EN LA SALA DE EXPOSICIÓN - 10

Entonces, alzo la vista; tú has sido testigo, también, Ana, a tu modo, en otro tiempo y otro lugar — y lo concentras en los cuerpos — territorio, sí, espacio, pero paradójicamente, al margen del reloj — momento entre dos pálpitos — cuando la vida significa algo más que tejidos complejos y funciones biológicas, de todos modos fascinantes, cuando lo hace a uno fijarse, primero, atento, más de cerca, más, al microscopio y mediante otros aparatos, para luego, sin embargo, volverse, de tan insoportable que resulta, inabarcable, y la vez concentrado, — vida, materialidad, sustancia, una aproximación permanente, a la vez que imposible en su cometido, como bien supieron Gödel y algunos otros, claro, de su talla;

alzo la vista, abro los ojos — hacia adentro, al tiempo aquél, extraviado, noche pálida de aromas sanadores: debí soñar con el bosque de mis recuerdos…, porque, verás, juego a decirle a quien me invita a continuar, ojos almendrados, cejas altas, antes de la casa primera, la del jardín y la enredadera, donde se inclinó sobre mí la nocturnidad revuelta, cresta de plata apagada — su aliento helado, hubo otro sitio, donde nací y nació mi madre, en medio del bosque, en un valle frondoso de tierra oscura y sombras embriagadoras, refugio de vapores de lluvias, una tras otra, pero pasé ahí apenas dos años de mi vida, según consta en el diario de mamá, y entonces fue la mudanza a la ciudad, y allá, en el principio verdadero, digamos, me mecieron en sus brazos, al rumor de las crestas verdes y el tamborileo del aluvión y el paso de los arroyos, otras mujeres, aparte la que me parió, gente de afuera, cabello dorado y rojo, y tendrían que pasar años hasta que volviera a verlas y las reconociera, de pronto, por un patrón, líneas, proporciones, la claridad de la piel que reflejaban mis hojas de papel en tantos bocetos, casi todos perdidos — ellas, con quienes seguramente también soñé, seguro, esa noche tras la revelación, al menos un par de veces, porque de otro modo no hubiera despertado como sí que recuerdo que lo hice: aturdido, pero urgido por tomar el día en pleno, — no había tiempo que perder, lo importante era entonces lo que quedaba — no había tiempo, acaso ni para reparar en la burla que significaba su fin — la frontera invisible desde el bosque, donde el perfume lo envolvía todo, donde el río cantaba su caudal envolvente más allá de las veras, en otra clase de verdad —

el dulce aliento de un tiempo preñado de misterio, de seductora violencia más allá de las flores, donde los caminos se extravían a la sombra del capulí, entre frutos rojos, su culminación engañosa, pasajera, de la que apuntan las tarántulas aquí y allá, inocentes, todo lo tenía más nítidamente ante mí; los verdes y marrones, negados de toda palidez, fuerza aromática del bosque; la lluvia contra la ventana; los ecos envolventes de las nanas, en la duermevela, y melodías de otras latitudes, pulso de otros bosques, con un aire en común, tan distinto de éste de la ciudad — cielo celeste pastel casi sin nubes, salvo en el verano lluvioso, que entonces se aproxima al recuerdo previo, poderosa nostalgia; en fin, el camino se hace de a pocos, esta no es estación, y la lluvia, que suele lavar las huellas, tardará todavía —