Alteridad: Conversación con Maurizio Medo sobre «Malincuor», su último libro

Con Juan Pablo Torres Muñiz

Memoria, lengua e identidad, desmontadas y vueltas a ensamblar bajo una luz nueva, parpadeante, incómoda y a menudo irónica. Es Malincuor, el último libro de Maurizio Medo, donde el tren Europa opera como metáfora central del desarraigo: una institución móvil que nunca llega a destino, cuyos pasajeros —como el «narrador» y sus ancestros— han visto estallar sus certezas al cruzar fronteras reales e imaginarias. En sus vagones, el lenguaje mismo se vuelve un territorio en disputa, un archivo de voces rotas que el poeta recoge y recombina en clave de personalísima…, sí: entrañable.

Lo es también la acogida de Maurizio para nuestra conversación.

Partimos de que el arte, para ser tal, ha de cuestionar conceptos e instituciones a través de una vía expresiva, de un juego técnico determinado, lo que implica una elección precisa: la vía adecuada para la afirmación particular, confrontadora. Entonces, con el autor, nos vemos ante la imperiosa necesidad de evitar explicaciones. La idea es, más bien, mediante el diálogo, brindar luces alternas sobre el texto, para un mejor abordaje, personal de cada quien, sin caer por ello en el relativismo; para una discusión más elevada de la interpretación del marco institucional y, claro, cuando toca, para el acuerdo a posteridad, de su valor.

Maurizio sonríe ante ciertas apreciaciones. Puede ser, sí, pero eso les toca a ustedes, parece decir, y luego lo confirma, con otras palabras, muy a su modo, mirada al jardín…

Le comento del rollo de la identidad, del descubrimiento de uno, que tanto se dice…

Se vende tanto el asunto de la identidad exótica, que estoy a punto de pedir que alguien me traduzca para quienes de veras creen que no hablo español. No, no puedo tener al respecto una visión racional. Todo mundo se afirma por confrontación. Pero yo, en realidad, no veo conflicto, no ahora. Desde la serie de recientes viajes a Europa, sobre todo. Es un proceso.

En Malincuor el padre que rompe las teclas de la Remington, la madre se pierde en los bosques de Loano, la baka habla en una lengua casi incomprensible —todos son figuras que encarnan un legado fracturado. La Remington, esa máquina de escribir que fabricaba presentes, se convierte en el símbolo de una comunicación interrumpida, de una herencia que no puede transmitirse de manera íntegra. El yo lo dice con una claridad dolorosa: «El lenguaje es inútil si lo que uno busca conocer la verdad, apenas permite una aproximación desesperada…» Esta desconfianza hacia el lenguaje institucionalizado —el de la familia, el de la historia— te lleva a buscar una expresión propia, hecha de retazos, de ecos, de lenguas superpuestas. No es casual que el texto esté salpicado de palabras en ligure, serbocroata, italiano, o que cite de a Bob Dylan a Wittgenstein… Hay cierta mofa a la coherencia.

El español es mi lengua. Olvidado de toda la genealogía, si bien en casa el primer idioma que aprendí fue el italiano, siempre tuve claro que ése era el lenguaje de la casa…, el obsceno. De la casa para afuera, en Perú, que era entonces, para mí, el mundo real, digamos, había que hablar español. Había que acercarse a la realidad, actuar en ella.

Por otra parte, bien sabes que a mí siempre me ha gustado escuchar… Sin conflicto dentro. Discutir es otra cosa, pero también se pregunta uno ¿para qué? Hay mucho ruido…

Creo que soy de los pocos sobrevivientes creyentes de la alteridad y el diálogo. Ante todo, eso. Y mi herramienta es el idioma. También los idiomas, en plural, cómo no.

Tu libro juega con los límites, es un híbrido donde el verso convive con la prosa, la cita culta con el rumor callejero, la confesión con el artificio. Esta flexibilidad formal es coherente con su visión del mundo: si las instituciones rígidas han fracasado, la literatura debe buscar nuevas formas, más permeables, más capaces de contener la complejidad de lo real. El ritmo de su escritura —a veces cercano a la oralidad, otras veces denso y reflexivo— refleja este ir y venir entre la memoria y el presente, entre el desarraigo y la búsqueda de un hogar imaginario.

La idea es que los idiomas se tensen a ver en qué momento se rompen. Si hablamos de choques, en Malincuor los que hay son de las culturas, más que los idiomas, pero estos se tensan, inevitable, necesariamente. A lo mejor ahí radica la principal confusión que se resuelve fácil en la idea de cosmopolitismo y exotismo.

Ha de quedar más claro… «sobre todo, luego de los últimos viajes…»

Frente a la identidad, me harté de afirmarme en base a la negación. Entonces, tomé un término de Agamben: cual sea. Esta idea, al margen incluso de las minorías postergadas, me lleva ahora por donde voy.

Si Malincuor tuviera un sinónimo en italiano, sería más o menos magone, ese dolor que te asfixia por extrañar demasiado algo… Con los viajes a Europa, sí, varios en los últimos años, cada retorno trajo consigo… un malencuor: Caí en cuenta: tuvimos que venir a Perú para sobrevivir. Pero, ¿por qué aquí, precisamente?

Entonces, ese pesar, mi malincuor, es decir, Malincuor nace en Perú…, tan mal ahora, sobre todo en lo institucional, lo político y su vaciamiento ideológico, por supuesto, carcomidos los estamentos culturales donde, cada tanto, gente asombrosa —y no es ningún halago— cobra autoridad.

El malestar es enorme, real. Real. Muy vinculado con la identidad, como ves… Me duele.

Una suerte de naufragio en Perú… La vida en La Cantuta, con su Junta de Vecinos, sus normas absurdas y su basura que nadie recoge, se convierte en un microcosmos de la burocracia y la incomunicación. Como dices en el libro: «La realidad es un área en suspenso». Pero entonces, brilla el sentido del humor… De hecho, el contraste entre la primera parte del libro y la segunda difícilmente podría ser más brutal; es gracias al humor que el arco se sostiene, y permite, luego, comprender el alcance del aliento familiar…

Falta de alteridad, decíamos… Es difícil para mucha gente reconocer de veras lo que el otro trata y, de hecho, señala expresamente querer decir. Uno no puede ya sobrevivir como Menipo el cínico, en el Hades, hasta que los condenados reclaman que sea expulsado… y, creo, sin embargo, que el Perú de hoy se parece no poco a ese Hades, aunque con la prohibición de reír. Porque es ofensivo. O constituye una invasión en una zona de seguridad…

O de fragilidad…

Cómo el nivel de enajenación ha llegado el punto de que se clame, por ejemplo, que alguien sea expulsado de una institución porque, dizque, magia, acaso, ha dejado de ser de una raza.

Malincuor desarrolla un pesar, ciertamente, pero también su enfrentamiento. Comentábamos hace un rato: Pasa un tren, tiemblan los raíles, pero cabría decir que Maurizio prefirió, en lugar de verlo pasar, de reflexionar al margen, atravesarlo entero.

Ahora lo que hay, sobre todo es publicidad ideológica, por todas partes. Me refiero a que vivimos una suerte de parodia de lo ideológico, a nivel publicitario. Ni siquiera la ideología como construcción racional que se reafirma en la negación del otro, que critica todo menos sus propios fundamentos, lo que sí hace la buena filosofía. Es todo hueco…

¿Y qué es lo real, aquí, ahora?

La ausencia de un proyecto político y del conocimiento de un proyecto político. Un paisaje en el que todo gira alrededor de figurones.

Mientras se daban, una tras otra, marchas en las calles, con pancartas, preferiste, aunque también por motivos de salud, asistir a otra, una por dentro: la del tren Europa y el camino a La Cantuta.

Es que buena parte de las marchas no son sino banalizaciones políticas o formas atípicas de ejercitación cardiovascular para compensar el sedentarismo pegados al celular.

Hay ajustes de cuentas que uno no puede seguir postergando ni puede reemplazar por símbolos. Mucho menos por fotitos.

Es, en definitiva, un ajuste de cuentas. Ese yo, apuntas, asumido casi como la firma, por el que había dejado atrás mis cosas, lo mío de verdad, me llevó a preguntarme, en determinado momento, ¿cómo hago ahora para compartir lo genuino sin perderme en el proceso? Me dije: Transformando el tiempo en espacio: y así nació el tren, para empezar.

Y, sin embargo, lo categórico se niega sistemáticamente en tu libro. Cada que cabría esperar a la vuelta de un verso, la cabo de una frase, quizá una sentencia, aflora nuevamente el humor. Sin embargo, es claro también que en el escepticismo que éste revela, se reafirma una visión propia.

Sí… Es una afirmación completa: no quiero decir afirmación identitaria, pero sí podría decir… una vida, acaso. Por lírico que suene. Hay una mitología que también se construye así, a partir de explicaciones más complejas que se tejen en torno a mi ajuste de cuentas, significados que se porfía en encontrar, cuando acaso el sentido primordial es más bien directo. Me burlo todo el tiempo.

Y en eso radica la seguridad de poder admitir, francamente: es un libro entrañable. Sale, para bien y para mal, digamos, de lo hondo. Como, en efecto, su nombre lo delata…

¿Qué queda, entonces?

Creo en la desaparición de Medo, el Medo del pasado, del tren, que se fue. El de La Cantuta se diluye hacia el final. En esa despersonalización que decía Joyce…

Pero no me tomo tan en serio. El libro es legítimo en la medida en que surge de las entrañas, pero no del yo.

Sin sentimentalismo. En Malincuor, de hecho, se asume que la memoria es, en el mejor de los casos, una «autenticidad falsificada», como dice el padre en el mismo texto. En tal sentido, tu poesía no pretende reconstruir el pasado, sino habitar sus ruinas con honestidad.

Se dice lo que hay que decir. Una vez se ha dicho todo, a qué vendría seguir.

Nos acercamos, entonces, al final de la labor poética, por decirlo de algún modo.

Uno debe tomar decisiones. Preguntarse muy seriamente qué quiere, en adelante. A dónde viajar, por ejemplo, y viajar mucho.

Ahora mismo me preocupa más la hortensia que tengo aquí al fondo del jardín…

 

ENGLISH VERSION

Alterity: A conversation with Maurizio Medo on Malincuor, his latest book

Translation by Rebeca Sanz

Memory, language, and identity—dismantled and reassembled under a new, flickering, uncomfortable, and often ironic light. This is Malincuor, Maurizio Medo’s latest book, in which the Europe train functions as the central metaphor for uprootedness: a mobile institution that never reaches its destination, whose passengers—the “narrator” and his ancestors alike—have seen their certainties shatter as they cross real and imaginary borders. Within its carriages, language itself becomes contested territory, an archive of fractured voices that the poet gathers and recombines in a deeply personal—yes, even tender—key.

Maurizio’s welcome to our conversation is just as tender.

We begin from the premise that art, to be art, must interrogate concepts and institutions through a specific expressive path—a particular technical play—which implies a precise choice: the right vehicle for a singular, confrontational assertion. Thus, with the author, we find ourselves under the urgent necessity to avoid explanations. The aim is rather, through dialogue, to cast alternate lights upon the text—enabling each reader’s personal engagement without falling into relativism; fostering a more elevated discussion about the institutional framework, and, of course, when appropriate, arriving at a posteriori agreement regarding its value.

Maurizio smiles at certain observations. Perhaps, yes—but that’s for you all to decide, he seems to say—and then confirms it in his own words, his gaze drifting toward the garden…

 

I mention the whole identity thing, that much-touted “self-discovery”…

So much is sold these days under the banner of exotic identity that I’m almost tempted to ask someone to translate me for those who genuinely believe I don’t speak Spanish. No, I can’t hold a rational view on this matter. Everyone defines themselves through confrontation. But I, in truth, don’t see conflict—not now, at least. Especially not after my recent trips to Europe. It’s a process.

In Malincuor, the father smashes the keys of the Remington; the mother vanishes into the forests of Loano; the baka speaks in a nearly incomprehensible tongue—all figures embodying a fractured legacy. The Remington, that typewriter once fabricating presents, becomes the symbol of interrupted communication, of an inheritance that cannot be transmitted whole. The “I” states this with painful clarity: “Language is useless if what one seeks is truth; it barely allows a desperate approximation…” This distrust of institutionalized language—the language of family, of history—leads you to seek your own expression, stitched together from fragments, echoes, overlapping tongues. It’s no coincidence that the text is sprinkled with Ligurian, Serbo-Croatian, Italian words, or that it quotes everyone from Bob Dylan to Wittgenstein… There’s a certain mockery of coherence.

Spanish is my language. Forgotten is the whole genealogy—though at home, the first language I learned was Italian—I always knew that was the language of the house… the obscene one. Outside the house, in Peru—which was, for me then, the real world—one had to speak Spanish. One had to approach reality, act within it.

On the other hand, you know I’ve always loved listening… Without inner conflict. Arguing is another matter, but even then one wonders: to what end? There’s so much noise…

I believe I’m among the few surviving believers in alterity and dialogue. Above all, that. And my tool is language. Languages, plural—how could it be otherwise?

Your book plays with boundaries; it’s a hybrid where verse coexists with prose, erudite quotation with street rumor, confession with artifice. This formal flexibility aligns with your vision of the world: if rigid institutions have failed, literature must seek new forms—more permeable, better able to contain reality’s complexity. The rhythm of your writing—sometimes close to orality, other times dense and reflective—mirrors this constant movement between memory and the present, between displacement and the search for an imaginary home.

The idea is to stretch languages until we see the precise moment they break. If we speak of clashes, in Malincuor what collide are cultures more than languages—though languages inevitably, necessarily, tense under the strain. Perhaps that’s where the main confusion lies, easily resolved by invoking cosmopolitanism or exoticism.

It must become clearer… “especially after the latest trips…”

Faced with identity, I grew weary of defining myself through negation. So I took up a term from Agamben: qualunque (“whatever”). This notion—apart even from marginalized minorities—now guides my path.

If Malincuor had an Italian synonym, it would be something like magone—that suffocating ache from missing something too deeply… With my travels to Europe, yes, several in recent years, each return brought with it… a malencuor: I realized—we had to come to Peru to survive. But why here, of all places?

Thus, this sorrow—my malincuor, that is—Malincuor is born in Peru… so troubled now, especially institutionally and politically, its ideological void unmistakable, its cultural institutions gnawed away, though every so often astonishing people—no flattery intended—rise to positions of authority.

The unease is enormous, real. Real. Deeply tied to identity, as you see… It hurts me.

A kind of shipwreck in Peru… Life in La Cantuta, with its neighborhood association, its absurd rules, and its uncollected garbage, becomes a microcosm of bureaucracy and miscommunication. As you write in the book: “Reality is a suspended zone.” Yet humor shines through… Indeed, the contrast between the book’s first and second parts could hardly be more brutal; it’s thanks to humor that the arc holds together—and later allows one to grasp the full emotional reach of familial bonds…

We were speaking of the lack of alterity… It’s difficult for many people to truly recognize what the other is trying—and explicitly stating—to say. One can no longer survive like Menippus the Cynic in Hades, until the damned demand his expulsion… And yet, I believe today’s Peru resembles that Hades more than a little—except laughter is forbidden. Because it’s offensive. Or constitutes an invasion of a safe zone…

Or a fragile one…

How alienation has reached the point where people demand, for instance, that someone be expelled from an institution because—allegedly, magically—they’ve ceased to belong to a certain race.

Malincuor articulates a sorrow, certainly—but also its confrontation. We were saying earlier: a train passes, the rails tremble—but one might say Maurizio chose not merely to watch it pass or reflect from the sidelines, but to cross it entirely.

What we have now, above all, is ideological advertising everywhere. I mean we live in a kind of parody of ideology, at the level of advertising. Not even ideology as a rational construct that reaffirms itself by negating the other and critiques everything except its own foundations—the work of good philosophy. It’s all hollow…

And what is real, here and now?

The absence of a political project—and of awareness of any political project. A landscape where everything revolves around celebrity figures.

While marches filled the streets one after another, with banners in hand, you chose—partly for health reasons—to join another march: the one within, aboard the Europe train, on the road to La Cantuta.

Because many of those marches are nothing but political banalizations or atypical forms of cardiovascular exercise to compensate for being glued to one’s phone all day.

There are reckonings one can no longer postpone or replace with symbols. Much less with selfies.

It is, ultimately, a reckoning. That “I,” you point out—almost assumed as a signature, the one who left my things behind, what was truly mine—led me at a certain moment to ask: How do I now share what’s genuine without losing myself in the process? I told myself: By transforming time into space. And so the train was born, to begin with.

And yet, the categorical is systematically refused in your book. Each time a verse or a sentence seems poised to deliver a definitive statement, humor resurfaces. Still, it’s clear that within the skepticism this humor reveals, a distinct vision is reaffirmed.

Yes… It’s a full affirmation—not an identitarian one, but perhaps I could say… a life. As lyrical as that may sound. A mythology is also built this way, from more complex explanations woven around my reckoning, meanings one insists on finding—even if the primal sense is more direct. I’m always making fun.

And that’s precisely what allows me to admit, frankly: it’s a tender book. It springs, for better or worse, from deep within. As its very name betrays…

So what remains?

I believe in the disappearance of Medo—the Medo of the past, of the train, who has gone. The one from La Cantuta dissolves toward the end. In that depersonalization Joyce spoke of…

But I don’t take myself that seriously. The book is legitimate insofar as it emerges from the gut—but not from the “I.”

Without sentimentality. In Malincuor, indeed, it’s acknowledged that memory is, at best, a “falsified authenticity,” as the father says in the text itself. In this sense, your poetry doesn’t seek to reconstruct the past, but to dwell honestly among its ruins.

One says what must be said. Once it’s all been said, why go on?

We are approaching, then, the end of the poetic task, so to speak.

One must make decisions. Ask oneself very seriously what one wants from now on. Where to travel, for instance—and travel a great deal.

Right now, I’m more concerned about the hydrangea at the back of my garden…