Memoria desnuda: Sobre la fotografía de María Tudela Bermúdez

Por Flavia Iquira-Pizarro

Es bien sabido que la novedad depende más de la perspectiva, de la forma en que se concibe la visión, incluso por el subconsciente, que en la disposición misma de los elementos de la imagen, en lo objetivo, digamos. Sin embargo, hay elementos difíciles de concebir reunidos, que evoquen sensaciones distintas a las usuales. ¿Cómo ser original en estos casos?

Edificios en ruinas, aves en vuelo, la palidez misma de la atmósfera gracias al juego en blanco y negro, por ejemplo. Sí, el conjunto podría traer a la mente, fácilmente: soledad, silencio y encierro. Pero en la obra de María Tudela es posible, sin embargo, dar, tras un primer contacto y sin mayor esfuerzo, con bastante más, si bien a riesgo de atravesar y empantanarse en el lugar común. Esto, sin embargo, hace de la exploración más interesante.

Atravesando los lugares comunes, decíamos…

Ruina. Derivación latina del verbo ruere: desmoronarse, derrumbarse.

Ruina: algo que está tan deteriorado que amenaza con caerse. Más específicamente, la palabra refiere a los restos de uno o más edificios destruidos.

Entonces, ¿qué queda por caerse aquí? ¿Qué amenaza con desaparecer del todo? ¿Cuál habría de ser precisamente la amenaza? En fin, ¿qué elementos son estos y qué representan?

Los edificios aquí son siempre, sitios de congregación, centros que denotan en todo caso ausencias. Constituyen en sí mismos, por tanto, testimonios de gente que pensaba, además, en otra gente.  Se la representaba.

El silencio puede llegar a ser desesperante.

Aquí se trata de algo distinto. Calma. Y la calma es diferente. Porque reina cierta armonía. No hay simplemente ausencia de sonidos. Entre las ruinas, en lugar de ruido, ecos.

Sin voces que se multipliquen, el rumor es memoria, susurros de lo ocurrido. ¿Pero quién se pronuncia así?

He aquí que el trabajo de María torna efectivamente en invitación: su visión se distingue de la evocación elemental. Seduce para que la voz que brote sea otra, la del espectador: una respuesta. Aunque sea a partir del lugar común, por medio de la polisemia de los sitios que escoge, de lo particular de su exposición, se nos cede el lugar y es así que nos revelamos a nosotros mismos.

Flores a la ventana, ofrendas vivas saludando al jardín. Esas paradojas tan humanas.

Resonaban las campanas, y no obstante había intimidad. Por otro lado, los encuentros en los límites últimos de una propiedad representan siempre, inevitablemente, encuentros personales: las citas se dan con el otro, pero desafían a cada quien respecto de la persona que en ese momento habrá de dejar huella merced del gesto, de la expresión.

Asistimos así, a una prueba permanente, también de dimensión. Al margen de qué era exactamente lo anterior, no cabe duda de su relativa grandeza, y la memoria sobrevive conservándola, o más bien conservando su escala relativa, dentro de uno, en vuelo.

A propósito, ¿qué hay de las aves? Pues son el movimiento. Migran. Más claro: incluso ellas se van de estos sitios, para dejar en su lugar, el eco aquel, también de su gorjeo, de su presencia para otros, en otro periodo.

La intención acaso es demasiado explícita (nuevamente, a punto de empantanarse en el tópico): subrayar que nadie más que el espectador ha de dar significado a la escena.

El espectador llega a la imagen, pero se le invita al encuentro solitario. Confirmamos el abandono: La memoria queda desnuda.

Y atravesado el lugar común, vale la pena atender el modo en que la obra refleja la realidad de la inventora (por esto mismo, no creadora). Reescritora, si se quiere, de la realidad por medio de un lenguaje particular. El de la imagen de los objetos… ¿De los cuerpos?

Los edificios, las ruinas no necesariamente aluden al cuerpo en cuanto organismo, pero sí que invitan a pensar en una función: La iglesia como el ámbito espiritual. Los graneros, los patios y las fuentes responden a una tradición, mucho más que costumbre, referentes hondos de la labor básica por el sustento, que sustenta, asimismo, el día a día. Obviamente, una narrativa. Pero esta, nuevamente, se abre hacia lo alto, literalmente, para dejar en libertad la memoria de cada quien, con sus apegos y rechazos adonde desee o, acaso, no pueda evitar desplazarse.

Migramos. De modo que hay un antes y un después.

Asoma la idea del tiempo fracturado.

El arte pretende romper con el tiempo a través de la contemplación. En este caso, la historia apunta de lleno al pasado. El presente se construye con el espectador. Y no hay futuro.

Cada escena cobra sentido solo antes de la despedida. Ahora bien, ¿implica esto que asistamos a una ceremonia: a una clausura, un velorio…?

El juego en blanco y negro apela directamente a la idea de antigüedad, voz añeja; se trata simplemente de una apelación sencilla al pasado, la más directa. Pero es imposible apartar la idea del luto, con ella.

Lo mejor de las fotos de María es esta sencillez elocuente, que provoca siempre un poco más, donde otros apenas esperan complacer con el acierto del símbolo evidente.

De manera que no, no puede tratarse de una despedida.