Lumbre: Sobre Los simuladores, novela de V.S. Naipaul
Por Juan Pablo Torres Muñiz
En la tierra, las raíces; una base. Las ilusiones, arriba, en el cielo. No hay camino ascendente; lo que hay es casi siempre espacio abierto aquí abajo, senderos que puede uno seguir, convencido incluso de que avanza.
El abandono de la tierra natal implica como tal, la marcha en pos de algún ideal, por difuso que este sea; de elevados objetivos, suele decirse. Alzar vuelo. No por azar la ambición es corrientemente representada en aves de presa. Sin embargo, solemos encontrar nuestro verdadero lugar en el mundo después de haber caído un buen par de veces del andamiaje de la ilusión, cuando empezamos de veras a hacer camino, a rastras o a pie, de lado la idea de adelantar a los demás.
Naipaul se ocupa, entre otros, de este asunto en Los simuladores, quizá la más agria de sus novelas.
Asistimos, se supone, a la composición de las memorias de Ralph Singh, hombre de ascendencia india, criado en Isabela, una isla caribeña, retirado ya de los negocios y de la política, instalado apenas a las afueras de Londres. Nos hallamos ante sus recuerdos de infancia, cuando aún respondía al nombre Ranjit Kripalsingh, también a los de su breve matrimonio con una mujer blanca, aparte lo ocurrido tras bambalinas de su vida pública y el retorno a la isla; finalmente, a los del último exilio. En distintos planos, dolor y sufrimiento. Y la reflexión conque pretende poner en su sitio cada cosa, para dar, finalmente, consigo mismo.
Es a través de estas páginas, del testimonio mismo de la labor en marcha, que el narrador expone, junto con sus hallazgos, las claves de su visión, penetrante, implacable con su persona y con el mundo, una mirada lúcida y, por mérito del narrador, iluminadora.
Los tejidos se mueven bajo esta poderosa lumbre, palpitan, a veces supuran; ninguna llaga es dejada bajo gasa, a la sombra. Así, con cada sueño y cada contradicción, con cada paradoja de la vida de Singh, a través de un lenguaje claro, de imágenes elocuentes. Una nevada, por ejemplo.
Ralph gusta de la nieve; soñaba con ella y con los paisajes en que esta cae, estando allá en el trópico. La isla, su entorno original, estrecho en más de un sentido, lo sofocaba. Lo que sirve como arranque: ¿Qué pasó por medio, desde entonces y aquellos sueños, hasta el presente, en el retiro? –En fin, si la literatura es una celebración, ¿qué celebramos aquí?
El grado de infelicidad de uno mismo es directamente proporcional a la distancia que supone lo separa del objeto de su deseo. Esta distancia es determinada, desde luego, por la situación propia –ubicación temporal y espacial, así como por las circunstancias– en que se ve a sí mismo: apartado de donde quisiera e incluso, siente, debería encontrarse (como parte de la ilusión de depender de una voluntad superior, de un orden supremo y de una soberana condescendencia).
Ahora bien, en lugar de una simple vía tendida ante nosotros, lo que veremos, siempre que estemos dispuestos a abrir bien los ojos, será un vasto horizonte en que se enredan las supuestas vías, una región nublada de pura incertidumbre. Cuando nos proyectamos en ella, lo hacemos por medio de un espectro particular, un yo compuesto retazos, de imágenes, símbolos y otras referencias, de remedos, todo en proceso de fragua –acaso a partir de la propia deformidad–. Mutamos a través de ella, procurando ora imponernos, ora adaptarnos. Ahora bien, si nos movemos a la sombra de una tradición, esta nos permite reconocer en el camino, formas nuevas por contraste. Con un legado a espaldas, tenemos al menos algo concreto con lo cual romper, una estructura la cual ampliar o recomponer, un antes a partir del que cada paso representa más que vapor sobre la arena, conforme el peso de los motivos que empujan a darlo.
Ciertamente, no creamos. Nada nuestro surge porque sí de la nada. Ese don se lo atribuimos a los dioses; nosotros inventamos haciendo uso de cuanto podemos. Nos hacemos una vida, nos tejemos una personalidad, creemos en ella. Jugamos distintos roles; nos movemos; nos reconocemos aupados o desplazados.
El narrador plantea todo esto con sutileza encomiable, aunque sin endulzar nada ni ahorrarnos ningún golpe, ejemplar respecto a la diferencia entre franqueza y crudeza, pertinencia y atropello. La honestidad del discurso, por supuesto, se agradece; a fin de cuentas, puede uno cerrar el libro y ya: fin del asunto. Pero he aquí que la cuestión fue planteada antes de que nos diésemos cuenta, de manera que: ¿quién se atreve y quién no, a seguir? Tratándose del último caso, ¿por qué huir? ¿Quién encara con éxito, de veras, la pregunta; quién, al menos, cree poder hacerlo?
¿Qué hay de quien no cuenta con una historia, de quien ha nacido consciente apenas de ciertos ecos, de una remota tradición, de la que además, material y espiritualmente se halla apartado; qué hay de los huérfanos de patria? ¿Quiénes somos nosotros? ¿Cómo emplear ese plural? ¿Quiénes son los nuestros?
Tortura del buen, o más bien muy humano y por tanto algo miserable, Singh. Tortura nuestra.
¿Quién eres? –resuena entre las páginas del libro–… A lo mejor quien habla mientras dice en qué podría llegar a convertirse, pero solo mientras no sea demasiado tarde. En efecto, solemos perder la voz, también, y poco a poco, la agilidad; nos resulta más difícil ya no simplemente mudarnos de región, sino, en lo profundo, mudar de postura. Asunto crítico del que depende, en definitiva, que nos sintamos bien adonde vayamos. Ser uno mismo, lo llaman…
Una buena luz, potente, revela, con una verdad más amplia, en el detalle, la última y más íntima vergüenza, la más triste debilidad, la impotencia en que con frecuencia acabas resumido; cuanto te queda solo aceptar, lo que hay y tienes para emprender nueva marcha. Así, una y otra vez: ¿Quién eres? Alguien, sin duda, contradictorio…
Surge en Singh joven, la manía. El fantasma enorme de la desgracia asoma en sueños en que se viene abajo la casa donde vive. Como todos los miedos de este tipo, el suyo revela una esperanza sin sentido. Que algo barriera con el absurdo de Isabela, de su padre y la fama que este vino a ganar, con la envidia; en fin, que algo le supusiera la oportunidad de empezar de nuevo, lejos de su realidad, no constituye más que ilusión: el pozo particular en que, como muchos en algún momento de nuestras vidas, él se sintió tentado a diluir, incluso ahogar su voluntad.
Felizmente, digamos, Singh halló asidero en la palabra, en la estructura de esa visión suya, al amparo de una red amplia, la cultura occidental, mucho más allá del recortado horizonte de su isla. Sobre este punto, las menciones de lecturas son las justas para darnos a entender que nuestro personaje hace méritos en su férreo afán de cultivo, pero de alardes, nada. Queda claro: se trataba, a fin de cuentas, de su único modo de escape. Escape que, por otro lado, habría de llevarlo a Londres, a enfrentarse más brutalmente aún con sus propias farsas.
¿Qué rol juega en todo esto la política, la descripción de un pueblo en sus contradicciones?
La imagen de la masa, que nos tienta a hablar de nosotros, de comunidad, ese conjunto de almas, ese todos compuesto de más o menos desarraigados, extraviados por igual, nos enfrenta, nos cuestiona. Poco importaría la descripción de políticos, de movimientos y de enfrentamientos que se hace en la novela, sino atravesara la consciencia de ese alguien, nuestro narrador, ajeno, extraño en la medida justa, para permitirnos identificar, entender, diferenciar y juzgar, cada quien a su modo, el mundo que nos pinta.
Es necesaria una carga de drama, dice el mismo Ralph, en determinado momento. Reconoce el grito colectivo: Vamos, sigamos a los hombres cuyo predicamento refiere a nuestra identidad, sigamos a quienes en la marcha pintan de verdad un camino que no es nuevo, que refleja, en cambio, la promesa que anduvimos esperando se nos hiciera, aún si no es para cumplirla: un pedacito de historia a la mano, alguna relevancia… Participar de los acontecimientos es lo que importa. Ser alguien…
La lógica de la narración continúa: Mientras la gran ciudad te devora, el pueblo pequeño te define en la diferencia… Con tu nombre. Si este no significa lo que pinta, te borra. Dejas de existir si tu nombre pierde significado. El traslado a la masa te anula como grano solo en la playa. ¿Cómo destacas, entonces, en el imperio, como parte del poder? Solo hay un modo, aparentemente: como agente de su fuerza. El nombre de uno se vuelve significativo en la medida en que contribuye con la causa histórica, a menudo incomprensible, pero fácil de confundir con una supuesta voluntad superior. De modo que lo que uno hace es jugar a heraldo, a emisario, cumplidor de la voluntad popular. Pero esto, siempre y cuando el pueblo sepa de sí mismo, se conozca, cuente con una historia. Si no, estás solo. Solo con los demás hombres.
¿Qué camino queda?
El narrador nos ofrece, finalmente, una cercanía que desbarata toda imagen sofisticada, cualquier ideal bosquejado con comentarios agudos, discursos motivadores y estudiados gestos de solvencia ante las masas. La de la carne.
Ralph juega a ser un dandy, pero acude a prostitutas; si bien esto resulta por sí mismo elocuente, es en los encuentros con mujeres interesadas en él como individuo, por lo que reflejaba consciente e inconscientemente, que repentinamente da con una imagen de sí mismo compleja y asombrosa, dolorosamente menos controvertible.
Pero ¿qué hacer con todo esto?
La escritura de Ralph revela una nueva invención, refractaria de la del pasado, de la de cada época. Se explica así por qué obvia el orden cronológico, típico de las memorias, en su narración: Es el orden secuencial el que refiere de inmediato a las consecuencias, y ninguna confesión podría ser hecha en orden cronológico sin permearse de culpa. Libre de ella, los descubrimientos del personaje son también nuestros, paso a paso.
A menudo, como en la inquietante escena de la playa con gamberros, se trata de cosas terribles.
Veamos este mismo ejemplo: El protagonista debió haber sabido, cuando le apuntaron con un arma, que se trataba de una farsa; pasados los años, ante su escritorio, solo, se dice a sí mismo que debió haberse reído y no, como hizo en realidad, quebrarse en llanto… Farsante, entonces no sabía si interpretaba un rol cuyo personaje debía morir, o si era él mismo, el verdadero Ralph quien moriría. Su risa habría dicho a quien portaba el arma, algo como «no me matarás a mí, idiota, ya basta de juegos». Pero no fue así. El arma apuntó a su dolor, a una humillación real, al punto en que carne (familia, sangre) y espíritu (afán político) se tocaban…
Y aquí estamos…
Superado por las circunstancias, Singh se halla de vuelta en Londres, donde no es nadie, para contar su verdad al margen del dolor (con clave en la lógica aparente de los acontecimientos). Y es así que se encuentra. En su voz, que es su pensamiento…, de lo que provenía su capacidad para movilizar a gente con parlamentos.
El libro que dice, quizá publique, el que supuestamente tenemos nosotros entre manos, no representa más que una versión momentánea de su historia personal. Importa más el desarrollo mismo de su discurso, las posibilidades que este abre, que los acontecimientos en sí mismos, los hechos solamente. El texto constituye, por tanto, un hito a partir del cual es posible para todos hacer camino de nuevo… Vuelta a la vida, a andar…
De eso se trata…
Algunos somos más críticos que otros con nuestros asuntos, con ese yo que echamos a andar entre la niebla; pero poquísimos, más que Sir Vidia Naipaul, especialmente a través de la voz del señor Singh.
Se agradece.