Poner en orden: El combate como fundamento de la educación civilizatoria
Por Juan Pablo Torres Muñiz
Desde hace ya buen tiempo, es difícil no toparse con el término en sus anuncios publicitarios. La amplia mayoría de colegios por estos lares presumen, de hecho, que persiguen para y con sus estudiantes, eso, la excelencia. Como en el caso del pensamiento crítico, vale la pena preguntarse si de veras el personal de la institución educativa puede definir qué quiere decir excelencia y probar que de veras trabajan en su gestión.
En el ámbito educativo, el término «excelencia» suele ser reducido a una métrica de rendimiento: notas altas, victorias en competencias académicas o la acumulación de certificaciones. Sin embargo, desde una perspectiva filosófica y antropológica, desde una mirada educativa más honda, su significado es más profundo y ontológicamente complejo, lo que finalmente redunda en el modo en que se debe gestionar. La excelencia (areté en griego) no es un estado, sino un proceso de devenir. Implica necesariamente una lucha, un combate continuo contra la mediocridad, la ignorancia, la inercia y, en última instancia, contra las propias limitaciones. Este principio de lucha se conceptualiza en el término griego πόλεμος (polemos), popularizado por Heráclito y, siglos después, reinterpretado una y otra vez, entre otros, por Martin Heidegger.
Acaso recordar este término permita a los interesados: directores, catedráticos, docentes en general, así como auxiliares y demás involucrados en la gestión educativa, orientar mejor sus buenas intenciones.
La competencia académica y deportiva sana no es un fin en sí mismo, sino un medio didáctico. Enseña a gestionar el éxito y el fracaso, a esforzarse por superar a un rival y, en el proceso, superarse a uno mismo. Es una forma ritualizada y civilizada del polemos. Como señaló Johan Huizinga en Homo Ludens, el juego reglado —y la competencia lo es— es fundamental para la cultura humana, pues crea orden dentro de un espacio limitado. Este orden no surge de la armonía espontánea, ni de la mera cooperación, sino de una tensión regulada, de una confrontación estructurada que exige normas, jueces, límites y, sobre todo, adversarios. El juego, en este sentido, no es una escapatoria del mundo, sino una microestructura del mundo real: un campo de pruebas donde se ejercita la responsabilidad, el coraje, la estrategia y la aceptación de la derrota como parte del crecimiento. Sin esta dimensión de lucha, el juego se desvanece; sin el polemos, la cultura se atrofia.
La verdadera excelencia educativa encarna este espíritu de polemos. Las instituciones educativas son el campo de batalla primordial donde se libra este combate, de modo que la actual tendencia a la sobreprotección y la eliminación de la competitividad constructiva no sólo no prepara al individuo para la realidad, sino que lo extravía, debilitando el tejido social que se construye a través de la jerarquización basada en el mérito y el esfuerzo. La escuela no es un refugio contra el mundo, sino un espacio de transición hacia él: un lugar donde se aprende a enfrentar la resistencia de las cosas, la oposición de los otros y la exigencia de las ideas. Cuando se elimina el riesgo de fracaso, se elimina también la posibilidad de triunfo. Cuando se prohíbe el conflicto, se prohíbe el pensamiento. Porque pensar, como bien señaló Gustavo Bueno, implica siempre pensar contra otro alguien. No hay pensamiento sin oposición, sin resistencia, sin tensión. El pensamiento crítico no es un diálogo complaciente, sino una disputa, un polemos conceptual.
El movimiento contemporáneo de la «pedagogía de la sobreprotección» o la «cultura de la seguridad» (safetyism), que busca —aunque pregone lo contrario— eliminar cualquier fuente de estrés, conflicto o fracaso de la experiencia educativa, constituye una negación del polemos y, por tanto, una traición a la verdadera excelencia. Esta actitud no solo perjudica al individuo, sino que debilita a la sociedad. Una civilización que no entrena a sus jóvenes en el arte del combate intelectual y la resiliencia frente a la adversidad está criando una generación incapaz de defenderla y de impulsarla hacia adelante frente a los desafíos inevitables. El polemos, lejos de ser un residuo arcaico de sociedades primitivas, representa una condición constitutiva de lo humano. Heráclito de Éfeso lo expresó con contundencia: «El polemos es padre de todas las cosas». No se trata de una metáfora, sino de una ontología: el mundo no es un estado de equilibrio, sino un devenir perpetuo, un flujo tensional donde lo nuevo surge de la colisión, no de la conciliación. La realidad misma es polemósica: las estrellas colapsan para generar elementos pesados; las especies evolucionan mediante la selección natural; las ideas progresan al chocar entre sí. Negar el polemos es negar la estructura misma del ser.
Heidegger, en sus Contribuciones a la Filosofía, retoma el polemos como «la disputa esencial» (der Streit). Para él, este combate no es destructivo, sino que es lo que permite que el Ser se revele. Más allá del enfoque metafísico, a nivel netamente material, es cierto: el polemos es la lucha por desocultar la verdad, por arrancarle al mundo su significado; dicho de otro modo, desengañar. El estudiante excelente no es el que repite datos, sino el que combate con las ideas, las cuestiona, las somete a tensión y, en ese proceso, se construye a sí mismo y comprende el mundo de manera más profunda. La educación que no cultiva esta disposición crítica, que no entrena en la resistencia al error y al engaño, no forma ciudadanos, sino súbditos: dóciles, acomodaticios, incapaces de discernir entre lo verdadero y lo conveniente.
La formación del individuo no puede desligarse del polemos, entendido no como violencia caótica, sino como tensión estructural inherente al desarrollo humano. En la infancia, esta tensión se manifiesta primero a nivel físico: los niños compiten por el espacio, por el juguete, por la atención. Esta expresión de fuerza no es un desorden que deba suprimirse, sino una etapa necesaria del aprendizaje social. Según estudios del desarrollo psicomotor y emocional publicados por la Organización Mundial de la Salud (OMS, Guidelines on Physical Activity, Sedentary Behaviour and Sleep for Children under 5 Years of Age, 2019), el juego físico regulado favorece la integración sensoriomotriz, el autocontrol y la conciencia corporal. Suprimirlo en nombre de una «paz» pasiva no genera armonía, sino inhibición. El niño que no puede empujar, correr, caer y levantarse, no aprende límites, sino sumisión o rebeldía reprimida. La jerarquía que surge en el patio de juegos —quien corre más rápido, salta más alto, resiste más— no es arbitraria: es una evaluación espontánea de capacidades reales, primera instancia de una meritocracia natural.
A medida que el niño crece, el polemos se traslada al ámbito de la gestión afectiva. Aquí, el choque no es ya físico, sino relacional: el deseo de pertenencia, la negociación de roles, la resolución de conflictos entre pares. La tendencia actual en muchas aulas a intervenir inmediatamente ante cualquier desacuerdo, a «mediar» sin permitir que los niños resuelvan por sí mismos, atenta contra este proceso. Las habilidades socioemocionales no se adquieren por instrucción directa, sino por experiencia guiada. La competencia en este nivel supera por mucho el simplemente «ser amable», de hecho, tiene que ver con imponer criterios, sostener posturas, ceder cuando conviene y resistir cuando es necesario. La jerarquía aquí se construye sobre la capacidad de liderar, de persuadir, de asumir responsabilidades. Un grupo infantil no puede funcionar sin líderes naturales; negarlos es crear poderes ocultos, más perjudiciales porque no son en absoluto regulados.
Finalmente, el polemos alcanza su forma más refinada: la competencia racional y de saber. Este es el nivel que debería ser el eje de la educación formal, pero que hoy se diluye en favor de consensos superficiales, debates sin criterio y la sobrevaloración de la expresión sobre la argumentación. Los estudiantes de hoy tienen dificultades para distinguir hechos de opiniones, para evaluar la solidez de un argumento, para sostener una posición con coherencia. La razón, como facultad operatoria, implica dividir, separar, discriminar —del griego krinein—, y esto es inherentemente conflictivo. Un aula donde no se permite contradecir al profesor, donde no se confrontan ideas con rigor, no está formando pensadores, sino acólitos.
La actual pedagogía de la sobreprotección, que reprime tanto la fuerza física como el choque de ideas, produce individuos desarmados frente a la realidad. Como, entre muchos otros, lo demuestra el estudio del Stanford University’s Hoover Institution sobre The Coddling of the American Mind (Lukianoff y Haidt, 2018), las generaciones educadas en entornos «seguros» emocionalmente presentan mayores tasas de ansiedad, menor resiliencia y menor capacidad de liderazgo. La paz no es ausencia de conflicto, sino dominio sobre él. La verdadera educación debe institucionalizar el polemos, no eliminarlo: a través de juegos físicos regulados, debates con reglas claras, competencias académicas con consecuencias reales. Solo así se construyen jerarquías legítimas —basadas en mérito, esfuerzo y capacidad—, no en imposición o conformismo. La competencia, en este sentido, no es un valor secundario, sino el mecanismo mismo por el cual se forja una civilización capaz de progresar.
Pero el polemos trasciende el principio epistemológico o pedagógico, pues es, ante todo, un requisito para el desarrollo de una civilización justa y progresiva. Da pie y explica su eutaxia. Una civilización que progresar no puede hacerlo sin un combate permanente: contra el dogmatismo, contra la mediocridad, contra la complacencia, contra el olvido. Este combate no es violencia impositiva, sino realismo institucional: la aceptación de que la realidad no se adapta a nuestros deseos, sino que exige nuestra adaptación a él o, mejor, la compatibilización racional con ella. El mundo requiere reconocer que no todos los conflictos pueden resolverse mediante el diálogo, ni todos los problemas mediante la empatía. Hay realidades que solo ceden ante la fuerza de la razón teórica, la disciplina del esfuerzo o la decisión de imponer un orden superior. La paz, en este sentido, no es ausencia de conflicto, sino victoria sobre el caos, consolidación de un orden que permite el desarrollo de lo humano.
Y aquí radica la grave equivocación del pacifismo incorporado a la educación como dogma. Este pacifismo, de raíz posmoderna y profundamente influenciado por una interpretación distorsionada de valores democráticos, ha convertido la no-violencia en un absoluto moral, desconociendo que la violencia, per se, carece de valor ético. La violencia no es un mal en sí, sino un fenómeno neutro: el grado de velocidad y extremos del cambio de estado de una cosa, hecho o suceso. Cuanto más veloz y radical el cambio, mayor la violencia. Un rayo que parte un árbol, un terremoto que destruye una ciudad, un pensamiento que derrumba una creencia arraigada, un beso robado: todos son actos de violencia en sentido físico, pero no todos son moralmente condenables. La ética no juzga la violencia, sino su finalidad, su contexto, su relación con una naturaleza que debe desarrollarse, no suprimirse.
La paz, por tanto, no puede definirse como ausencia de violencia, sino como conformidad activa con la naturaleza del ser que la experimenta. Un águila vive en paz cuando puede cazar, cuando ejerce su instinto predador, cuando se vuela con autonomía en su entorno. No vive en paz cuando se le impide cazar, cuando se le domestica hasta la inutilidad, cuando se le convierte en un objeto de afecto decorativo. Del mismo modo, un ser humano vive en paz cuando puede ejercer su razón, cuando se enfrenta a desafíos que exigen su crecimiento, cuando participa en una comunidad que reconoce el mérito, el esfuerzo y la jerarquía funcional. La paz verdadera implica plenitud en el desarrollo de la propia naturaleza, conformidad con lo que se es, no como sumisión a lo que se impone.
El pacifismo dogmático, al negar esta dimensión, produce simplemente debilidad. Debilidad individual, porque inhibe el coraje, la iniciativa, la capacidad de defensa. Debilidad colectiva, porque desarma moralmente a la sociedad frente a quienes no comparten su pacifismo. En las aulas, este dogma se manifiesta en la prohibición de la competencia, en la demonización del fracaso, en la sustitución del mérito por la inclusión indiscriminada, en la equiparación forzada de resultados. Se premia la intención sobre el resultado, el sentimiento sobre el conocimiento, la identidad sobre el desempeño. Y así, se forma una generación que no sabe perder, que no sabe luchar, que no sabe defender una idea con argumentos, sino con reclamos emocionales.
Este enfoque, además, es profundamente injusto. Porque la igualdad absoluta, cuando no se basa en la igualdad de oportunidades ni en el reconocimiento de diferencias reales, acaba en una tiranía de la mediocridad. La verdadera justicia académica no consiste en igualar a todos por abajo, sino en permitir que cada uno alcance el mayor grado de desarrollo según sus capacidades, por sobre un mínimo adecuado para garantizar la supervivencia en la vida real. Y esto solo es posible en un marco donde se compite, se falla, se aprende, se vuelve a intentar. La jerarquía que surge de este proceso no es opresión, sino orden funcional: el mejor matemático enseña matemáticas, el mejor líder guía equipos, el mejor pensador critica ideas. Eliminar esta jerarquía trae consigo el caos.
La guerra, como institución humana, es también una expresión del polemos. No es un mal absoluto, sino una condición inherente a la organización política de los estados. Negarla, como lo hace el pacifismo radical, es negar la realidad histórica. La guerra no surge solo del odio o la irracionalidad, sino muchas veces de la defensa de un orden, de la protección de una civilización, del impulso hacia un futuro diferente. Y, tristemente, es en la guerra donde más se acelera el desarrollo tecnológico, científico y organizativo. No se trata de glorificar la guerra, sino de reconocer su función en la dinámica histórica. La paz que sigue a una guerra corresponde a un orden institucional conquistado, negociado, impuesto. Solo puede haber paz cuando hay un poder capaz de imponerla y mantenerla.
De modo que educar sin el polemos es educar para la decadencia. En la escuela debe cultivarse el espíritu de combate: no contra nuestros pares, sino contra la ignorancia, el error, la complacencia. Porque, como dijo Heráclito, «el carácter del hombre es su destino» (ethos anthropoi daimon). Y el carácter se forja en la lucha, no en la comodidad.
Una civilización justa y progresiva no es aquella que ha eliminado el conflicto, sino aquella que lo ha institucionalizado: en el debate científico, en la competencia académica, en el deporte, en la política, en la guerra regulada por el derecho. El polemos no es el enemigo de la paz; es su condición. Sin riesgo, no hay libertad. En última instancia, la verdadera paz es la paz del guerrero que ha vencido, no la paz del cordero que ha sido devorado.
Fuentes y referencias:
– Heráclito de Éfeso. Fragmentos (edición Diels-Kranz).
– Huizinga, Johan. Homo Ludens: El juego y la cultura. México: FCE, 1972.
– Heidegger, Martin. Contribuciones a la Filosofía (Del acontecimiento). Trad. Jorge Medina.
– Lukianoff, G., & Haidt, J. (2018). The coddling of the American mind: How good intentions and bad ideas are setting a generation up for failure. Penguin Press.
– OECD: Equity and Quality in Education: Supporting Disadvantaged Students and Schools (2012).
– Organización Mundial de la Salud (OMS). (2019). Guidelines on physical activity, sedentary behaviour and sleep for children under 5 years of age. World Health Organization.
– Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). (2017). Social and emotional learning: A global perspective. UNESCO. – Otero Novas, José. La razón de la guerra. Madrid: Encuentro, 2003.
– Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA). (2018). PISA 2018 Results (Volume III): What school life means for students’ lives. Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
– Torres Muñiz, Juan Pablo (2022). Homo Institutionalis.
– Stanford Encyclopedia of Philosophy: «War», «Pacifism», «Game Theory and Ethics».
– United Nations Office for Disarmament Affairs: The Role of Military Innovation in Technological Development (informe público, 2023).
– World Health Organization: Mental Health and Resilience in Educational Contexts (informe técnico, 2022).
ENGLISH VERSION
Putting Things in Order: Combat as the Foundation of Civilizational Education
Translated by Tiffany Trimble
For quite some time now, it has been difficult not to come across the term in their advertisements. The vast majority of schools in these parts boast, in fact, that they pursue for and with their students that very thing: excellence. As with critical thinking, it is worth asking whether the staff of the educational institution can truly define what excellence means and prove that they are really working on its management.
In the educational sphere, the term «excellence» is often reduced to a performance metric: high grades, victories in academic competitions, or the accumulation of certifications. However, from a philosophical and anthropological perspective, from a deeper educational viewpoint, its meaning is more profound and ontologically complex, which ultimately impacts how it should be managed. Excellence (areté in Greek) is not a state, but a process of becoming. It necessarily implies a struggle, a continuous combat against mediocrity, ignorance, inertia, and, ultimately, against one’s own limitations. This principle of struggle is conceptualized in the Greek term πόλεμος (polemos), popularized by Heraclitus and, centuries later, reinterpreted time and again by, among others, Martin Heidegger.
Perhaps recalling this term will allow those involved: principals, professors, teachers in general, as well as assistants and others involved in educational management, to better direct their good intentions.
Healthy academic and sporting competition is not an end in itself, but a didactic means. It teaches how to manage success and failure, to strive to surpass a rival and, in the process, surpass oneself. It is a ritualized and civilized form of polemos. As Johan Huizinga pointed out in Homo Ludens, rule-based play—and competition is just that—is fundamental to human culture, as it creates order within a limited space. This order does not arise from spontaneous harmony, nor from mere cooperation, but from a regulated tension, from a structured confrontation that demands rules, judges, limits, and, above all, adversaries. Play, in this sense, is not an escape from the world, but a micro-structure of the real world: a testing ground where responsibility, courage, strategy, and the acceptance of defeat as part of growth are exercised. Without this dimension of struggle, play fades; without polemos, culture atrophies.
True educational excellence embodies this spirit of polemos. Educational institutions are the primary battlefield where this combat is waged, so the current trend of overprotection and the elimination of constructive competitiveness not only fails to prepare the individual for reality but leads them astray, weakening the social fabric built upon hierarchy based on merit and effort. School is not a refuge from the world, but a transitional space towards it: a place where one learns to face the resistance of things, the opposition of others, and the demands of ideas. When the risk of failure is eliminated, the possibility of triumph is also eliminated. When conflict is forbidden, thought is forbidden. Because thinking, as Gustavo Bueno rightly pointed out, always implies thinking against someone else. There is no thought without opposition, without resistance, without tension. Critical thinking is not a complacent dialogue, but a dispute, a conceptual polemos.
The contemporary movement of «pedagogy of overprotection» or «safetyism,» which seeks—despite claiming otherwise—to eliminate any source of stress, conflict, or failure from the educational experience, constitutes a denial of polemos and, therefore, a betrayal of true excellence. This attitude not only harms the individual but weakens society. A civilization that does not train its youth in the art of intellectual combat and resilience in the face of adversity is raising a generation incapable of defending it and driving it forward against inevitable challenges. Polemos, far from being an archaic residue of primitive societies, represents a constitutive condition of the human. Heraclitus of Ephesus expressed it forcefully: «Polemos is the father of all things.» This is not a metaphor, but an ontology: the world is not a state of equilibrium, but a perpetual becoming, a tensional flow where the new emerges from collision, not from conciliation. Reality itself is polemical: stars collapse to generate heavy elements; species evolve through natural selection; ideas progress by clashing with each other. To deny polemos is to deny the very structure of being.
Heidegger, in his Contributions to Philosophy, takes up polemos as «the essential strife» (der Streit). For him, this combat is not destructive, but rather what allows Being to reveal itself. Beyond the metaphysical focus, at a purely material level, it is true: polemos is the struggle to unconceal truth, to wrest meaning from the world; in other words, to dis-illusion. The excellent student is not the one who repeats data, but the one who combats ideas, questions them, subjects them to tension, and, in that process, constructs themselves and understands the world more deeply. Education that does not cultivate this critical disposition, that does not train in resistance to error and deception, does not form citizens, but subjects: docile, accommodating, incapable of discerning between the true and the convenient.
The formation of the individual cannot be separated from polemos, understood not as chaotic violence, but as a structural tension inherent to human development. In childhood, this tension manifests first at a physical level: children compete for space, for toys, for attention. This expression of force is not a disorder to be suppressed, but a necessary stage of social learning. According to studies on psychomotor and emotional development published by the World Health Organization (WHO, Guidelines on Physical Activity, Sedentary Behaviour and Sleep for Children under 5 Years of Age, 2019), regulated physical play promotes sensorimotor integration, self-control, and body awareness. Suppressing it in the name of a passive «peace» does not generate harmony, but inhibition. The child who cannot push, run, fall, and get up does not learn limits, but submission or repressed rebellion. The hierarchy that emerges on the playground—who runs faster, jumps higher, endures more—is not arbitrary: it is a spontaneous evaluation of real capacities, the first instance of a natural meritocracy.
As the child grows, polemos shifts to the realm of affective management. Here, the clash is no longer physical, but relational: the desire for belonging, the negotiation of roles, the resolution of conflicts among peers. The current tendency in many classrooms to intervene immediately in any disagreement, to «mediate» without allowing children to resolve things themselves, undermines this process. Socio-emotional skills are not acquired by direct instruction, but by guided experience. Competence at this level far exceeds simply «being kind»; in fact, it has to do with imposing criteria, maintaining positions, yielding when appropriate, and resisting when necessary. Hierarchy here is built on the capacity to lead, to persuade, to assume responsibilities. A child group cannot function without natural leaders; denying them creates hidden powers, more harmful because they are completely unregulated.
Finally, polemos reaches its most refined form: rational and knowledge-based competition. This is the level that should be the axis of formal education, but which today is diluted in favor of superficial consensuses, debates without criteria, and the overvaluation of expression over argumentation. Today’s students have difficulty distinguishing facts from opinions, evaluating the soundness of an argument, and maintaining a position coherently. Reason, as an operative faculty, implies dividing, separating, discriminating—from the Greek krinein —and this is inherently conflictual. A classroom where contradicting the teacher is not allowed, where ideas are not confronted with rigor, is not forming thinkers, but acolytes.
The current pedagogy of overprotection, which represses both physical force and the clash of ideas, produces individuals who are disarmed in the face of reality. As demonstrated, among many others, by the Stanford University’s Hoover Institution study on The Coddling of the American Mind (Lukianoff and Haidt, 2018), generations educated in emotionally «safe» environments show higher rates of anxiety, lower resilience, and lower leadership capacity. Peace is not the absence of conflict, but mastery over it. True education must institutionalize polemos, not eliminate it: through regulated physical games, debates with clear rules, academic competitions with real consequences. Only in this way are legitimate hierarchies built—based on merit, effort, and capacity—not on imposition or conformism. Competition, in this sense, is not a secondary value, but the very mechanism by which a civilization capable of progress is forged.
But polemos transcends the epistemological or pedagogical principle, as it is, above all, a requirement for the development of a just and progressive civilization. It gives rise to and explains its eutaxia (good order). A civilization that progresses cannot do so without permanent combat: against dogmatism, against mediocrity, against complacency, against oblivion. This combat is not impositive violence, but institutional realism: the acceptance that reality does not adapt to our desires, but demands our adaptation to it or, better, the rational compatibilization with it. The world requires recognizing that not all conflicts can be resolved through dialogue, nor all problems through empathy. There are realities that only yield to the force of theoretical reason, the discipline of effort, or the decision to impose a superior order. Peace, in this sense, is not the absence of conflict, but victory over chaos, the consolidation of an order that allows the development of the human.
And here lies the grave mistake of pacifism incorporated into education as a dogma. This pacifism, of postmodern roots and deeply influenced by a distorted interpretation of democratic values, has turned non-violence into a moral absolute, ignoring that violence, per se, lacks ethical value. Violence is not an evil in itself, but a neutral phenomenon: the degree of speed and extremity of the change of state of a thing, fact, or event. The faster and more radical the change, the greater the violence. A lightning bolt splitting a tree, an earthquake destroying a city, a thought overthrowing a deep-seated belief, a stolen kiss: all are acts of violence in the physical sense, but not all are morally condemnable. Ethics does not judge violence, but its purpose, its context, its relation to a nature that must be developed, not suppressed.
Peace, therefore, cannot be defined as the absence of violence, but as an active conformity with the nature of the being experiencing it. An eagle lives in peace when it can hunt, when it exercises its predatory instinct, when it flies autonomously in its environment. It does not live in peace when it is prevented from hunting, when it is domesticated into uselessness, when it is turned into a decorative object of affection. Similarly, a human being lives in peace when they can exercise their reason, when they face challenges that demand their growth, when they participate in a community that recognizes merit, effort, and functional hierarchy. True peace implies fullness in the development of one’s own nature, conformity with what one is, not as submission to what is imposed.
Dogmatic pacifism, by denying this dimension, simply produces weakness. Individual weakness, because it inhibits courage, initiative, and the capacity for defense. Collective weakness, because it morally disarms society in the face of those who do not share its pacifism. In classrooms, this dogma manifests in the prohibition of competition, the demonization of failure, the substitution of merit by indiscriminate inclusion, the forced equalization of outcomes. Intention is rewarded over result, feeling over knowledge, identity over performance. And thus, a generation is formed that does not know how to lose, does not know how to fight, does not know how to defend an idea with arguments, but with emotional claims.
This approach is also profoundly unjust. Because absolute equality, when not based on equality of opportunity nor on the recognition of real differences, ends in a tyranny of mediocrity. True academic justice does not consist in leveling everyone downwards, but in allowing each one to reach the highest degree of development according to their capacities, above an adequate minimum to guarantee survival in real life. And this is only possible within a framework where one competes, fails, learns, and tries again. The hierarchy that arises from this process is not oppression, but functional order: the best mathematician teaches mathematics, the best leader guides teams, the best thinker criticizes ideas. Eliminating this hierarchy brings chaos.
War, as a human institution, is also an expression of polemos. It is not an absolute evil, but a condition inherent to the political organization of states. Denying it, as radical pacifism does, is to deny historical reality. War does not arise only from hatred or irrationality, but often from the defense of an order, the protection of a civilization, the impulse towards a different future. And, sadly, it is in war where technological, scientific, and organizational development accelerates the most. This is not to glorify war, but to recognize its function in historical dynamics. The peace that follows a war corresponds to an institutional order that has been conquered, negotiated, imposed. There can only be peace when there is a power capable of imposing and maintaining it.
Therefore, to educate without polemos is to educate for decadence. The spirit of combat must be cultivated in school: not against our peers, but against ignorance, error, complacency. Because, as Heraclitus said, «Character is fate for man» (ethos anthropoi daimon). And character is forged in struggle, not in comfort.
A just and progressive civilization is not one that has eliminated conflict, but one that has institutionalized it: in scientific debate, in academic competition, in sport, in politics, in war regulated by law. Polemos is not the enemy of peace; it is its condition. Without risk, there is no freedom. Ultimately, true peace is the peace of the warrior who has conquered, not the peace of the lamb that has been devoured.
