Ojo al verso: Conversación con Daniel Rodríguez Rodero

Con Juan Pablo Torres Muñiz

La poesía, históricamente considerada como la forma más elevada de arte literario, es también objeto de estereotipos que la reducen, ora a un mero ejercicio de sentimentalismo, ora a un sofisticado juego de subjetividades. En ello, nada nuevo. Lejos de consistir en una mera expresión sentida, la poesía constituye un medio complejo, de inusitada potencia para el cuestionamiento de diversos aspectos de la realidad. En ella brilla la crítica racional, mas sin dejar de lado, para nada, las emociones, las que convoca con asombro. Siendo que, en términos llanos, resulta imposible emocionarse sin razonar, ni razonar sin el compromiso de emociones, la auténtica poesía cuestiona y conmueve, desafía la inteligencia y revuelve el ánimo. No ha de extrañarnos, por eso mismo, que se la lea poco, cada vez menos, ni que se la critique en medios tan rara vez. Tampoco, que abunde en cambio tanta palabrería pueril.

Entre las obras que merecen de veras atención y análisis profundo, las que sí que vale la pena discutir y ponen en su sitio la cháchara, destaca la de Daniel Rodríguez Rodero (León, España, 1995). Su propuesta, de una madurez asombrosa, no obstante, la juventud del autor, despedaza variedad de tópicos y reivindica el ejercicio de la poesía en la línea de una tradición robusta, la que renueva por medio de un enfoque de actualidad incontrovertible y un uso soberbio del lenguaje.

Conversamos con él a propósito de cómo es que ve él mismo su oficio y el panorama literario actual, entre otros asuntos…

¿Cuál consideras, es el sentido, hoy, de la poesía en español, en caso estés de acuerdo en atribuirle un carácter propio?

Yo creo que no existe un sentido único, más bien al contrario, existe una pluralidad de corrientes y autores, cada uno con una voz más o menos propia, de tendencias, de corrientes, de influjos… Pensemos también que hoy los que escriben tienen más acceso que nunca a la literatura escrita en otras lenguas, bien porque sepan traducirla, bien porque la industria editorial facilita que haya traducciones. Esto es un fenómeno a considerar porque permite que las tradiciones se ensanchen, se hagan más permeables a las de otros países. Cierto que se ensanchan casi siempre tomando como referencia un canon llamémosle «cosmopolita» que no suele tener demasiado en cuenta la literatura en español. Por otra parte, asistimos a la deconstrucción de los cánones que creíamos sólidos, a una deconstrucción por motivos paraliterarios, lo cual se observa en los intentos de reubicar a los grandes autores en función de criterios impensables hace tres décadas: se habla de literaturas feministas (en plural), literaturas cis y de canon no heteropatriarcal, etc. Yo creo que la cuestión importante es que apuntemos criterios para distinguir la literatura mala de la buena y sepamos explicar por qué, aunque esto siempre conllevará un alto grado de subjetivismo, porque es raro que dos personas se pongan de acuerdo en su interpretación y un aspecto al que uno da mucha importancia, al otro le parece irrelevante. Todo esto hace que los referentes de inicio con que puede contar el escritor joven sean plurales y distintos, lo cual se observa, por ejemplo, en que los autores actuales más destacados por un manual o libro de texto no coincide muchas veces con los de otro. Tampoco en las valoraciones que de los mismos se hace. Esta pluralidad de corrientes o estilos, que sí es verdad que pudo existir siempre, hoy nos parece potenciada por la abundancia de medios de difusión. Luego, en nuestra lengua tendríamos que acotar las tendencias por países, pues cada país de Hispanoamérica cuenta con una especie de sub-canon y de principales corrientes. En el caso de España, hoy la corriente dominante continúa siendo la poesía de la experiencia, que a mi juicio está ya muy agotada y de la cual no tenemos sino epígonos más gloriosos cuanto más alejados. Pero la estética que buena parte de los premios comerciales están premiando ahora mismo insiste en esa poesía de la experiencia, incorporando nuevos elementos de la cultura pop, cuando no una especie de «costumbrismo discotequero» o «costumbrismo de alcoba», y mayor simpleza de ideas, aunque se vista de experimentos lingüísticos. Veremos, no obstante, en qué depara esto. Uno nunca puede jugar bien las corrientes del tiempo en que a uno le toca vivir. Pensemos que en la segunda mitad del siglo XIX español, y esto es una anécdota que repito con cierta frecuencia, los dos poetas más laureados eran Núñez de Arce y Campoamor. A Campoamor todavía se le puede espigar, pero Núñez de Arce hoy nos resultaría pesadísimo. En cambio, los dos poetas más altos de esa época, que han pasado a la historia por su grandeza y su genio, son Rosalía de Castro y Gustavo Adolfo Bécquer.

Es usual, cada vez más, vincular la poesía a la expresión de sentimientos, a menudo reduciéndola sólo a ello; parece incluso que se desestiman las propuestas articuladas en una secuencia claramente consciente, dada a un planteamiento racional, y no por ello desprendido de sentimiento. ¿De qué forma está reducción afecta la interpretación y valoración de la obra de quienes desarrollan obras más bien críticas?

Totalmente; es más, buena parte de la poesía de hoy que parece adentrarse en reflexiones filosóficas en realidad está cargada de charlatanería en lenguaje metafísico (omito dar nombres para no incomodar). Yo sostengo efectivamente que los sentimientos hay que pensarlos y que el pensamiento a veces también que hay que sentirlo, cosa en la que no soy nada original porque ya la dijo Unamuno hace cien años, y no sé hasta qué punto hemos querido comprenderlo o hacerle caso. Julián Marías en un libro que a mí me gustó mucho, La educación sentimental, insistía también en esta idea. Viene a decir la lírica amorosa (incluyendo en parte las letras de las canciones), en parte hasta el romanticismo y luego hasta la segunda mitad del siglo XX. siempre ha procurado presentarnos la talla más ideal, más esbelta, la aspiración más sublime, de la vivencia amorosa. Obviamente aquí se puede incurrir en un idealismo grande al que no debemos enfrentarnos acríticamente, puede que incluso tampoco sea deseable, precisamente por cuanto nos transporta un mundo de amor cortés y caballeros con armadura en cuya degeneración encontraríamos por ejemplo el platonismo que don Quijote siente por la figura de Dulcinea del Toboso. Pero sí es verdad que frente a ese polo convendría dar testimonio literario del amor, con toda su carga de complejidad y de absurdo, con toda su sustancia, mas también con todos los problemas que lleva aparejados. El amor en la literatura, entendido como un modo de plasmar su puesta en práctica más admirable, no puede obviar los problemas ni hacernos pensar que todo lo puedo y con quererse ya basta, porque sabemos que no es así y que importan el dinero y la clase social. Dicho esto, desde luego que «el amor literario» debe dar testimonio de respeto y de admiración hacia la otra persona, de permitir el desarrollo de su individualidad, para a partir de ahí crear un espacio común donde el mundo nos sea menos hostil y donde podernos mostrar tan frágiles como seamos en los momentos de duda, tan inquietos como en ocasiones nos encontremos o tan capaces y fuertes como la otra persona nos necesite.

¿Qué relación o relaciones te parece más importante resaltar entre poesía y crítica y, también, filosofía?

No lo sé. Mi planteamiento inicial es que la literatura hay que hacerla con ideas y a partir de ahí exprimir el lenguaje para expresarlas de la manera más eficaz posible según el tipo de literatura que estemos haciendo. A mi juicio, los críticos deberían fijarse más en las ideas de fondo de la obra literaria, en el pensamiento a partir del cual se construye, y no sólo en su estructura y estilo. Para ejemplificar la importancia de lo que quiero decir reparemos en eso que se ha dicho de que la filosofía española no está plasmada en grandes tratados, sino fundamentalmente en su literatura. Quizás sea verdad. No obstante, no me atrevo a decir mucho más al respecto, aunque a partir de mis respuestas anteriores se pueda inferir cuál es mi postura.

¿En qué medida, consideras, la tradición literaria hispana se extravía o es, más bien, debidamente «traicionada» en el proceso de su continuación? ¿Cabe hablar de un quiebre o más bien de que el proceso habitual en todas las lenguas sigue su curso también en nuestro caso?

Volvemos su poco a lo que comentaba en la primera pregunta. Hoy más que nunca, las tradiciones están en contacto unas con otras y esto propicia que tales tradiciones expandan para acoger nuevos elementos alóctonos, pero también que el sustrato autóctono se diluya. En cierta medida, la tradición hispánica sufrió un corte en el siglo XVIII y esto quizá nos ancló demasiado durante el siglo XIX a los modelos del siglo de oro, sin que los autores posteriores acertaran a renovarlos. Tan es así que las literaturas nacionales de los países de Hispanoamérica bebían mucho de la literatura española del XVI y del XVII, pero buscaban sus modelos en la francesa y anglosajona; entre otras cosas, porque la española de entonces no tenía gran cosa que ofrecerles. Ya digo que tal vez nos faltó una continuidad menos abrupta desde el siglo XVII hasta finales del XIX. No lo sé.  Nosotros en España no tuvimos un Baudelaire, ni un Verlaine ni un Rimbaud, por ejemplo; aunque hemos tenido a la Generación del 27, que demostró una gran capacidad integradora de las tradiciones previas. Luego, yo creo que integrar y renovar tradiciones exige un conocimiento del lenguaje y un compromiso con el idioma que requiere muchísimo trabajo de lectura y asimilación, y no sé en qué medida puede haber una cierta vagancia a la hora de enfrentarnos con «los modelos históricos». Quevedo, por ejemplo, que es un autor al que me siento ligado, es de muy difícil comprensión; pero también Lope, cuya poesía amorosa me parece superior a la de Quevedo. Aunque su dicción sea más sencilla, comprender todos sus símbolos y referencias puede ser agotador.

¿Qué es lo que más lees hoy, por propia elección? ¿A qué autores, si cabe?

Últimamente leo cosas más ligadas a mi formación, pero más o menos mis hábitos de lectura siguen siendo los mismos. Soy un lector muy heterogéneo con bastantes frentes abiertos a la vez y me gusta alternar el tratado filosófico con el ensayo científico, la novela con la poesía y con el teatro, leo cuentos, historia, reportajes de prensa antiguos, biografías, memorias, en fin, depende mucho del tiempo que tenga y, si me apuras, incluso del estado de ánimo. Aunque ya digo que últimamente leo menos de lo que quisiera y quizás más de lo que me convendría.

¿Qué nos depara el horizonte, de tu parte?

Seguir trabajando. De momento, estoy centrado en algún asunto más perentorio, pero cuando lo resuelva espero ofrecer nuevo poemario y un par de cosas de narrativa. Veremos.