¿Ciudadanos del mundo?: Participación en foro sobre la crisis migratoria en Occidente en el Siglo XXI

Por Juan Pablo Torres Muñiz

La migración del siglo XXI, en Europa y América, se aborda desde un idealismo desinstitucionalizador: el mito del «ciudadano del mundo». Esta retórica, funcional al mercado pletórico, oculta la crudeza material del desarraigo y la pérdida de personalidad jurídica y cultural. Lejos de fortalecer instituciones de acogida, fomenta sujetos desvinculados, fácilmente explotables. La verdadera integración exige marcos normativos robustos, no consignas vacías que disuelven tanto al migrante como al receptor en una comunidad abstracta e inexistente.

En el debate migratorio contemporáneo, cualquier análisis que plantee límites, controle de flujos o priorice la integración cultural y jurídica sobre la mera acogida es inmediatamente descalificado y etiquetado bajo los epítetos de «derechista», «xenófobo» o incluso «fascista». De lo que se trata es de un juego dialéctico y el ideal de la paz es parte de él, pero para asegurar un control suficiente de la población, con su atención puesta en lo que conviene, lejos de lo que no. En este contexto, la migración masiva se ha transformado en una herramienta de desestabilización geopolítica, un arma utilizada para ejercer presión sobre los Estados receptores y reconfigurar equilibrios de poder. La crisis demográfica en Europa, con tasas de natalidad decrecientes y una población envejecida, la expone particularmente a esta presión. Este contraste con el crecimiento demográfico explosivo en el sur global, especialmente en África subsahariana, genera un flujo migratorio que, aunque impulsado por factores socioeconómicos y climáticos, es hábilmente manejado por actores estatales y no estatales.

La «migración como arma» no es un fenómeno nuevo, pero su implementación en la era de la globalización y las comunicaciones le confiere una potencia y una visibilidad sin precedentes. Su eficacia reside en explotar las vulnerabilidades de los estados destino, principalmente su adhesión (real o declarada) al derecho internacional humanitario y sus divisiones políticas internas. No son pocos quienes se han percatado de ello. De hecho, los principales analistas del mundo, de Jalife a Richter, saben bien qué se cuece tras las noticias sobre refugiados. La académica Kelly M. Greenhill, por ejemplo, en Weapons of Mass Migration: Coercion, and Foreign Policy (2010), documenta más de 50 casos de manipulación desde la Guerra Fría. Su tesis central es que los actores que emplean esta táctica buscan manipular las políticas de un estado objetivo mediante la creación deliberada de una crisis humanitaria o de refugiados en sus fronteras.

Un actor (estatal o no estatal) puede emplear esta herramienta con varios fines:

  • Desestabilización política interna: Sobrecargar los sistemas de acogida y asilo para avivar el sentimiento antiinmigración, polarizar el debate público y fortalecer a los partidos populistas y euroescépticos, debilitando así la cohesión y la gobernanza del país objetivo.
  • Extorsión económica y política: Exigir concesiones, levantamiento de sanciones, ayuda financiera o apoyo político a cambio de contener los flujos migratorios. El mensaje es claro: «pagas o abrimos las fronteras».
  • Distracción y desvío de atención: Crear una crisis en la frontera para desviar la atención mediática y los recursos de seguridad de otras acciones militares o políticas en otro teatro de operaciones.
  • Dilución de la soberanía y medición de la resiliencia: Poner a prueba la capacidad de respuesta de las instituciones del estado objetivo (policía, ejército, sistemas de acogida) y desafiar el control de sus fronteras, un pilar fundamental de la soberanía nacional.
  • Guerra híbrida: Integrar los flujos migratorios en un conjunto más amplio de tácticas no convencionales que incluyen hackeo, desinformación, lawfare (guerra jurídica) y presión energética, con el fin de desgastar al adversario sin llegar a un conflicto armado directo.

 

«Arma arrojadiza»

Lejos de ser un fenómeno meramente social, la migración en el siglo XXI es una variable geopolítica instrumentalizada, un arma que desequilibra las relaciones internacionales y ejerce presión sobre los Estados receptores.

Europa se enfrenta a una crisis poblacional sin precedentes, caracterizada por bajas tasas de natalidad y un progresivo envejecimiento de su población. Este desequilibrio demográfico contrasta agudamente con el crecimiento exponencial de la población en los países menos avanzados, especialmente en el continente africano, que presenta algunas de las tasas de fertilidad más elevadas del mundo, como Níger (siete hijos por mujer) o Malí (seis). La población del Sahel, por ejemplo, se espera que pase de casi 80 millones a 200 millones en menos de veinte años, en un contexto de inestabilidad sociopolítica, crisis económica, desastre climático y violencia generalizada.

Ante esta realidad, la Unión Europea ha adoptado una geoestrategia de «defensa adelantada», externalizando sus fronteras y cooperando con terceros países, como Marruecos, Turquía y Libia, para contener los flujos migratorios lo más al sur posible. Sin embargo, esta estrategia de «países tapón» otorga a estas naciones un elevado poder de negociación e incluso la capacidad de chantajear a la UE para obtener beneficios económicos o tratos de favor, convirtiendo a las personas migrantes en una especie de «arma arrojadiza». Esta delegación de responsabilidad en el cumplimiento de los derechos de los migrantes, como se observa en los pactos con Libia, revela una hipocresía inherente a la política internacional, donde los intereses nacionales priman sobre cualquier consideración humanitaria.

El resultado para Europa es un escenario de inestabilidad creciente, con una UE debilitada, desorientada y dividida, lidiando con una población migrante en aumento, descontrolada y subsidiada, gran parte de la cual reside en guetos urbanos. Barrios como Molenbeek (Bruselas), Rubaiz (Lille), Rosengard (Malmö), El Príncipe (Ceuta) y Secondigliano (Nápoles) han sido calificados como los más peligrosos de Europa, caracterizados por la proliferación del crimen organizado, el tráfico de drogas, la pobreza y la exclusión social. En estas zonas, se observa una preocupante radicalización islamista.

 

Ejemplos:

  • Bielorrusia vs. La Unión Europea (2021). Se dio durante el régimen de Aleksandr Lukashenko, con probable apoyo tácito o activo de Rusia. Tras las sanciones de la UE por la represión interna y el aterrizaje forzado de un avión de Ryanair, Bielorrusia inició una campaña activa. Agencias de viajes afines al régimen en Oriente Medio (Irak, Siria, etc.) comenzaron a vender «paquetes turísticos» que incluían vuelos a Minsk y visas bielorrusas, con la promesa de un fácil acceso a la UE. Una vez allí, las fuerzas de seguridad bielorrusas transportaban a los migrantes hasta la frontera con Polonia, Lituania y Letonia, forzándoles a cruzar e impidiendo activamente su repatriación. ¿Su objetivo? Venganza y levantamiento de sanciones. De hecho, coaccionar a la UE, así como provocar una crisis humanitaria que dividiera a los estados miembros de la UE y avivara las tensiones internas en Polonia y los países bálticos. La situación puso a prueba la cohesión de la UE.
  • Turquía vs. La Unión Europea (de 2015, hasta ahora). El principal responsable: el gobierno de Recep Tayyip Erdoğan. Tras el estallido de la guerra en Siria, Turquía acogió a casi 4 millones de refugiados. En 2015, relajó temporalmente los controles en sus fronteras occidentales, permitiendo que cientos de miles de personas se dirigieran a Grecia y, de ahí, al resto de Europa. Esta acción aceleró masivamente la «crisis de refugiados» de 2015. Posteriormente, utilizó su capacidad para contener a esta población como moneda de cambio. El objetivo fue logrado: obtener 6.000 millones de euros de la UE en ayuda para los refugiados (acuerdo de 2016), así como silenciar las críticas de la UE a su deriva autoritaria y obtener concesiones en su proceso de adhesión (estancado) y en sus operaciones militares en el norte de Siria. En febrero de 2020, tras bajas turcas en Siria, Erdoğan anunció abiertamente que «abriría las puertas» a los refugiados hacia Europa, llevando a cabo una movilización activa de migrantes en la frontera griega.
  • Marruecos vs. España (de 2021, hasta ahora). En mayo de 2021, tras la decisión de España de acoger para tratamiento médico al líder del Frente Polisario, Brahim Ghali, Marruecos relajó de forma evidente y deliberada los controles en la frontera de Ceuta. Miles de personas (incluyendo a muchos menores) cruzaron a nado la frontera en unas horas, en una acción coordinada y permitida por las fuerzas de seguridad marroquíes. De este modo, enviaron un mensaje contundente a España sobre el coste de no alinearse con la postura marroquí sobre el Sáhara Occidental y forzaron a su gobierno a cambiar su posición histórica de neutralidad y apoyar el plan de autonomía marroquí para el territorio, algo que finalmente ocurrió en marzo de 2022.

 

La idiosincrasia cultural y los desafíos de integración

Uno de los errores más frecuentes en geopolítica es ignorar la idiosincrasia de las distintas comunidades. La cultura local, la historia y las percepciones internas de una sociedad influyen notablemente en el comportamiento humano y en la interpretación del mundo. Occidente, con sus habituales ínfulas, suele asumir erróneamente que otros pueblos comparten su concepto democrático de libertad, intentando «exportar» sus sistemas políticos a lugares donde no han sido solicitados ni existen las condiciones para que arraiguen.

Este problema se manifiesta con particular agudeza en el caso de la migración islámica. Giovanni Sartori argumenta que los musulmanes son los «extranjeros más difíciles de integrar» en la sociedad occidental. El islam es un credo religioso y un proyecto político de unificación en torno a esa fe, con una intensa relación entre religión y política que tiende a organizar todos los aspectos de la vida. A diferencia del derecho occidental, que es autónomo, el derecho islámico es heterónomo y está «empapado de religión». Para aquellos que conciben la vida como Shari’a, la libertad y el laicismo de Occidente resultan «aberraciones».

La migración en el siglo XXI, especialmente de poblaciones con idiosincrasia cultural y religiosa muy distintas a las de las sociedades receptoras, plantea desafíos de integración que no pueden ser ignorados. Al concebir la realidad como estrictamente material y exigir un entramado coherente de ideas para la crítica, nos corresponde un análisis descarnado de estas dinámicas, alejado de ensoñaciones y mistificaciones.

La idea de que culturas distintas puedan coexistir sin «esencializar» al otro es, cuanto menos, compleja. Ahora bien, la multiplicación idiomática al interior de un estado acarrea, en buena cuenta, la descomposición de su aparato racional, lo que conlleva a un separatismo cultural, que vaya que beneficia a quienes operan al margen del Estado afectado.

La distinción entre las perspectivas emic (la del nativo, el punto de vista interno) y etic (la del observador externo y objetivo) es crucial. Un problema radica en la «confusión» del fenómeno con la realidad causal. Como explica Gustavo Bueno en Nosotros y Ellos; por ejemplo, Rapapport observa rituales de los tsembaga en respuesta a fiebres en zonas bajas. La explicación emic es que espíritus causan la fiebre; la explicación etic revela que se trata de malaria transmitida por mosquitos anofeles. Ambas explicaciones pueden coincidir en la conducta (evitar la zona) pero difieren en la causalidad. Intentar comprender a un pueblo no es «penetrar en su interior», sino observar su conducta en su contexto y reinsertarla en un marco inteligible más potente. Ignorar la idiosincrasia o las razones aparentes de un grupo, aunque no coincidan con nuestra interpretación realista de la situación, es un error geopolítico grave.

Desde la perspectiva antropológica etic (externa y objetiva), se reconoce que mientras otras culturas, como la hebrea o asiática, demuestran ser «sofisticadas», articuladas y flexibles, capaces de equilibrar la clausura y la apertura, el islam en su vertiente exportada a Europa, «con el material tosco que exporta a Europa, no posee esa flexibilidad» ni la alienta. El «trauma del trasplante» puede dejar al inmigrado con el «único refugio de la fe y de la mezquita», lugares donde el fundamentalismo islámico se concentra y anida, reforzando el aislamiento y el fideísmo en los guetos europeos. Si se permite la proliferación de escuelas islámicas financiadas por el petróleo árabe, el destino de la integración es incierto, ya que podrían mantener a los jóvenes «bien encerrados en el recinto islámico».

Karen Armstrong señala que la rápida introducción de ideas laicas en sociedades profundamente religiosas, como la egipcia en el pasado, puede llevar a la fragmentación social y a una sensación de desarraigo. El concepto de occidentoxicación (gharbzadegi) en Irán, que describe la contaminación por Occidente y la necesidad de una nueva identidad, resalta la resistencia a la asimilación cultural. La propuesta de un «retorno a la propia identidad» (basgasht beh khishtan) por parte de Ali Shariati es una manifestación de la búsqueda de una identidad no occidentalizada, que ve en la aproximación al ideal occidental un riesgo de «etnocidio» cultural. Michel Onfray profundiza en esta idea, denunciando el neocolonialismo y la islamofobia occidental como factores que exacerban el terrorismo yihadista, y afirmando que Francia ha fallado en integrar a su comunidad musulmana, lo que genera rechazo. Onfray, aunque crítico del fundamentalismo, advierte que la negación de la identidad y las motivaciones del islam político lleva a subestimar su verdadera naturaleza y dificulta una solución diplomática. Pero acaso esta perspectiva peca de ingenuidad, pues para el diálogo debe haber dos partes dispuestas justamente al diálogo, a un intercambio de ideas, lo que implica, necesariamente, ceder. Y esto, en última instancia, es inusual en la fe estatal de islam.

Veamos, ahora, otro caso: En el contexto de la migración africana, las dificultades se agudizan. Además de la idiosincrasia que en algunos casos puede implicar una «cultura de trabajo lento», la falta de oportunidades en Europa y la consecuente marginalización empujan a estos inmigrantes al desempleo permanente en guetos, perpetuando los círculos de pobreza y delincuencia.

Finalmente, la migración venezolana, aunque con orígenes distintos (principalmente socioeconómicos y políticos), constituye, al día de hoy, el movimiento migratorio más grande del mundo, también contribuye a una confusa mixtura iberoamericana.

La hiperconexión global permite a las poblaciones desfavorecidas observar la opulencia de otros con «mínimo esfuerzo», creando una «percepción de injusticia» que impulsa un deseo irrefrenable de emular ese bienestar.

El incremento de la delincuencia y la inestabilidad política son consecuencias directas de una integración migratoria fallida. La segregación residencial, racial, económica o religiosa alimenta la creación de redes de marginación social y económica al margen del Estado, que pueden derivar en crimen organizado y una generalización de la inseguridad. Esta situación es propicia para que potencias externas o grupos radicales exploten las tensiones internas, fomentando la división y la disconformidad. La estrategia de «siembra cizaña», que busca corroer las bases sociales de un país apoyando a minorías o movimientos separatistas, es una bien conocida receta de dominación que se aplica en el siglo XXI. La instrumentalización de las crisis, la manipulación de la opinión pública a través de los medios y las redes sociales, y la difusión de mentiras repetidas sin cansancio, son tácticas que buscan quebrar la voluntad de las poblaciones y desestabilizar gobiernos.

La polarización social, acentuada por los algoritmos de las redes sociales que refuerzan las convicciones preexistentes y crean «filtros burbuja» y «cámaras de resonancia buenista», impide el diálogo y la discusión, indispensables para una democracia de veras funcional. La «cultura terapéutica» y el «wokeismo», con su enfoque en la vulnerabilidad y la identidad, transforman cualquier crítica racional en un ataque personal, socavando el debate y la libertad de expresión. Esto genera un clima de miedo a expresar pensamientos alternativos a lo «políticamente correcto». Así, la instalación de lo aparente como espíritu político, orientado a mantener el poder, mina la confianza ciudadana y provoca alienación y apatía.

En este contexto, la crisis del Estado-nación y del Estado de bienestar es evidente. La democracia liberal occidental, amenazada por una de sus propias creaciones: la revolución digital, que concentra el poder en manos de quienes controlan los algoritmos, se desvirtúa en una «partidocracia» donde los políticos, a menudo bajo presión de fuerzas externas, tienen las manos atadas para cumplir sus promesas electorales.

 

Crítica y eutaxia

El debilitamiento de las instituciones —como el derecho, la ciencia, la educación, el arte crítico y la filosofía— en nombre del individuo, el mercado o la sensibilidad emocional, ha dejado a las sociedades vulnerables a la manipulación.

El sistema educativo actual, al promover el diletantismo verbalista y dogmático y el culto al sentimentalismo, y al soslayar el pensamiento crítico, contribuye a la formación de una

ciudadanía desinformada, acrítica y, por tanto, irresponsable. Esto crea ciudadanos vulnerables, fácilmente manipulables hasta ser, en definitiva, colaboradores de agendas externas que buscan desestabilizar y derribar a determinados gobiernos. La adolescentización e infantilización de la sociedad a través de discursos simplistas y polarizadores impide la deliberación racional y la búsqueda de cualquier bien común.

La dialéctica de estados e imperios de Gustavo Bueno es fundamental para entender que las relaciones de poder son asimétricas y que las «naciones más pujantes» buscan perpetuar una estructura de «división internacional del trabajo» que les beneficia, bloqueando el desarrollo autónomo de los países subdesarrollados. La «Agenda 2030», bajo una pátina de «buenismo», es criticada por no atacar las verdaderas causas de las desigualdades sociales, sino solo sus síntomas, y por ser incoherente con las políticas nacionales de los países ricos, que, por ejemplo, bloquean el control de la evasión fiscal. Esto es un ejemplo de cómo los intereses geoestratégicos y geoeconómicos se disfrazan de valores universales para mantener el statu quo.

El multiculturalismo, en lugar de fomentar la coexistencia, puede convertirse en una «predicación de separatismo cultural», un factor de desintegración social.

 

Ahora bien…

El mecanismo de censura social, amparado por un régimen de lo políticamente correcto, opera como un cortafuegos intelectual que impide el diagnóstico objetivo de la crisis y, por tanto, la aplicación de soluciones efectivas. Se confunde deliberadamente la crítica a las políticas de inmigración descontrolada con la hostilidad hacia el inmigrante, una falacia ad hominem que beneficia a los actores interesados en la desestabilización y paraliza la capacidad de acción de los estados. Como señala el sociólogo francés Emmanuel Todd, esta dinámica conduce a una «prohibición de pensar», donde el sentimiento de culpa poscolonial y una moralina autoderogatoria europea bloquean cualquier aproximación racional al problema, por muy necesaria que sea.

Los datos oficiales de la agencia europea de fronteras, Frontex, y de la Oficina Europea de Apoyo al Asilo (EASO) —ahora EUAA—, pintan un panorama de presión insostenible. En 2023, se registraron más de 1.1 millones de detecciones de cruces irregulares en las fronteras exteriores de la UE, la cifra más alta desde la crisis de 2015 y que representa un aumento interanual del 25% (Frontex, Risk Analysis for 2024). Para 2024, todas las proyecciones indican que esta tendencia se superará, con un aumento particularmente agudo en la ruta del Mediterráneo central y la terrestre de Turquía hacia Grecia. Este flujo masivo ha colapsado los sistemas de asilo de varios estados miembros. Alemania, el destino principal, recibió más de 350,000 solicitudes de asilo en 2023, superando incluso los niveles de 2016 (Bundesamt für Migration und Flüchtlinge – BAMF, Asylzahlen 2023). La saturación de los centros de acogida, la lentitud extrema de la tramitación —que puede alargarse años— y los elevados costes económicos están generando un profundo malestar social que trasciende las tradicionales divisiones ideológicas.

La consecuencia directa de esta presión migratoria continua y de la percepción de abandono por parte de las élites gobernantes es el estallido de un malestar ciudadano sin precedentes en las últimas décadas. Las protestas no son un fenómeno marginal, sino un movimiento mayoritario y transversal que recorre el continente, tal como lo demuestran las multitudinarias manifestaciones en capitales europeas.

En Reino Unido, a finales de 2024 y comienzos de 2025, Londres ha sido escenario de algunas de las mayores concentraciones en su historia reciente. En septiembre de 2024, más de 100,000 personas marcharon hacia el Parlamento para exigir controles migratorios más estrictos, en una protesta convocada por figuras mediáticas y apoyada por partidos de la oposición. Los manifestantes portaban banderas británicas y pancartas con lemas como «Stop Immigration» y «Take Back Control», mostrando una clara frustración con la incapacidad del gobierno para gestionar la crisis (DW, Más de 100.000 personas protestan en Londres contra la inmigración, 14/09/2024). Una semana después, la cifra se multiplicó, con estimaciones que hablaban de cientos de miles de personas congregadas en una nueva manifestación impulsada por la plataforma Britain First (France 24, Multitudinaria protesta antiinmigración impulsada por la extrema derecha sacude Londres, 13/09/2024; SwissInfo, Miles de personas se congregan en manifestación antiinmigración en Londres, 13/09/2024).

En Francia se vive una tensión permanente. Las protestas, a menudo convocadas por la derecha y extrema derecha, pero con una amplia base social de clase media y trabajadora, se suceden regularmente en París, Lille, Niza y Marsella. La ira se dirige contra una política migratoria percibida como laxa y contra la creciente islamización de espacios públicos, un tema que el discurso oficial se niega a abordar por miedo a ser tildado de «islamófobo».

En Alemania, el canciller Olaf Scholz (SPD) ha reconocido públicamente que «demasiadas personas están llegando» y que su gobierno debe llevar a cabo «una masiva deportación de aquellos que no tienen derecho a permanecer aquí» (BBC Mundo, Por qué Alemania quiere deportar a un número récord de migrantes, 06/02/2024). Esta declaración, impensable hace apenas un año, es un síntoma del terremoto político que la migración está causando. El partido Alternativa para Alemania (AfD), a pesar de estar bajo vigilancia por extremismo, sigue liderando las encuestas en varios länder del este, mientras que partidos tradicionales como los socialdemócratas y los democristianos se ven forzados a adoptar un discurso mucho más restrictivo para no perder el favor de un electorado cada vez más exasperado.

Este clamor popular no es, como se intenta caricaturizar, el grito de una minoría ultraderechista. Es la reacción previsible de unas sociedades anfitrionas que ven cómo su contrato social, su Estado de bienestar y su cohesión comunitaria se ven sometidos a una presión extrema sin su consentimiento y sin un debate público honesto.

La instrumentalización geopolítica de la migración tiene una contrapartida interna devastadora: el altísimo coste del fracaso en la integración. La segregación no es solo residencial; es económica, laboral y cultural. Según un informe de 2024 de la Fundación Europea para la Mejora de las Condiciones de Vida y Trabajo (Eurofound), los migrantes extracomunitarios, especialmente aquellos de origen africano y de Oriente Medio, enfrentan tasas de desempleo que doblan e incluso triplican las de los ciudadanos nacionales. Su dependencia de los subsidios sociales es desproporcionadamente alta, lo que alimenta la narrativa del «inmigrante que viene a aprovecharse del sistema» y envenena el pozo de la solidaridad comunitaria.

La criminalidad es otro factor de desestabilización palpable. Informes policiales de países como Suecia y Francia muestran una sobrerrepresentación de grupos de origen inmigrante en las estadísticas de delincuencia, especialmente en delitos contra la propiedad y relacionados con las drogas. Negar esta realidad en aras de no estigmatizar es un error catastrófico que solo sirve para alimentar la propaganda de los partidos extremistas y minar la credibilidad de las instituciones. La ciudadanía experimenta la inseguridad en sus barrios y, cuando las élites políticas y mediáticas les dicen que no es verdad, la desconfianza hacia el sistema se convierte en rabia.

 

Impacto por estos lares

La crisis migratoria global no es un fenómeno que nos sea ajeno; por el contrario, Iberoamérica actúa como escenario de origen, tránsito, destino y, crucialmente, como espacio de experimentación de narrativas y políticas que reflejan y amplifican las dinámicas globales. Lejos de ser un mero receptor pasivo de tendencias, Iberoamérica enfrenta sus propias paradojas migratorias, donde la retórica del «ciudadano del mundo» choca con realidades socioeconómicas frágiles, Estados con capacidades limitadas y una creciente tensión social.

Al igual que la UE externaliza su control migratorio hacia Marruecos o Turquía, Estados Unidos ha impulsado una estrategia similar con México y, en cascada, con países de Centroamérica. El «Quédate en México» (MPP, por sus siglas en inglés) y los acuerdos de cooperación con Guatemala, Honduras y El Salvador para que actúen como «tercer país seguro» son ejemplos claros. Esta política convierte a naciones iberoamericanas en guardianes de una frontera que no es la suya, otorgándoles un poder de negociación similar al de Turquía, pero con economías mucho más vulnerables.

México, bajo presión económica y comercial de EE.UU., ha desplegado su Guardia Nacional para contener flujos migratorios, una medida que ha sido criticada por organizaciones de derechos humanos por exponer a los migrantes a mayores riesgos y violencia. A cambio, obtiene concesiones comerciales y apoyo político. Este rol de «gendarme regional» genera una profunda contradicción: un país con una tradición de asilo y refugio (como lo demostró con los exiliados durante las dictaduras del Cono Sur) ahora prioriza intereses geopolíticos sobre la protección humanitaria, siguiendo el guion de la «defensa adelantada» europea.

El concepto de «migración como arma» se manifiesta en Iberoamérica de forma particular. El caso más emblemático es el de Venezuela. El régimen de Maduro ha instrumentalizado la diáspora venezolana (más de 7 millones de personas) con un doble objetivo:

– Aliviar la presión demográfica interna: La salida masiva de población joven y con estudios medianos funcionó como una válvula de escape ante el colapso de los servicios públicos y la falta de oportunidades, evitando estallidos sociales más graves en el corto plazo.

– Presionar a países vecinos: La llegada masiva de venezolanos saturó los sistemas de salud, educación y asistencia social de Colombia, Perú, Ecuador y Chile. Esto generó un coste económico elevadísimo (se estima que Colombia ha gastado más del 0.5% de su PIB anual en atender la crisis) y avivó sentimientos xenófobos y tensiones sociales, desestabilizando políticamente a gobiernos que, en su mayoría, criticaban al régimen de Maduro.

Nicaragua, en 2021, relajó abruptamente los controles en su frontera con Costa Rica, permitiendo el paso de miles de cubanos y haitianos hacia el sur, en un claro movimiento para crear una crisis humanitaria y política a un vecino que formaba parte de las críticas internacionales contra su gobierno.

Iberoamérica se ha vanagloriado de su «tradición de acogida» y de la facilidad de integración lingüística y cultural. Sin embargo, la crisis venezolana ha desnudado la fragilidad de este relato. La inicial «solidaridad» dio paso rápidamente a la «xenofobia latente», manifestada en discursos de odio, campañas de desprestigio («venezolanos vienen a delinquir») y, en casos extremos, pogromos y deportaciones masivas (como el caso de Chile en 2021 o República Dominicana con haitianos).

La integración económica ha sido precaria. Resuena la alerta sobre la «sobrecualificación subempleada»: profesionales venezolanos, colombianos o haitianos terminan empleados en la economía informal, con salarios por debajo del mercado y en condiciones de explotación. Esto no solo perpetúa su vulnerabilidad, sino que genera resentimiento en la población local, que percibe una competencia desleal por empleos ya escasos. Lejos de ser un motor de crecimiento, la migración masiva no planificada puede deprimir salarios y tensionar los sistemas de protección social, especialmente en países con Estados de bienestar incipientes.

El supuesto de una homogeneidad cultural iberoamericana es una simplificación peligrosa. Las diferencias entre nacionalidades son profundas y se exacerban en contextos de crisis. El encuentro forzado y masivo entre colombianos y venezolanos, peruanos y venezolanos, o chilenos y haitianos, ha revelado prejuicios, estereotipos y tensiones históricas soterradas. La distinción emic/etic se hace evidente: mientras para un local la «inseguridad» es una percepción causal ligada al aumento de migrantes (explicación emic), la explicación etic puede apuntar a factores estructurales como la marginalidad, el desempleo y la falta de oportunidades que afectan por igual a nacionales y extranjeros.

La llegada de poblaciones con cosmovisiones muy distintas, como los haitianos con su criollo y vudú, o los indígenas venezolanos como los Warao, plantea desafíos de integración que nada tienen que envidiar a los europeos. La creación de guetos urbanos y la concentración espacial son una realidad en ciudades como Bogotá, Lima o Santiago, alimentando circuitos de economía marginal y, en algunos casos, crimen organizado transnacional.

Iberoamérica no es, ni mucho menos, inmune al virus del «wokeismo» y la «cultura terapéutica» importada. Cualquier intento de debatir políticas migratorias basadas en la capacidad de absorción, el control de fronteras o la integración exigente es inmediatamente tachado de «xenófobo» y «fascista» por una élite académica, mediática y política desconectada de la realidad social de las mayorías. Esto ha paralizado la acción estatal, relegando la gestión migratoria a la retórica de los derechos humanos sin correlato en políticas públicas efectivas.

El resultado es un vacío de control político y gobierno que es llenado por actores no estatales: desde ONGs que hacen una labor crucial pero descoordinada, hasta redes criminales de tráfico de personas y trata de blancas que operan con impunidad en las rutas migratorias, especialmente en la peligrosísima ruta del Darién. La incoherencia es flagrante: se defiende una frontera abierta en el discurso mientras se depende de la vigilancia fronteriza estadounidense para contener los flujos que la propia región no puede o no quiere gestionar.

Por otro lado, el crecimiento del islam en Iberoamérica desde 1980 hasta 2025 es un fenómeno marginal en términos demográficos, pero ampliamente sobredimensionado por actores con intereses propagandísticos. Según datos del Pew Research Center (2025), los musulmanes representan menos del 0,3% de la población total de la región, una cifra insignificante comparada con la hegemonía católica y el avance evangélico (asunto áspero al que hemos dedicado antes otro texto en este mismo espacio). Sin embargo, fuentes como Mundo Islam e Islamicity presentan este crecimiento, sin más, como «transformador» y «positivo», ocultando agendas proselitistas financiadas por petrodólares de Arabia Saudí y Qatar, cuyo objetivo es expandir una versión rigorista del islam (wahhabismo/salafismo) en territorios culturalmente vulnerables.

Estas narrativas omiten que el crecimiento se concentra en comunidades específicas (como migrantes sirios, palestinos o conversos locales) y no en la sociedad mayoritaria. Además, el discurso de «islam positivo» ignora los desafíos de integración: la shari´a, con su sistema jurídico heterónomo, choca frontalmente con el marco secular iberoamericano, especialmente en derechos de género y libertad individual. El caso de comunidades aisladas en Chile (Maicao) o Brasil (Foz do Iguaçu), donde se han reportado tensiones por prácticas culturales incompatibles, es sistemáticamente silenciado.

El estudio de Pew (2025) señala que el crecimiento se debe principalmente a tasas de fertilidad ligeramente superiores en comunidades musulmanas, no a conversiones masivas. La propaganda de Islamicity y Mundo Islam exagera estas cifras para proyectar una influencia que no existe, buscando legitimar financiación externa y presión diplomática. Iberoamérica debe evitar caer en la ingenuidad del multiculturalismo acrítico: el islam no es homogéneo, y su vertiente politizada representa un desafío a la eutaxia institucional. La región haría bien en priorizar su marco jurídico secular y no dejarse seducir por narrativas que ocultan tensiones bajo una falsa fachada de diversidad armoniosa.

 

Así que…

Iberoamérica se encuentra en una encrucijada. Puede continuar por la vía fácil del discurso buenista y la externalización de su soberanía migratoria a los designios de Washington, o puede embarcarse en el camino complejo de construir una política migratoria regional propia, realista y basada en la eutaxia, lo que requiere abandonar la hipocresía (reconocer que la migración descontrolada tiene costes sociales y económicos enormes y que el derecho a emigrar no implica el derecho a inmigrar en cualquier condición), cooperación regional real, políticas de integración exigentes (condicionar la residencia permanente a la integración lingüística, laboral y al respeto de las leyes locales, con una inversión pública consecuente para evitar el surgimiento de guetos) y enfrentar, de a pocos, pero con decisión, las causas profundas.

La alternativa a la eutaxia es la profundización de la desestabilización, el surgimiento de populismos de derecha e izquierda (que sirven al globalismo) capitalizando el malestar social, y la conversión definitiva de Iberoamérica en un espacio de tránsito y conflicto, rather than a community of nations. Oh, yeah

 

 

 

Referencias Bibliográficas:

 

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