Con permiso: Sobre la crisis laboral y estudiantil por causas psicológicas y psiquiátricas
Por Juan Pablo Torres Muñiz

La actualidad mundial, en su complejidad, no solo se manifiesta en conflictos geopolíticos o en fluctuaciones económicas; se anuncia también con una, llamémosla así, alarmante crisis silenciosa: el aumento exponencial de las tasas de discapacidad laboral y estudiantil asociadas a trastornos mentales y problemas psicológicos.
En efecto, si bien es cierto que la salud mental es un tema legítimo y urgente, también lo es que esta preocupación —legítima en su raíz— ha sido absorbida por industrias poderosas que han encontrado en la vulnerabilidad emocional un nicho de lo más rentable. La patologización industrializada de la masa, promovida por actores interesados en mantener una sociedad frágil, susceptible y dependiente. Licencias médicas por estrés, ansiedad, depresión y otros diagnósticos relacionados no deben ni pueden ser tomados a la ligera. No se trata de negar la realidad de quienes sufren, ni mucho menos; más bien, de advertir cómo el sistema fomenta condiciones que generan malestar, para luego ofrecer remedios insuficientes, costosos y, en muchos casos, contraproducentes.
[El mundo laboral…]
Según informes recientes de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), las enfermedades mentales son ya una de las principales causas de ausentismo laboral en todo el mundo al día de hoy [1].
En Europa, según Eurostat, más del 30 % de las bajas médicas prolongadas están vinculadas a trastornos psiquiátricos y psicosomáticos [2]. En Estados Unidos, el Institute for Health Metrics and Evaluation señala que el número de personas incapacitadas por razones mentales ha crecido en más del 45 % en la última década [3].
Pero es en Sudamérica donde la situación adquiere contornos dramáticos. Países como Chile, Argentina y Colombia reportan tasas de licencias médicas por estrés laboral y trastorno depresivo mayor que superan con creces las medias mundiales.
En Chile, datos del Ministerio de Salud y del Instituto de Salud Pública muestran un aumento sostenido en las licencias médicas por trastornos mentales, especialmente entre jóvenes de entre 25 y 35 años [4]. En Argentina, el Ministerio de Trabajo ha señalado un incremento significativo en permisos médicos relacionados con síntomas asociados al «síndrome de burnout», aunque este término aún no tiene reconocimiento médico oficial en muchas jurisdicciones [5].
Y en Brasil, los trastornos de ansiedad y depresión encabezan ya las causas de incapacidad temporal, superando incluso a las enfermedades cardiovasculares, según datos del Sistema Único de Salud (SUS) y de la Asociación Brasileña de Psiquiatría [6].
Estos datos, aunque oficiales, no deben tomarse sin crítica. No se trata simplemente de una epidemia de salud mental, sino acaso más precisamente de una epidemia de sensibilidad patológica, contra la que no sólo no se lucha, sino lo contrario. Sin caer en absurdos como promover tratos rudos o confundir firmeza con dureza, es claro que el entorno cultural, educativo y económico del mundo llamado occidental, ha ido debilitando a la colectividad. El individuo contemporáneo, especialmente en contextos de alta exposición a dinámicas consumistas y a ideologías identitarias, se encuentra cada vez más desprovisto de herramientas institucionales sólidas para enfrentar la realidad y, por ende, más propenso a colapsar ante ella. De hecho, se lo insta a cada momento a actuar como individuo supuestamente libre, prescindiendo de las instituciones, cuando sólo dentro de ellas es posible ejercer alguna libertad.
Desde la perspectiva del Homo Institutionalis, el hombre no es una sustancia abstracta ni un mero producto de su biología o de su psique individual. Más bien, es una construcción operatoria, resultado de su interacción con instituciones que le proveen de estructuras cognoscitivas, éticas y prácticas que le permiten operar en el mundo con consistencia. Pero cuando estas instituciones se debilitan o son reemplazadas por estructuras mercantilizadas y afectivizadas, el individuo pierde fundamento, y su personalidad comienza a disolverse en una niebla de identificaciones efímeras, demandas subjetivas y necesidades fabricadas.
Esta disolución de la personalidad se traduce, en el ámbito laboral, en una fragilidad extrema ante situaciones que antes eran asumidas como parte inherente de la vida adulta: tensiones jerárquicas, competencia profesional, responsabilidades grupales, decisiones difíciles. Hoy, estos elementos no son vistos como retos a superar, sino como agresiones injustificables que deben evitarse o medicalizarse. Esta actitud no surge espontáneamente, sino que es fomentada por un entorno que promueve la hipersensibilidad como valor moral y político, mientras convierte en victimario al propio tejido social.
Lo hemos dicho antes: «La fragilidad de un mundo equivale a la de su fuerza racional, a la escasez de razón en él, a su impotencia para conocer más y mejor para, de tal modo, ampliarse, y ganar libertad.»
La adolescencia, entendida aquí no como etapa biológica, sino como carencia de personalidad institucionalmente formada, se extiende ahora hasta edades avanzadas. El trabajador moderno, muchas veces formado en entornos escolares que priorizaron la autoestima sobre la competencia técnica, y la sensibilización emocional sobre la claridad conceptual, se ve incapaz de navegar en un entorno que exige compromiso, resistencia y toma de decisiones. Su respuesta no es razonar, sino reclamar protección, derechos, apoyo terapéutico y, finalmente, licencia médica.
La expansión de las licencias por trastornos mentales no puede entenderse sin considerar el rol activo de una industria que ha convertido la emoción en enfermedad, y la dificultad en discapacidad. Empresas dedicadas a la venta de autoayuda, cursos de bienestar, apps de meditación y coaching corporativo proliferan, vendiendo soluciones simplificadas a problemas complejos, y normalizando la idea de que cualquier malestar debe gestionarse mediante intervención externa, y no mediante maduración interna. Esto resulta especialmente cómodo para las empresas que las contratan, pues les resulta fácil dejar constancia de haber actuado en beneficio de sus empleados sin asumir la responsabilidad por la aplicación de uno u otro programa popular, que al caso corresponde a los supuestos especialistas en lo que hoy se conoce como Recursos Humanos.
Uno de los principales problemas que enfrentan los empleadores hoy no es únicamente la dificultad técnica de transmitir información, sino la imposibilidad de hacerlo sin caer en dinámicas de evitación, autocensura y adaptación constante a las sensibilidades individuales. La comunicación en el trabajo ya no opera sobre la base de la claridad conceptual ni de la precisión funcional, sino bajo la premisa de no herir, no confrontar y, en muchos casos, no señalar errores.
Según un estudio publicado en la revista Human Resource Management Journal, el 73 % de los supervisores en empresas medianas y grandes reportan haber modificado sus formas de comunicar instrucciones para evitar conflictos emocionales con los empleados [7]. Esto incluye el uso de lenguaje indirecto, la evitación de evaluaciones negativas y la sustitución de correcciones por «retroalimentación positiva», independientemente de si corresponde o no.
Este fenómeno no es casual. Es consecuencia directa de una educación que prioriza la autoestima sobre la competencia, y una cultura empresarial que valora la «empatía» sobre la claridad operativa. El resultado es una comunicación distorsionada, donde los objetivos quedan diluidos, los roles se confunden y la rendición de cuentas se vuelve imposible.
Como lo hemos dicho antes en otros textos: No se trata de frialdad ni indiferencia, sino de reconocer que el trabajo no existe para hacernos sentir bien, sino para cumplir funciones. Quien busca en el trabajo su consuelo personal, tarde o temprano terminará decepcionado.
En este entorno, la comunicación deja de ser una herramienta de coordinación y se convierte en un acto diplomático, donde cada palabra debe medirse para no ofender, y donde el mensaje original se pierde tras una cascada de eufemismos y justificaciones sentimentales. No hay error, solo «aprendizaje»; no hay fracaso, solo «reorientación»; no hay mal desempeño, sino «dificultades momentáneas».
Cuando se convierte a la escuela en clínica, a la empresa en guardería y al trabajo en espacio de crecimiento personal, no sorprende que los empleados exijan de sus jefes más abrazos que criterios.
El clima laboral, entendido tradicionalmente como el ambiente psicológico que permite a los empleados operar con eficacia y estabilidad, ha sido redefinido en los últimos años como un espacio de protección emocional permanente, donde la comodidad y la satisfacción personal prevalecen sobre la productividad y la claridad funcional.
Empresas de todo tamaño han adoptado políticas de «bienestar integral», «salud mental en el trabajo» y «espacios seguros», muchas veces sin comprensión real de qué significa gestionar salud mental en un contexto laboral. Según datos del Observatorio Laboral de América Latina (2024), el 68 % de las empresas en Argentina, Chile y Colombia ahora dedican recursos anuales a programas de «resiliencia emocional», aunque menos del 15 % de estos programas haya mostrado efectividad medible en términos de reducción de ausentismo o mejora de rendimiento [8]. Esto no significa que la salud mental sea irrelevante, sino que ha sido instrumentalizada como justificación para evitar la confrontación racional con los verdaderos problemas: la falta de formación, la ausencia de criterios claros de evaluación y la imposibilidad de hablar de responsabilidades sin caer en diagnósticos subjetivos.
El clima laboral no puede basarse en la ilusión de comodidad. Debe estar fundado en la realidad operativa. Si no se puede criticar, no se puede mejorar. Y si no se puede mejorar, la organización muere lentamente.
Los empleadores, lejos de combatir esta tendencia, la alimentan. Contratan consultores de «gestión humana» y, en última instancia, lo más perverso, confunden el liderazgo con la seducción emocional. Este modelo no solo impide la resolución efectiva de problemas, sino que fomenta un entorno donde la crítica razonada se percibe como agresión, y donde cualquier discrepancia se interpreta como señal de malestar psicológico.
Un problema fundamental que subyace a todos los anteriores es la formación deficiente tanto de empleados como de supervisores. Un informe de la OCDE revela que más del 50 % de los gerentes entrevistados admiten que seleccionan candidatos basándose principalmente en su «actitud» y no en su dominio técnico del puesto, argumentando que «la habilidad técnica se enseña, pero la actitud no» [9].
Esta visión infantilizada del trabajador lleva a que los empleadores diseñen puestos cada vez más simples, con menor autonomía, mayor control emocional y menos responsabilidad. Se contrata a alguien no porque pueda resolver problemas, sino porque «se integra bien al equipo», «tiene buena energía» o «parece comprometido». Nada objetivo como, de hecho, lo es, por ejemplo, una comunicación oportuna y precisa. La nueva dizque métrica de selección no solo es absurda desde un punto de vista operativo, sino que refuerza la idea de que el trabajo es un club social y no un sistema de funciones interdependientes.
La desinstitucionalidad no solo afecta a la educación o a la política: también golpea de lleno al ámbito laboral. Hoy, en demasiadas organizaciones (especialmente, escuelas), los puestos no están definidos con claridad, las funciones son ambiguas y las responsabilidades se reparten de manera difusa. Los supervisores no supervisan, sino que acompañan, guían, animan y, en muchos casos, excusan. Ya no hay líderes, sino facilitadores. Ya no hay autoridad, sino mediadores.
Datos del Banco Mundial y estudios regionales sobre gestión pública indican que en más del 60 % de las empresas argentinas consultadas, los jefes directos no pueden tomar decisiones operativas sin consultar a recursos externos o esperar la aprobación de múltiples niveles jerárquicos [10]. Esto no es descentralización: es parálisis institucional.
La autoridad no es opresión, es necesaria para garantizar el funcionamiento colectivo. Sin autoridad, no hay organización. Solo improvisación disfrazada de participación.
Este fenómeno tiene su raíz en la pérdida de jerarquía funcional, que antes permitía distinguir entre quien mandaba y quién obedecía, no en sentido servil, sino en cuanto a la distribución de responsabilidades. Ahora, por miedo a parecer «autoritario», muchos supervisores renuncian a ejercer su rol y, en lugar de dirigir, buscan congraciarse con sus equipos. El resultado es una pérdida de rumbo, de claridad y, finalmente, de propósito laboral. Una estafa…
El idealismo no solo afecta a los trabajadores, sino también a quienes los dirigen. Muchos empleadores, especialmente en sectores tecnológicos, creativos y de servicios, venden la imagen de que su empresa es una «misión», un «proyecto de vida», una «comunidad afectiva». Esta narrativa, aunque útil para atraer talento joven, termina siendo contraproducente cuando se enfrenta a la realidad operativa del trabajo. Lo peor no es que se crea en mentiras, sino que se insista en repetirlas hasta convertirlas en norma.
Las empresas que insisten en vender el trabajo como vocación, misión o incluso salvación, acaban encontrándose con empleados que no toleran la frustración, que ven cualquier crítica como traición y que, ante el primer tropiezo, no reflexionan ni mejoran, sino que buscan justificación en síntomas, diagnósticos y licencias médicas. Y, como hemos visto, la industria farmacéutica, la de la autoayuda y la del entretenimiento, están listas para responder a esa demanda.
El proceso de patologización del malestar laboral no solo aleja a los empleados de su función real, sino que despersonaliza a los empleadores, que pasan de ser gestores a ser cuidadores. Ya no se espera que un jefe tenga criterio, sino empatía. No se le pide que conduzca, sino que anime. No se le reclama su capacidad de resolver problemas, sino su habilidad para «motivar».
[Provecho…]
La industria farmacéutica ha sabido aprovechar la nueva sensibilidad para expandir el consumo de ansiolíticos, antidepresivos y estimulantes cognitivos. Según un informe de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), el consumo de benzodiacepinas en Sudamérica creció un 62 % entre 2010 y 2022, principalmente en jóvenes y adultos menores de cuarenta años [11]. Estos medicamentos, en lugar de usarse como recurso puntual y transitorio, se administran frecuentemente como solución crónica a males circunstanciales, consolidando una dependencia química y simbólica que refuerza la percepción de inutilidad frente al mundo real. El caso del síndrome de déficit de atención es el más emblemático. Salvo durante la Segunda Guerra Mundial, nunca circularon tantas metanfetaminas en el mundo como hoy.
Pero es que, además, al interior de cada organización laboral, debido a lo expuesto, el manejo de problemas de comunicación y el llamado clima laboral es cada vez peor. Con mucha frecuencia, se hace dudar a los trabajadores, sistemáticamente, de su capacidad de trabajo. Se les niegan criterios razonables en relación a su función. Su labor se encuentra sometida a un grado de incertidumbre bastante mayor del que cabría esperar con una organización elemental.
[Horizonte…]
Las generaciones que hoy lideran organizaciones, empresas y estados son aún, en muchos casos, adultos formados en una cultura del esfuerzo, la disciplina y la objetividad. Aunque no exentos de errores, poseen una personalidad institucional más sólida, construida en contextos de mayor exigencia académica y menor indulgencia hacia el capricho emocional. Pero las nuevas generaciones, criadas en un ambiente donde se premia la expresión sobre la reflexión, donde se valora la intención sobre la ejecución, donde se confunde la opinión con el conocimiento y el sentimiento con la verdad, llegan al mercado laboral sin haber sido preparadas para la frustración, la crítica, la jerarquía ni la confrontación razonada. Son sujetos que no solo carecen de herramientas técnicas, sino de fundamentos personales para sostener el peso de la realidad.
Cada quien tira de la cuerda en su favor: Actualmente, son mayores quienes manejan la próspera industria que gestiona la adolescentización. Y ahora resulta que no pueden detener lo que iniciaron…, y muchos, claro, no quieren.
Cuando las generaciones actuales de trabajadores mayores desaparezcan, las nuevas clases laborales no solo no estarán capacitadas técnicamente, sino que serán más susceptibles, más frágiles y más propensas a la parálisis emocional. Esto no es un riesgo futuro: es una realidad en proceso de consolidación. El sistema laboral no solo no corrige esta tendencia, sino que la refuerza con políticas de sensibilidad, protocolos de empatía y modelos de gestión basados en la complacencia.
[La escuela…]
Por supuesto, no puede entenderse este fenómeno sin mirar el sistema educativo, que ha dejado de formar ciudadanos competentes para convertirse en un dispositivo de producción de sujetos sentimentales, idealistas y desconectados de la materialidad del mundo. Escuelas que no enseñan a pensar, sino a sentirse bien; universidades que no forman profesionales, sino identidades; planes curriculares que priorizan la conciencia ambiental o el autocuidado por encima del dominio técnico o la argumentación rigurosa.
La educación, en tanto institución, no es solo un medio para la transmisión del conocimiento o la preparación técnica de los individuos. Es, ante todo, un dispositivo que opera sobre la personalidad, modelando su estructura, fijando sus límites, ampliando o restringiendo su capacidad de operar racionalmente en el mundo. En este sentido, la escuela tiene un rol fundamental en la formación del Homo Institutionalis, el mismo que, por medio de instituciones, se constituye como persona, desarrolla criterios, asume responsabilidades y accede a un lugar propio dentro de la sociedad.
Pero hoy, bajo el pretexto de cuidado, apoyo emocional o inclusión, se ha desatado un fenómeno alarmante: la patologización sistemática de casos escolares, donde conductas normales, diferencias temperamentales, actitudes personales e incluso conflictos interpersonales son interpretados como síntomas de trastornos mentales, y llevan a niños, adolescentes y jóvenes al consultorio psiquiátrico antes de que hayan tenido siquiera la oportunidad de resolver sus dificultades por sí mismos o mediante la confrontación con la realidad.
Este proceso no es espontáneo ni fortuito. Es parte de una tendencia generalizada en la cultura occidental —y cada vez más extendida en Sudamérica— hacia la infantilización y adolescentización de las nuevas generaciones. Detrás de ello, una industria multimillonaria que encuentra en la vulnerabilidad emocional un nicho rentable: desde la farmacéutica hasta la editorial, pasando por la tecnología afectiva, las plataformas digitales de bienestar y los cursos de coaching familiar.
Hoy, la escuela parece haberse convertido en una extensión del sistema sanitario, donde profesores deben ejercer funciones de orientadores emocionales, directivos deben responder ante comités de salud mental y padres acuden a entrevistas con el ánimo de obtener diagnósticos más que evaluaciones académicas.
Este giro terapéutico, aunque presentado como avance civilizatorio, no solo carece de fundamento pedagógico sólido, sino que representa una desviación funcional de la misión original de la escuela. Como señala con contundencia Marino Pérez Alcalá, reconocido psicoterapeuta clínico y autor de múltiples investigaciones sobre el tema, la escuela no debe convertirse en un laboratorio de diagnósticos ni en un espacio de medicalización anticipada: «La escuela no puede y no debe sustituir al consultorio psicológico. Su tarea es formar ciudadanos competentes, no fabricar pacientes.» [12] (Conferencia en el Congreso Latinoamericano de Psicología Clínica – 2023.)
En una reciente investigación publicada en Journal of Abnormal Child Psychology, estudios longitudinales muestran cómo en los últimos diez años el número de niños y adolescentes diagnosticados con TDAH, ansiedad generalizada o depresión leve en entornos escolares ha crecido exponencialmente, especialmente en contextos urbanos y en colegios privados con políticas de «bienestar integral». Sin embargo, cuando estos diagnósticos son revisados por equipos independientes, se constata que en más del 60 % de los casos no existía evidencia clínica suficiente para justificarlo. Más bien, respondían a una demanda institucional: la necesidad de justificar ausencias, adaptar currículos o evitar enfrentamientos entre familias y centros educativos [13].
El aumento de diagnósticos tempranos —particularmente de TDAH, TEA (Trastorno del Espectro Autista) y trastornos de ansiedad— no solo refleja una expansión injustificada de los criterios diagnósticos, sino también una comercialización de la fragilidad emocional. Escuelas que ofrecen «espacios seguros», «ambientes sin estrés» o «educación personalizada» terminan por crear una atmósfera artificial donde cualquier incomodidad se interpreta como señal de alerta.
Si se hace de la escuela un refugio o una guardería, lo que se cultiva no es ningún tipo de fuerza ni autonomía, sino una cruel dependencia.
Datos de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) indican que entre 2018 y 2023, el número de licencias médicas otorgadas a menores por trastornos mentales aumentó en un 97 %, principalmente en sectores medios urbanos [14]. Lo preocupante no es solo el crecimiento en sí, sino que la mayoría de estas licencias derivan de observaciones hechas por docentes o coordinadores escolares, no por profesionales de la salud mental debidamente capacitados.
Esto implica una transferencia inadecuada de funciones: los maestros, ya saturados de tareas administrativas y burocráticas, se ven compelidos a interpretar comportamientos infantiles como signos de enfermedad. Y una vez que se cruza esa línea, el camino está abierto para el tratamiento farmacológico, la reducción de exigencias académicas y la excusa perpetua frente al fracaso.
Dice el Dr. Marino: «Patologizar la diferencia, medicalizar la dificultad y confundir el temperamento con el trastorno no es ayudar; es, sencillamente, corromper la infancia.» [15]
El problema no reside únicamente en la cantidad de diagnósticos, sino en la ligereza con que se aplican y en la gravedad de sus consecuencias. Un niño etiquetado como «ansioso» desde los nueve años no solo pierde la posibilidad de aprender a gestionar su propia frustración: adquiere una identidad médica que condicionará su relación con la realidad, con sus pares y consigo mismo.
Según un estudio longitudinal liderado por la Universidad de los Andes (Bogotá) y publicado en Revista Latinoamericana de Psicología, los estudiantes que recibieron diagnósticos psicológicos antes de los doce años tienen mayor probabilidad de requerir medicación psiquiátrica durante la adolescencia, menor rendimiento académico global y una mayor incidencia de abandono escolar temprano [16]. No porque sean más débiles, sino porque han sido tratados como tales.
Este efecto iatrogénico —esto es, el daño colateral producido por la intervención misma— es uno de los grandes temas olvidados en el debate actual. Se habla mucho de «prevención», pero poco de «efectos secundarios». Se menciona la importancia del acompañamiento, pero rara vez se cuestiona quién define qué necesita acompañamiento, ni bajo qué criterios.
[Intereses…]
La industria farmacéutica no mira indiferente este fenómeno. Según datos de IQVIA (anteriormente, IMS Health Latin America), el consumo de psicofármacos en menores de edad ha crecido en un 58 % en América Latina desde 2015 [17]. Un informe de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) advierte que, en países como Chile, Colombia y Ecuador, más del 40 % de los estudiantes entre 10 y 15 años han recibido algún tipo de intervención psicológica formal, muchas veces sin consentimiento pleno de los padres ni comprensión real de los procesos involucrados [18]. Y en muchos de esos casos, la recomendación inicial proviene directamente de un profesor o de un consejero escolar.
La crisis no es de salud mental, principalmente, sino de interpretación y vigilancia extrema.
Una consecuencia inevitable de esta dinámica es la sobrecarga de responsabilidades emocionales sobre los docentes. Ya no basta con enseñar historia, matemáticas o lenguaje: ahora se espera que los profesores detecten, evalúen, notifiquen y, en algunos casos, denuncien. Esta transformación del rol docente no solo es injusta, sino que resulta profundamente contraproducente para la institución educativa en sí.
Esto es particularmente grave en Sudamérica, donde los sistemas educativos ya están en crisis por falta de infraestructura, bajos salarios docentes y planes de estudio desactualizados. Ahora, encima, se les exige a los profesores que interpreten complejos cuadros psicológicos sin formación específica, y que hagan frente a familias que, tras recibir un diagnóstico, exigen modificaciones en el sistema educativo que vayan más allá de lo razonable.
No menos responsables son las familias, muchas de las cuales buscan en el sistema escolar respuestas a conflictos domésticos que deberían resolverse en otro ámbito. Las estadísticas revelan que más del 65 % de los padres que solicitan evaluaciones psicológicas para sus hijos lo hacen motivados por tensiones intrafamiliares no resueltas, y no por una verdadera preocupación académica o emocional del menor.
Además, hay un claro interés comercial detrás de esta dinámica. Empresas dedicadas a la «educación emocional», plataformas de mindfulness escolar, apps de gestión de la conducta infantil, talleres de crianza positiva, cursos de neuroeducación y demás productos parapsicológicos proliferan en toda la región. Estos negocios no solo venden soluciones simplificadas, sino que fabrican problemas donde antes había dificultades normales de desarrollo.
Y es que no hay negocio más rentable que la angustia parental. Cuanto menos competente se sienta un padre, más dispuesto estará a pagar lo que tenga que pagar por la tranquilidad de saber que algún supuesto experto se ocupa de su hijo.
Lo paradójico del modelo educativo imperante, es que se presenta como inclusivo, pero termina siendo excluyente en clave inversa. Me explico: quienes no encajan en el perfil ideal de niño «regulado emocionalmente» son no ya castigados, sino «diagnosticados y apartados del sistema». De hecho, según registros del Ministerio de Educación de Perú (2022), el número de estudiantes removidos temporal o definitivamente de centros escolares bajo supuestos diagnósticos psicológicos ha aumentado en un 84 % en los últimos cinco años [19].
Y esto no es exclusivo de Perú. En México, el INEE reporta un aumento similar en el número de alumnos dados de baja por «necesidades especiales de salud mental», sin que haya un seguimiento clínico riguroso ni una reintegración posterior al sistema regular. Esa brecha entre diagnóstico y tratamiento, entre identificación y solución, es una muestra más de que no se trata de ayudar, sino de gestionar la población bajo una nueva lógica: la de la fragilidad institucionalizada.
Frente a este estado de cosas, urge recuperar una noción clara de la escuela como institución formativa, no como clínica de emergencia. Si bien la salud mental es un asunto legítimo y urgente, no puede convertirse en el núcleo de la vida escolar. Ni tampoco debe usarse como justificación para la desresponsabilización de los adultos frente al desarrollo de los menores.
Desde nuestra perspectiva, lo que está en juego es nada menos que la capacidad de la sociedad para construir sujetos autónomos, capaces de operar en el mundo con criterio, responsabilidad y resistencia. Pero cuando se patologiza la conducta cotidiana, cuando se medicaliza la dificultad y se traduce el malestar en diagnóstico, se rompe el tejido institucional que permite al individuo construirse como persona.
La solución no pasa por eliminar los servicios de apoyo psicológico, ni por negar la existencia de trastornos reales que sí requieren intervención profesional. Más bien, consiste en restablecer las fronteras institucionales, en dejar que cada institución opere dentro de su campo propio, sin invadir el de las demás. Que la escuela enseñe, que la familia eduque, que la medicina cure y que la crítica examine.
Los niños no necesitan más diagnósticos. Necesitan más exigencia, más claridad, más confrontación prudente con lo real.
Referencias Bibliográficas:
- WHO & ILO. (2022). Mental health at work: Global estimates and policy implications.
- Eurostat. (2023). Data on long-term sickness absence by diagnosis category.
- IHME. (2023). Global Burden of Disease Study (GBD).
- MINSAL Chile. (2023). Informe anual de licencias médicas por grupo diagnóstico.
- Ministerio de Trabajo Argentina. (2022). Tendencias en licencias médicas laborales.
- SUS / ABP. (2023). Epidemiología de trastornos mentales en Brasil.
- Kelliher, F., & Anderson, D. (2020). Managing employee well-being in the workplace: A critical review. Human Resource Management Journal, 30(2), 345–362.
- Observatorio Laboral de América Latina. (2024). Políticas de bienestar emocional en empresas sudamericanas.
- OECD. (2022). Skills for Jobs: Data Insights.
- Banco Mundial. (2023). Gestión institucional y toma de decisiones en América Latina.
- OPS. (2023). Consumo de benzodiacepinas en América Latina.
- Pérez Alcalá, M. (2023). Keynote Speech at the Latin American Congress of Clinical Psychology.
- Copeland, W. E., et al. (2021). Long-term outcomes of early childhood psychiatric diagnoses. Journal of Abnormal Child Psychology, 49(5), 789–802.
- OPS. (2023). Salud mental en la infancia y adolescencia en América Latina.
- Ibid.
- Universidad de los Andes. (2022). Diagnósticos tempranos y su impacto en el desarrollo escolar. Revista Latinoamericana de Psicología.
- IQVIA. (2023). Trends in psychotropic drug prescriptions in Latin America.
- OPS. (2023). Intervenciones psicológicas en estudiantes latinoamericanos.
- MINEDU Perú. (2022). Estadísticas educativas nacionales.