Desde el desencanto: Sobre «El traductor», novela de Salvador Benesdra

Por Juan Pablo Torres Muñiz

Encontrar una novela que cumpla con la condición de literatura, como arte —es decir, que no se limite a entretener, a expresar o a representar, sino que cuestione— parece, ciertamente, cada vez más difícil. No sólo porque escaseen, sino sobre todo porque el ruido ideológico, las expectativas identitarias y la mercantilización del gusto han convertido la lectura en un acto de reconocimiento más que de confrontación. La mayoría de los textos contemporáneos se presentan como arte, pero operan como consuelo: refuerzan lo que el lector ya cree, ya siente, ya desea. En ese contexto, El traductor de Salvador Benesdra emerge como una excepción rigurosa: una novela que no se conforma con describir una crisis, sino que la articula como síntoma de una disolución institucional más profunda. Hace, además, de lo obvio para desencantados, algo universalmente interesante…, problemático.

Ricardo Zevi, traductor en una editorial progresista de Buenos Aires, se enamora de Romina, una mujer adventista del interior cuya sexualidad se resiste a su deseo. Mientras su relación se desintegra en la imposibilidad del goce compartido, Zevi enfrenta la precarización laboral y la traición ideológica de su entorno editorial. A través de una narrativa introspectiva y tensa, la novela explora la colisión entre el deseo individual, las instituciones del amor, el trabajo y la política, y la incapacidad del sujeto moderno para sostener una identidad coherente cuando las estructuras que la sostienen se desmoronan. Todo ello se despliega sin concesiones al patetismo, con una lucidez implacable que convierte lo íntimo en diagnóstico social.

La estructura de El traductor se organiza como una espiral descendente: cada episodio repite, profundiza y distorsiona los conflictos anteriores. La trama avanza, así, por la acumulación de fracasos internos: fracaso erótico, fracaso laboral, fracaso ideológico. El argumento, aparentemente sencillo —un hombre intenta poseer a una mujer y conservar su lugar en el mundo— se vuelve complejo porque cada intento de resolución revela una nueva capa de incoherencia en las instituciones que deberían dar sentido a su vida. No hay clímax en el sentido convencional; hay, más bien, una implosión progresiva del sujeto, cuya narración se acelera en los últimos capítulos hasta alcanzar una violencia que no por obviar lo físico, resulta menos terrible.

Los personajes están construidos con una economía implacable. Ricardo Zevi es un hombre en crisis: su identidad depende de tres instituciones —el trabajo intelectual, la pareja monógama y la pertenencia ideológica—, y cada una de ellas se le escapa. Porque son montajes ideológicos, en gran medida. Romina, lejos de ser un objeto de deseo, funciona como un espejo que refleja su impotencia: su castidad no es moral, sino estructural; es la manifestación de una subjetividad que no puede integrarse en el orden simbólico del deseo moderno. Los personajes secundarios —editores, colegas, supervisores— no tienen desarrollo psicológico, pero cumplen una función crítica precisa: encarnan las formas contemporáneas de la traición institucional, donde la mal llamada izquierda se convierte en ala útil de ciertas gestiones, la cultura en lo que Bueno llama directamente mito, además de producto, y la crítica se reduce a control operativo de calidad. Ninguno de ellos es caricaturesco; todos son reconocibles porque están construidos desde la lógica operatoria de sus roles, no desde la psicología romántica.

El lenguaje de Benesdra es seco, preciso, capaz de estallidos líricos notables. Su prosa busca y consigue la eficacia: cada frase, calculada para revelar una contradicción. Emplea recursos narrativos llamativos sin caer en el artificio: el monólogo interior no es caótico, sino rigurosamente articulado; la descripción del cuerpo no es sensual, sino funcional a la exposición de una falla simbólica; el diálogo no sirve para caracterizar, sino para poner en tensión distintos regímenes de verdad. La originalidad del estilo radica en que no se impone como voz autoral, sino que se disuelve en la lógica del personaje, permitiendo que la novela se lea como un documento de época: no una ficción sobre la Argentina de los noventa, sino una operación crítica sobre las condiciones de posibilidad del sujeto en esa época, más allá de su localidad.

Temáticamente, El traductor cuestiona al menos cuatro instituciones fundamentales. Primero, la del amor romántico: la novela muestra que el deseo no puede sostenerse sin un marco simbólico compartido, y que la pareja monógama, despojada de sus anclajes religiosos, morales o sociales, se convierte en un campo de batalla donde lo que se disputa no es el afecto, sino la posesión simbólica del otro. Segundo, la institución del trabajo intelectual: la editorial «progresista» no es un espacio de producción crítica, sino de reproducción burocrática, donde la traducción y la lectura se someten a lógicas mercantiles disfrazadas de compromiso político. Parte de la maquinaria adolescentizante que engendró al mismo protagonista. Tercero, la institución de la mal llamada izquierda: la novela desmonta la ilusión de que la política puede funcionar como sustituto de la religión o la moral, mostrando cómo, sin una estructura institucional sólida, se convierte en mera identidad de consumo. Eso, para empezar… Cuarto, la institución de la persona: Zevi no es un individuo coherente, sino un conjunto de roles en conflicto, y su colapso final —su incapacidad para sostener una narrativa de sí mismo— revela que la persona moderna no es una sustancia, sino una construcción institucional frágil, que se deshace cuando las instituciones que la sostienen se debilitan.

El traductor, si bien no es, como suele decirse, para todos, resulta altamente recomendable para quienes asumen, como corresponde, que la literatura es algo más que entretenimiento o confesión. Requiere del lector no «empatía», sino inteligencia; no «identificación», sino distancia crítica. Su valor no reside en lo que dice, sino en cómo obliga a repensar las condiciones bajo las cuales decimos algo.