A por más que sueños: Observaciones al cine narrativo
Por Juan Pablo Torres Muñiz

Desde su aparición, el cine fue celebrado como el «séptimo arte». Un acierto, aunque por razones bien distintas de las que popularmente se considera, lo justifican. El asunto es qué tiene el cine que, por sí mismo, y no por empleo alternativo de recursos literarios, teatrales, pictóricos o musicales, le permite cuestionar el mundo del que surge, los conceptos que lo componen a nivel institucional.
Si se concibe el cine nada más que como un medio para contar historias, habría que asumir que se trata, claramente, de un juego de recursos técnicos, en gran medida limitante. La narración cinematográfica no es arte en el sentido que lo son la literatura ni el teatro. Es, más bien, respecto de la primera, una forma predigerida, una reducción de la ficción a imágenes prefabricadas, un despojo del trabajo racional del receptor. Y es que, mientras que la literatura exige del lector una operación intelectiva activa —reconocer, analizar, problematizar, imaginar—, el cine le entrega gran parte, sino todo ya resuelto: el rostro del personaje, el tono de su voz, el color del paisaje, el ritmo del silencio y, claro, los argumentos de los personajes, manifiestos en palabras y, cuando no, a través de una actuación respaldada, como no lo es la del teatro, por un conveniente juego de cámaras y edición. La alusión imperfecta del teatro, la simulación que implica el montaje, que nunca niega, en el cine es convertida en pretensión absoluta: los realizadores buscan una realización plena de cierto aspecto de la realidad. Algo absurdo.
En el cine narrativo no hay espacio para la imaginación como ámbito vivificante de la ficción; ésta ya ha sido ejercida por otros —el director, el diseñador de arte, el editor—. No hay lugar para el pensamiento abstracto, porque todo ha sido concretado, visualizado y, en tal sentido, simplificado. El cine, en su forma narrativa dominante, si cuestiona, si logra una confrontación dialécticamente, no lo hace a través de una interpretación compleja, sino del ejercicio del espectador en un rol eminentemente pasivo. El enfrentamiento de visiones que suponen, sobre todo la pintura, pero también la fotografía, en su inmovilidad, aquí no tiene cabida: hay que seguir la cada secuencia como par de una real, reducidas al mínimo sus opciones de enfoque.
La obra de ficción ofrece una visión particular de la realidad elocuente en su sentido, con la que puede enfrentar dialécticamente al lector, observador o escucha. Pero el cine, insistimos: siempre que se lo considere sobre todo medio de narración, no enfrenta y, en cambio, aplaca; en el mejor de los casos, ilustra, y, por tanto, traiciona sino total, parcialmente, la esencia del arte, su potencia cuestionadora.
[La credulidad como condición de la experiencia cinematográfica]
Ningún otro arte exige del receptor una entrega tan absoluta en credulidad como el cine en tanto medio narrativo. En efecto, el teatro plantea la incredulidad misma como condición interpretativa; no niega la escenificación, sino que, muy por el contrario, la resalta como tal. En cambio, para que una película «funcione», el espectador debe aceptar una serie de convenciones absurdas como si fueran naturales: Que el tiempo avanza o retrocede con un fundido; que un corte seco es un salto en el espacio, pero no en el sentido; que un plano detalle revela un «pensamiento»; y que un personaje puede hablar consigo mismo sin parecer un loco, porque el espectador «sabe» que eso que escucha es una «voz en off».
Estas convenciones no son lenguaje. Son una suerte de rituales de suspensión del pensamiento. No permiten la crítica, sino que instan a la sumisión, a una ilusión coordinada.
Ni qué decir que la literatura no exige esto, ni mucho menos. El lector no necesita «creer» en el salto temporal; lo comprende. Puede detenerse, releer, comparar, evaluar. Con la música ocurre otro tanto de lo mismo: el oyente no necesita «creer» que el adagio es triste, ni que el allegro es alegre. Puede reconocer la estructura, analizar la armonía, compararla con otras obras. El cine narrativo, en cambio, exige que el espectador se olvide de que está viendo una construcción racional humana abstracta, y que asuma, por fe, que lo que ve es «real» en el marco de la ficción. En el mejor de los casos, nos vemos ante una hipnosis técnica. Un tipo de ilusión complaciente, por cierto, que muchos suponen lo mejor del llamado séptimo arte.
[Pensamiento reducido a efectos]
El cine, en su afán por «contar historias», ha caído en la trampa del realismo narrativo: la ilusión de que una secuencia de imágenes en movimiento es lo más cercano a la «realidad». Pero el cine no acerca a la realidad, la sustituye por una versión manipulada, fragmentada, coartada. La literatura, en cambio, declara su ficción, y en esa declaración, gana libertad. Puede jugar con el tiempo, con la conciencia, con la lógica, sin necesidad de justificar cada salto con un fundido o un corte. Puede desarrollar un argumento filosófico en un monólogo interior, como hace Dostoievski en El idiota, o construir un universo metafísico a través de la descripción, como hace Borges en El Aleph.
El cine narrativo se encuentra atado a la imagen visible, al actor que representa, al diálogo que se oye. En él, todo lo que no puede mostrarse, no existe. Por eso, las ideas complejas, los conflictos internos, las abstracciones, deben ser traducidas a discursos verbales más o menos complejos o símbolos visuales, a metáforas rudimentarias o diálogos explicativos que destruyen la elocuencia dialéctica de la obra.
En este proceso, el pensamiento se convierte en efecto. La duda no se establece como pensamiento, salvo en un diálogo (recurso más propiamente literario o teatral), se muestra con un primer plano del rostro (algo que la pintura y la fotografía elevan a otra condición). El conflicto no se plantea directamente, ni mucho menos se analiza, se resuelve a menudo con una música triste. La revelación no se construye, se anuncia con un cambio de iluminación.
Mientras el arte procura, sumun de sutileza, operar al límite de la razón, aunque férreamente sujeto a ella, a menudo con gran disimulo, el cine narrativo opera al margen de la razón técnica, con disimulo nulo: Todo se dice, se muestra; todo está resuelto. No hay límite ni, por tanto, tensión intelectiva.
[La sinfonía versus la banda sonora]
Si el cine narrativo intenta competir con la literatura en la narración, también pretende rivalizar con la música en cuanto experiencia sensorial, en lo que hace un ridículo mayor.
La música, como institución, no necesita ni imágenes ni argumentos, se basta a sí misma. Una sinfonía de Mahler no cuenta una historia: es una epopeya en sí misma, construida con sonidos, ritmos, desarrollos temáticos, contradicciones dialécticas generadas cuidadosamente por una lógica debidamente estudiada. No exige credulidad, exige atención racional y no más conocimiento que el que cualquier otro arte para una aproximación seria.
El cine narrativo, en cambio, se sirve de la música como herramienta de manipulación emocional. La banda sonora no es una obra autónoma, sino un refuerzo de la imagen, un indicador de determinado estado emocional y, como tal, prácticamente, un sustituto del pensamiento. Cuando suena una música triste, el espectador sabe que debe sentir tristeza, aunque la escena no lo justifique. Además, el montaje, que algunos celebran como «lenguaje cinematográfico», no es un desarrollo musical, sino una secuencia de cortes arbitrarios, gobernada por el ritmo mercantil; en efecto, un plano dura tres segundos porque, técnicamente, «así se capta la atención», no porque así se desarrolla una idea.
La música, incluso la más sencilla, permite la abstracción, la repetición, la variación, el desarrollo temático. El montaje cinematográfico impone el cambio, destruye la continuidad.
[El cuestionamiento coreográfico]
Ahora bien, existe un cine que renuncia a la narración como eje central, y que, al hacerlo, se eleva, por fin, a la condición de material artístico particular. Este cine no cuenta historias. Coreografía el movimiento. En vez de ilustrar ideas, las pone en tensión visual, para lo que no sólo no exige credulidad, sino que exige atención operatoria.
Ejemplos, hay varios. De Stan Brakhage, que elimina personajes, diálogos, tramas, y convierte la película en una danza de luz, textura, ritmo, a Hollis Frampton, pasando por Chantal Akerman, que instala al espectador en la duración, en la repetición, en la tensión del gesto cotidiano. Pero claramente se trata de cine impopular. En efecto, este cine no «dice» nada; cuestiona, aparte sus temas de fondo, la propia condición de ver, de esperar, de interpretar, con lo que cumple, digamos, con el mandato del arte.
Los directores famosos que han procurado hacer lo propio, integraron estos principios a secciones de su narración, entonces violentamente reducida (so pena de una pobre taquilla). De hecho, en lugar de profundizar en su narración, la interrumpen y con ello, además, suspenden el argumento.
Efectivamente, en lo más elevado del cine, en lugar de un clímax narrativo, lo que encontraremos en sus obras será un colapso del relato, una pausa en la ficción forzada, que da paso a otro tipo de ficción: bajo la forma de un episodio que no sirve a la trama, que no explica nada, un momento que transforma el resto del material. Tales momentos, en los que el cine, como institución, se cuestiona a sí mismo, permiten que el filme recupere su condición de arte propio.
¿Ejemplos?
En 8 ½, Federico Fellini no resuelve la crisis del director Guido Anselmi con un giro argumental, sino con una enorme coreografía. Esta suerte de renuncia, aceptación del caos, no como derrota, sino como condición de posibilidad de la creación constituye, formalmente, el abandono de la lógica del argumento, para dar paso a otra, la del cine mismo, en tanto juego coreográfico cuestionador. Gracias a él, la autoridad del autor, la linealidad del tiempo, la separación entre realidad e ilusión, la necesidad misma de una «historia» son puestos en entredicho directamente. Fellini, en 8½, no reconfigura el guion, sino el material fílmico con movimiento puro y ritmo, con coreografía.
Ingmar Bergman, maestro del drama psicológico, hace lo propio, por ejemplo, en Persona. La película se raja, aparece una quemadura en la cinta, se oye un chirrido y el sonido se detiene; entonces, el rostro de Liv Ullmann y Bibi Andersson se funden en una sola imagen, no por efecto narrativo, sino por colapso del medio. Este momento no conforma avance alguno de la historia; de hecho, la disuelve: en lo contrario de un clímax. En este vacío, el espectador es enfrentado a una ficción que se desarma a sí misma.
Más recientemente, Terrence Malick lleva esta negación más lejos todavía, gracias a la tecnología, en The Tree of Life. El relato familiar —la infancia, el duelo, la relación con Dios— se interrumpe abruptamente para dar paso a una secuencia de formación del universo: galaxias, estrellas, células, océanos, dinosaurios. Una secuencia que no tiene relación directa con la trama, que no explica nada del personaje, que no responde a ninguna pregunta. Esta secuencia no es documental ni metáfora, sino una suerte de coreografía cósmica que obedece a una clara dialéctica: el individuo frente al todo, la vida frente al aparente caos, la conciencia, no frente, sino como parte de la materia. Además, prepara al espectador para la secuencia final, lo mejor del filme, en que toda lógica es anulada y se eleva una suerte de oración silente con el hombre que se encuentra entre pares y a sí mismo, en una fe dudosa, basada en la visión humana del tiempo.
Lo que estos directores tienen en común no es su estilo, ni su temática, ni su nacionalidad, sino que manifiestan una clara comprensión de que el cine, como medio técnico, está condenado a la narración simplificada, a la credulidad exigida; de ahí, su uso de episodios coreográficos, silencios, rupturas, digresiones que no sirven a la trama.
Fellini, Bergman, Malick no hacen cine mejor; hacen arte que usa el cine como material, no como fin, con lo que confirman que la expresividad cuestionadora propia del cine no está en la narración, sino en su suspensión.
[Horizonte del cine popular]
Si el cine narrativo resulta en una versión simplificada de la literatura y en un acartonamiento de la música, su forma popular más honesta, paradójicamente, es el videoclip musical.
De hecho, el buen videoclip no pretende contar una historia, mucho menos simula realismo; asume su condición de montaje sensorial, de juego de imágenes, de ritmo acelerado, de fragmentación extrema o flujo encorsetado. No busca profundidad más allá de la canción a la que acompaña, pero sí un impacto par, una suerte de eco que, finalmente, puede amplificar el campo operativo conjunto.
El videoclip parte de una declaración arriesgada, aparentemente al margen del arte; dice «esto es espectáculo», pero a partir de este punto, supera la hipocresía del cine narrativo, que se cree profundo porque tiene diálogos largos o escenas tristes, permitiéndose establecer un juego intertextual hondo con el tema musical, para dar a luz algo, a veces nuevo, ciertamente distinto y efectivamente cuestionador.
¿Ejemplos? Los de All is full of love, canción de Bjork; Gold, de Chet Faker y varios más, eso sí, menos de lo que pudiera parecer (porque más pronto que tarde se cuelan los narradores efectistas.)
[De modo que…]
El cine, en su forma dominante es narrativo y, como tal, conforma un eje central de la industria de la credulidad. Como fábrica de narraciones predigeridas, antes disimulaba menos y se declaraba a sí misma una gran fábrica de sueños; hoy, su sistema de manipulación sensorial exige alegremente fe infantil y adolescente. A nadie ha de sorprender que corra contra la narrativa literaria de mayor calado, que ande de la mano con el kitsch entre páginas, que pretenda lucir siempre como abanderado de los demás artes.
Los gustos no se discuten. Pero ojo con los devotos de una religión sin dios, cuyos altares son las pantallas, y cuyos rituales son los estrenos.
Referencias:
– Adorno, T. (1967). La industria cultural y el esclarecimiento. En Dialéctica de la Ilustración. México: FCE.
– Bazin, A. (1958). ¿Qué es el cine? Barcelona: Paidós.
– Benjamin, W. (1936). La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica.
– Bergman, I. (1966). Persona. Suecia: Svensk Filmindustri.
– Bordwell, D. & Thompson, K. (2013). Film Art: An Introduction. New York: McGraw-Hill.
– Deleuze, G. (1983). Cinema 1: The Movement-Image. London: Athlone Press.
– Fellini, F. (1963). 8½. Italia: Cineriz.
– Malick, T. (2011). The Tree of Life. Estados Unidos: Fox Searchlight.