Arte que desnuda: En torno a obra innominada de Ana Negro
Por Juan Pablo Torres Muñiz
Hay obras ante las que resulta absurdo emitir juicios, sin más, pasar por alto las razones y motivos de la conmoción que provocan, hacer el ridículo de sólo «reaccionar» a ellas ante otros, para los demás.
Ana Negro y yo conversamos antes, de esta muestra. Mucho silencio, entre uno y otro comentario. La confianza. Y me atreví a pedirle, por favor, me permitiera usar uno de sus cuadros para la portada del libro de ensayos críticos que tenía preparado: Homo Institutionalis. Me lo concedió.

No sé, dicen; sientes algo, pero no sé qué; no se puede decir qué es, añaden. Cada vez más a menudo.
La escisión pautada entre afectos e ideas racionales determina desde hace ya un par de siglos, al parecer definitivamente, la forma en que el público en general se enfrenta a casi cualquier tipo de obra de arte. La evocación de emociones como respuesta ante una manifestación de técnica o una provocación estética ha sido desde siempre la salida fácil, al menos la más directa, pero solía serlo, en principio, condicionada por un conocimiento real de la persona que con él avalaba su llamado buen gusto. Lejos de una simple falacia ad hominem o de invocación de autoridad, debía corresponderse con la explicitación de las impresiones que despertaba la obra. Había que saber algo de música, dominar al menos un instrumento musical, pintar, esculpir, labrar, actuar, y ni se diga escribir solventemente. El ideal de sensibilidad como una especie de don despierto al margen de prácticamente todo cultivo, se expande entre el común de gente poco cultivada, carente de capacidad autocrítica, cuando no simplemente de voluntad de cuestionarse y, además, de aprender.
Más allá del dictamen inmediato de la institucionalidad vana, complaciente, formalmente avalada con sellos académicos, el público interesado en artes, que antes se daba de una u otra forma a la tertulia, hoy departe en redes sociales de un modo bien distinto. Además, como referentes, pesan más, en lugar de columnas de reseñas, de por sí acríticas en su mayoría, las populares «video-reacciones». Es que el escandaloso vacío, la atronadora subjetividad quejica de la cháchara que cataloga un moco en una pared de obra de arte o un descalabro de tachos de arena en medio de un salón de lujo, de performance desafiante, ha provocado en buena cuenta el pronunciamiento de quienes, con cierto conocimiento ora en una, ora en otra disciplina, reconocen la necesidad de criterios para la emisión de juicios, por lo menos de los que luego se pretenda defender ante otros. Aunque la mayoría de personas que reaccionan en canales de YouTube, por ejemplo, no son profesionales, sí suelen contar con cierta práctica en su campo, y advierten de sus limitaciones al público. Por otra parte, cada vez son más los expertos que, acaso por darse a conocer y mejorar su perfil referente ante una comunidad abierta, y seguramente también por pura buena intención, se aventuran a la difusión de material por esta vía. Mas es cierto que en sí misma, la dinámica de las reacciones, por mucho esfuerzo que se ponga en la exposición de criterios, gravita en torno a las emociones manifiestas, ya en frases en interjecciones, y, sobre todo, en gestos de quien por eso mismo se muestra a sí mismo en pantalla. Cuanto más lenguaje corporal, mejor; y, siempre, algo de ingenio para salpimentar de humor la incapacidad de categorización precisa, de análisis; y es que resulta necesario revestir de palabras la sorpresa y, más aún el asombro que, de otro modo, se extraviaría: un desperdicio, cuando se supone que todo cuanto es capaz de dejar sin palabras al «especialista», se considera más valioso.
Los objetos de reacción suelen ser, cuando no obras más o menos conocidas, de las que despiertan fácilmente admiración, y por esto mismo alientan una explicación aplomada de sus atributos, más bien simples demostraciones técnicas de profesionales o supuestos aficionados, en realidad, expertos hasta entonces apenas conocidos. Y es que el descubrimiento de un material digno de atención, más todavía, de un talento bien aprovechado, al cual se promueve en medios, engrandecen la imagen del «reaccionador» como referente recomendable: quién mejor que alguien que explora por uno hasta dar con lo valioso, pero más importante, acaso, que, llevado por el aviso de sus seguidores, les ofrece su perspectiva para comprobar el valor de una obra o de una exposición técnica, es decir, validar su opinión. Tal es la lógica del mercado, del comercio informático.
Ahora bien, salvo contadas excepciones, estas video-reacciones abordan, conforme aquella misma lógica, material o agradable, es decir, complaciente, sin más, o provocador, esto último en tanto complazca en la línea de lo políticamente correcto; en definitiva, siempre que favorezca la subjetividad por sobre toda objetividad racional, necesariamente dialéctica y, por tanto, problemática, siempre que preconice la ética (normativa que antepone la subsistencia del individuo por sobre la de su comunidad) ante la moral (normativa que antepone la subsistencia de la comunidad por sobre la del individuo solo), siempre, en definitiva, que evite cuestionamientos hondos, los cuales requieran en menor o mayor medida de un sistema sólido de ideas para hacerles frente y asumir el desafío intelectual que, sin trabalenguas ni enredos innecesarios, pone en entredicho instituciones endebles, acomodaticias, las que coartan la libertad bajo la impresión de garantizar el absurdo del bien universal, de absolutos, tonterías con poco que se las mire juiciosamente.
Lo grotesco puede resultar, conforme a lo dicho, enormemente complaciente; basta que configure una especie de mueca o sirva para montar escándalo ante la tradición más recia, lo uno y lo otro, berrinche, reflejo de una adolescencia sin edad, hormonada en el más bobo idealismo, vulnerabilidad y extravío, debilidad e impotencia con la que resulta más fácil que con cualquier mérito real, identificarse. El rechazo estético que una composición puede despertar en el público no necesariamente se corresponde con el desagrado profundo que suscita en una consciencia individual y concreta, apartada de la colectividad, el descubrimiento del error, y más profundamente, pero no pocas veces, del horror. A fin de cuentas, la estética, conforme a su etimología, del latín aestheticus y, antes, del griego αἰσθητικός aisthētikós; es decir, que se percibe mediante los sentidos, apunta a la sensación que el objeto motiva en quien lo atiende, algo sobre todo subjetivo; mientras que la poética, del latín poetĭcus, derivado a su vez de poēsis, ambos, términos con origen en el griego: ποιητικός, y antes, ποίησις, poíēsis, se refiere a la fabricación, producción misma de la obra; es decir, al efecto racional provocado por el artífice, resultado de una labor técnica específica, para cuya interpretación es indispensable también un bagaje.
De todo ello se desprende que una obra nada complaciente, aunque llamativa e incluso seductora en principio, merced de la armonía de su composición, del evidente buen pulso del artista en cada detalle, si enfrenta de inmediato al público, más que con la visión del mundo que representa, refracción a fuego de la realidad, producto de la plena entrega del autor, consigo mismo, persona sola ante la obra, y lo pone violentamente en evidencia, desnudo de ideas ante lo que percibe e intuye, se le escapa o preferiría no ver, resulta casi imposible que encuentre un sitio entre otras obras «reaccionables».
Ni siquiera el virtuosismo patente por momentos, en escenas, episodios, fragmentos, invita, por separado, con atención exclusiva en la complejidad de su hechura, de este modo, «agradable». El abordaje de la obra como totalidad, y ni siquiera el de partes suyas en tanto unidades autónomas, se presta al juicio rápido, a la manifestación de emociones que contagien, digamos, las ganas de experimentarlas, mucho menos a la exposición de las causas de la conmoción que provocan, si se las atiende como es debido, es decir, si se las enfrenta con razón suficiente, envés de una sensibilidad agudizada. La complejidad prismática, multiforme de la obra de este tipo exige para su valoración, demasiado tiempo, múltiples aproximaciones, análisis varios, a ser posible, en concierto adecuado. Por esto mismo, y dada la necesidad de comprender el juego en symploké de los materiales implicados: autor, receptor, ambas personas de carne y hueso, la obra en sí misma, elocuente en su propuesta, y el marco institucional en medio del cual surge la obra y al que se entrega para, finalmente, enfrentarlo, suele ser necesario el favor del tiempo en ciclos más bien amplios; han de superarse ciertas épocas para un reconocimiento que hoy se pretende atributo inmediato, don fácil.
Además, y, por si fuera poco, toca recordar el carácter excepcional del genio: innovación en fondo y forma que inaugura nuevas formas de razonamiento, un entendimiento distinto de la realidad, la cual, por tanto, explora en mayor o menor medida una nueva institucionalidad. Así que participar del encumbramiento en fama efímera de más y más supuestos talentos, lejos de hacer justicia a la proliferación de posibilidades de genio, debido al entusiasmo, al halago de la voluntad individual, con olvido del respaldo de una tradición consistente – a la cual a veces, más de las que se cree, corresponde traicionar – obstruye la distinción necesaria entre simple práctica y obra, entre ejercicio y realización plena. Dicho en otras palabras, luego de Bach y Beethoven, poco, y tras Coltrane, Joni Mitchell y Holdsworth, menos; del mismo modo que a la sombra de Cervantes y Shakespeare, de Canetti a Robynson, pasando por Tolstói, Joyce, Vallejo y Tsvietáieva, entre otros, toda obra maestra literaria tendrá ha de contar también como tributo.
Así las cosas, el atrevimiento de la entrega artística, de la propuesta de una visión particular, ya no digamos original, corre más a menudo por la vía de la especialización, por una atención más sesgada a la par que filuda de determinados componentes de la realidad; prima así una tematización más específica, en lugar de un cambio de perspectiva y el consecuente retorno a la escala monumental (y esto por motivos cuya explicación requeriría otro texto, distinto, más extenso). De este modo, el objeto de representación, en tanto símbolo y medio del planteamiento temático, se dispone como motivo para la más honda profundización posible, la especificidad se convierte en vía para la discusión de conceptos universales, cuyo ámbito, por supuesto, trasciende la mera situación refleja en la obra; he aquí el efecto refractario complementario al del prisma personal del artista, ya en el ámbito de quien atiende la obra, del público, digamos, y del marco institucional antes referido.
Recientemente, se habla mucho del cuerpo, se lo expone, se lo representa, siempre confusamente. Aquí y allá, cuadros, canciones, libros y más libros con el cuerpo como territorio, sede, emblema, sueño, pozo de incertidumbre. Se le han venido atribuyendo poderes confusos, se lo ha instrumentalizado a la par que, paradójicamente, licuado entre dimes y diretes de pacatería con origen luterano hasta reducirlo a una suerte de masa relativa a políticas identitarias. Todo eso, cuando claramente excede cualquier constructo apenas arde una fiebre, se rompe un ligamento, surge una caries o se empobrece el bioma intestinal, por ejemplo, por no hablar de la regla o quizá una leve electrocución, aparte tantas enfermedades. Y entonces, repentinamente, artistas como Ana Negro nos enfrentan a su materialidad trigenérica: corpórea, sensible y racional, directamente, cuestionando su carácter orgánico, conjunto, y su consecuente separación del resto de materiales, del cosmos en sí; es decir, tentando el idealismo sustancialista, con la daga de una necesaria comprensión mayor, complejísima, con marco en la muerte, al cuello. Sus cuadros plantean la cuestión ante, con y contra nosotros: personas reales que debiéramos de poder responder a la ficción del arte con la verdad de nuestra personalidad, con nuestra menor o mayor integridad, acaso acallando el lamento que provoca su certeza.

Cuerpos postrados, retorcidos, materia que se alza, sin embargo, del fondo, del aparente plano uniforme, compartiendo con él, en gran medida, su textura y, por extensión interpretativa evidente, su naturaleza. La propuesta parece sencilla. En efecto, su composición general consta apenas de elementos, sin mayor misterio, digamos, ni siquiera en su disposición en cada cuadro, pues incide una y otra vez en la anulación de la idea de gravedad y/u orden habitual, de apoyo fijo posible. Pero es que, si cupiera hablar de misterio o enigma, en realidad, potencial interpretativo dispuesto en favor del observador, radica en la forma en que la materia misma, los tejidos de una y otra clase, se conjugan en una manifestación única sobre cada lienzo como integridad: una misma cosa –que alude, sin embargo, a las nociones de fenómeno y suceso–, instando al observador a trazar por sí mismo las distinciones que considere necesarias para dividirla y extraer a los hombres que ve allí, si le es posible –vaya desafío– para encajarlos en una noción popularísima, que se supone en principio la más apropiada, por genérica: la de ser humano.
Ver en los cuerpos de Ana Negro apenas una representación del llamado sufrimiento humano, una alegoría de la sufriente «condición humana», implica negar no sólo los motivos de cualquier sufrimiento real, materialmente existente, sino también de las causas de un dolor acaso auténticamente humano, propio de él y, desde luego, de su significación. Pero, sobre todo, una aproximación de tal tipo, implica el abandono de la idea de individuación necesaria para el mínimo ejercicio de la compasión, así como la atención indispensable a la concreción no simbólica, al gesto mismo de cada hombre retratado, en tanto única vía de acceso a cualquier adecuada generalización, acorde a la complejidad de su objeto, en realidad, siempre, sujeto.
Aquí juegan lo suyo la técnica por la que se manifiesta el volumen, y antes, claro, la disposición del trazo, ora firme, ora presto a disolución, engañosa, siempre, lo mismo que la acumulación de sombras densas, por partes, y su curiosa distribución en intensidades varias, por otras (contrariando, por cierto, a la característica en la piel, por más que en todo caso se obedezca, y muy minuciosamente, la anatomía humana).
La conjugación entre los tres géneros de materialidad que aquí consideramos fundamental, así como la alusión evidente a la materia ontogénerica, es decir, la materia supuesta desde la razón, mas al margen de ella, que escapa de momento a toda concepción humana (probable causa de la parcial homogenización de aspecto en las imágenes), tal planteamiento, evidente en estas pinturas, pone entredicho no sólo el absurdo de una supuesta criatura sin sexo ni origen, mucho menos patria, ni idioma, tradiciones, costumbres y, ya ni se diga, amigos ni enemigos ni conflictos de ninguna clase; por lo tanto, imposible, abstracción pura sin materia ni sustancia, cero aura o tufo imaginable, sino además, claro, el vacío de ideas, la incongruencia vergonzante de quien pudiera creerse capaz para contraponer dicho constructo a la realidad material sin hacer el ridículo.
Y es que, cabe advertir, el vaciamiento que impide a tanta gente enfrentarse a cualquier obra de arte dura difiere enormemente de la resuelta vuelta a lo elemental, de toda búsqueda de esencias, imposible sin un enormemente demandante ahondamiento de conocimientos, sin la más dura práctica de la razón para entender la sinrazón.
Ana me comentó una vez, a propósito de la labor que dio a luz este conjunto de cuadros, que, como siempre, a través de la técnica, aunque sin detenerse a pensar en ella, cada elemento representado la comprometía más allá de los pigmentos: el brazo aquél era su brazo, la mueca, manifestación de su propio dolor, y así, todo. Le dije al respecto que me refería a esa concentración como la labor en la «zona de tiro», por analogía al atletismo: uno entrena, estudia, se prepara racionalmente, con sumo rigor, para poder entregarse sin cálculos explícitos ni mediciones contrastadas a la prueba, en el momento preciso, cuando la sensación predominante es, no por casualidad, la de suspensión del tiempo, entre otras dimensiones.
Esto es importante porque no sólo explicita el afán de totalidad en la apuesta representativa de Ana, su propósito de entrega a cuestiones hondísimas por medio una tematización específica en su obra, sino también porque conlleva el reconocimiento de los límites de la razón desde su concepción hasta su entrega final, y desde el horizonte que alcanza, que tienta en el contacto con el público, se abre a la interpretación, sea como fuere, difícil, dolorosa, y valiente, por quien se atreva a ella.

Poco después de la publicación del libro con la pintura de Ana en portada, desde la soledad en que luego me vi, escandalosamente vulnerable. Cosas que aquí no caben, pero que me llevaron de vuelta ante los cuadros de Ana. Entonces, me pareció algo nuevo (un nuevo dolor) arrojaba alguna luz sobre ellos, aunque tenue. Asunto del tipo de abordaje elegido o, más bien, para el que uno se sabe llamado. Vocación. O manía.
Persigo el sueño vivo en la estela
los ecos del canto conjunto,
cuando fuimos uno, y uno,
el tiempo en cuyo vientre
recalábamos, ebrios del aliento
par, cada quien parte: uno
solamente.
Arañar tu recuerdo, en
acorde de extravío.
¡Cómo deseo la decepción de los
últimos días, el tedio entre las
manías de las que te acusaba!
¡Y tu rabia, tanta, inmisericorde…
y la brutalidad de los gritos
en la cerrazón!
Acaso sea el remedio –
y necesito apartarme de ti,
– apartarte de mí. Y de ti
misma, de la imagen pura –
por la que perdono todo, todo…
Y al cabo de la prédica, con la ulterior satisfacción del asentimiento, oh, humilde servidor, a la sonrisa de los ángeles en duermevela – ¡sirenas! – El hierro del yerro en la caída.
Y me descubro entero a merced, vapor de carne, a las sombras que anuncian el descenso en lenta danza sin ecos concéntrica privada silente – hasta los huesos, cuya voz quiérase o no redunda en ventisca displicente, en olvido.
¿Y la memoria? Puro yerro, estertor encriptado bajo el golpe del hierro, para siempre.

Cuánto vacío denuncia fuera del lienzo, Ana. Cuán dura acaba siendo su denuncia de carencia de virtud. Un auténtico grito, agrio. Y es que, sin institucionalidad, toda escisión fértil resulta imposible: racionalidad. Y, mediante ésta, también, el entendimiento de la irracionalidad.
Nuestros límites no son trazables tan simplemente. Una reacción no basta, ni mucho menos.