes:
En el fútbol, el héroe es humano y está físicamente presente. En el cine y cómics, el héroe es ficticio y fantástico, aunque su influencia simbólica puede ser igual de potente. El fútbol exige una presencia continua, casi diaria, de seguimiento, mientras las sagas cinematográficas generan ciclos de espera y anticipación prolongados. Mientras que en los fandoms de películas la confrontación es virtual (comentarios, memes), en el fútbol puede derivar en violencia física real. Pero en ambos casos, se trata de fanatismos industrializados, diseñados para generar adicción emocional y dependencia económica. El fanatismo, sea deportivo, lector o cinematográfico, como de cualquier otra especie, sustituye el razonamiento y la crítica por la identificación ciega, la emoción efervescente por el juicio reflexivo, y el gusto subjetivo por el conocimiento objetivo.
Este estado de cosas es especialmente preocupante en contextos educativos donde se prioriza la sensibilidad sobre el razonamiento, la identidad sobre el conocimiento, y el rollo emocional sobre el pensamiento lógico. ¿A quién podría sorprender, por estos lares, que se tenga como modelo de hincha deportivo al argentino? ¿O que se piense en los fanáticos de Superman como nostálgicos sanos?
Los gustos, las preferencias no se discuten como tales. El problema radica en que muchos pasatiempos se convierten en inversiones de tiempo planificadas por otros, que vaya que lucran. Resistir a esta máquina de producir fanáticos implica distinguir entre identidad y conocimiento. Si no, nos hacemos parte de la maquinaria. Y ésta no juega a nuestro favor, nunca; de hecho, para ella, lo que hacemos no es un juego, ni mucho menos.
Referencias bibliográficas:
– Adorno & Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración (1947).
– Baudrillard, J. (1981). Simulacra and Simulation. University of Michigan Press.
– Bourdieu, P. (1992). Las estructuras sociales de la vida cotidiana. Akal.
– Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio (2015).
– Galeano, E. (1995). Fútbol a sol y sombra. Siglo XXI Editores.
– Han, B.-C. (2010). La sociedad del cansancio. Herder Editorial.
– Jean Twenge, Generación Yo (2019).
– Mark Fisher, Realismo capitalista (2009).
– Ortega y Gasset, J. (1930). La rebelión de las masas.